Cultura

Palabras sincopadas

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Una camada de escritores del país vecino comenzó a abrirse paso en las librerías locales en los últimos años. Editoriales atentas y nuevas voces potencian el intercambio cultural.

 

(Pablo Blasberg)

Podría decirse, con el cuidado que requiere cualquier generalización, que en la narrativa latinoamericana se viene marcando un quiebre desde hace 10 o 15 años. Llevó décadas que se dejara de identificar literariamente a América Latina con el llamado «boom», que fue importantísimo, pero marcó solo parte de un período. Todavía en los años 90, esa identificación resultaba tan fuerte que los chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez publicaron una antología en contra del realismo mágico, McOndo, que proponía cuentos en espacios urbanos con experiencias supuestamente más actuales. El gesto tal vez era preciso para quitarse de encima una carga, pero también dejaba fuera a autores que trabajaban otras estéticas.
El boliviano Edmundo Paz Soldán, nacido en 1967, formó parte de esa antología. Luego, con los años, marcó sus diferencias. Dijo, entre otras cosas, que había sido un error combatir un estereotipo proponiendo otro. A casi dos décadas de la publicación de McOndo, que tuvo una significación en su momento, parece que las obras y los autores latinoamericanos circulan hoy –al menos en ciertos ámbitos– con menos prejuicios. Claro que hubo algunos hitos que colaboraron para esto: en 2007 el proyecto Bogotá 39 eligió a 39 escritores latinoamericanos de hasta 39 años y en 2010 la revista Granta seleccionó a 22 narradores jóvenes de lengua castellana. En ambos casos, participó solo un autor de Bolivia, el mismo: Rodrigo Hasbún.
Otra vez con el cuidado que imponen las generalizaciones, puede decirse que la literatura boliviana no es muy conocida en la Argentina (la paraguaya tampoco, por ejemplo). Sin embargo, en los últimos años algunos autores empezaron a trascender fronteras. Paz Soldán lleva ya varios títulos publicados en el sello Alfaguara y el año pasado la pequeña editorial argentina Metalúcida publicó una selección de sus cuentos titulada Las dos ciudades. Giovanna Rivero, nacida en 1972, que publicó su primer libro en 1997, cuenta ahora con reconocimiento internacional; en 2011, fue la única voz de Bolivia entre los «25 secretos mejor guardados de América Latina» que seleccionó la Feria del Libro de Guadalajara.
Rodrigo Hasbún nació en 1981, igual que Liliana Colanzi, uno en Cochabamba y la otra en Santa Cruz. Ambos escritores tienen textos muy potentes. Hasbún ha publicado en editoriales como Alfaguara o Random House (su novela El lugar del cuerpo es muy recomendable) y el nombre de Colanzi se viene convirtiendo en una contraseña habitual entre los lectores más atentos. Ella había sacado en 2010 el libro de cuentos Vacaciones permanentes en la Argentina, con Reina Negra, un sello independiente que dejó de existir, y hace poco la muy buena editorial chilena Montacerdos publicó La ola, que incluye tres cuentos ya aparecidos en Vacaciones permanentes. Colanzi señala que, a principios de este siglo, «en líneas muy generales, en Bolivia se empezó a escribir contra cierta idea limitante de lo social y surgió una narrativa más centrada en la subjetividad, pero que regresa a lo social desde otros ángulos». Esta idea podría definir casi a la perfección sus cuentos. La autora también nota que en la actualidad hay expectativas que antes no existían sobre la literatura de su país. Y dice: «Espero que en algún momento deje de parecer raro que varios autores bolivianos publiquen en el extranjero».
Ese deseo está cada vez más cerca de concretarse. La editorial argentina Eterna Cadencia acaba de sacar el volumen de cuentos Una casa en llamas, de Maximiliano Barrientos. Nacido en Santa Cruz de la Sierra en 1979, Barrientos ya tenía tres libros publicados en España, en el sello Periférica.
Manuel Vargas aporta una mirada distinta a la de Colanzi. Plantea que ya muchos escritores de la generación de la guerra del Chaco, que tuvo lugar entre 1932 y 1935, eran editados en Santiago de Chile o Buenos Aires. «En ese sentido, ahora parece mucho más fácil publicar en el extranjero y, al mismo tiempo, menos trascendente», afirma. Cuenta que él mismo tardó 10 años en vender 1.000 ejemplares de un libro, pese a que es uno de los más reconocidos autores bolivianos, mientras que en los 90, por un programa educativo, llegaron a imprimirse 20.000 ejemplares de obras suyas. Vargas nació en Huascañada en 1952 y dirige la revista literaria Correveidile.
Entre los autores de la «generación del Chaco» cabe destacar al cochabambino Augusto Céspedes (1904-1997), cuyo cuento «El pozo» suele mencionarse entre los mejores de la literatura de Bolivia. En la Argentina puede hallarse incluso en antologías escolares y no resulta difícil encontrar textos de Céspedes (Trópico enamorado, Metal del diablo, El presidente colgado) en librerías de usados. También puede conseguirse en nuestro país el peculiarísimo Borracho estaba, pero me acuerdo, de Víctor Hugo Viscarra (1957-2006). Lo publicó el sello Libros del Náufrago en 2010. Durante la mayor parte de su vida, Viscarra vivió en la calle, entre la pobreza y las actividades delictivas (incluso publicó un diccionario «del hampa boliviano»). En el segundo párrafo de Borracho estaba…, escribió que moriría a los 49 años. «Si llego a los 50, me suicido». Y murió, sí, a los 49, por una cirrosis.
Liliana Colanzi señala que «Bolivia tiene un mercado del libro pequeño y muy frágil» y rescata el trabajo de editoriales independientes como El Cuervo, Yerba Mala Cartonera o Nuevo Milenio. Y, a la hora de recomendar, en vez de elegir especialmente, menciona los libros que tiene en su mesa de luz: «Lumbre de ciervos, de Emma Villazón, una poeta joven que acaba de morir y dejó este poemario raro, hermoso; Para comerte mejor, el último y más jugado libro de cuentos de Giovanna Rivero; y el poemario La noche, de Jaime Sáenz, un clásico de clásicos».

Salvador Biedma

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