Cultura

Pintar la aldea

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En el centenario de su nacimiento, diversos homenajes y discos recuerdan al pianista y compositor salteño. Releída por las nuevas generaciones, su obra se proyecta hacia el futuro entre la tradición y la innovación. La vigencia de un autor clásico del folclore.

Músico popular. Sus composiciones hoy son piezas fundamentales del cancionero nativo.

El 2017 es pródigo en aniversarios redondos. Se cumplen 25 años de la muerte de dos figuras fundamentales: Astor Piazzolla y Atahualpa Yupanqui. Pero las efemérides en torno a la música son muchas más: 50 años del éxito masivo de Los Gatos con la edición de «La balsa»; 80 años del debut de la orquesta típica de Aníbal Troilo; 100 años del surgimiento del tango canción. Tantos aniversarios son oro en polvo para los homenajes, para los viejos videos de música que circulan en Internet y para las semblanzas periodísticas. Y en medio del revisionismo, el centenario del nacimiento de Gustavo Cuchi Leguizamón, que se cumple el 29 de setiembre, funciona más como dato de actualidad que como recuerdo en blanco y negro: se trata de uno de los compositores más recreados y su obra se expande a futuro.
La vigencia rotunda de Leguizamón excede la celebración del natalicio. La fecha es un escalón más de un fenómeno que se produjo en los últimos años: sus composiciones se convirtieron en un talismán que atrapa a músicos de diferentes tradiciones, generaciones y procedencias. Le han dedicado discos enteros desde el folclore, el jazz, la música académica y hasta el rock (ver recuadro); sus zambas se bailan tanto en festivales multitudinarios como en pequeñas peñas y se realizan homenajes en forma permanente. Al mismo tiempo, el Cuchi está lejos de quedar encasillado en la categoría de clásico, ese lugar sagrado entre el respeto y el bronce que también intimida, tal vez porque su música provoca un efecto opuesto: invita a nuevas lecturas. Difícilmente dos versiones del mismo tema suenen igual. Es como si continuamente se lo estuviera redescubriendo.   

Figura singular
Pianista y autor de un nutrido repertorio, Leguizamón renovó el folclore argentino con piezas como «Balderrama», «Maturana», «Juan del Monte», «La pomeña», «Zamba de Argamonte», «Zamba de Lozano», «Zamba de Juan Panadero», «Zamba del pañuelo», «Bajo el azote del sol», «Si llega a ser tucumana», «La arenosa», «Zamba del carnaval» y «Zamba del laurel». Trabajó junto a los poetas Manuel J. Castilla, Miguel Ángel Pérez, Jaime Dávalos, Antonio Nella Castro y Armando Tejada Gómez, pero también fue un formidable letrista. Con Castilla, sobre todo, retrató la cultura salteña de modo magistral, lejos del pintoresquismo y cerca de sus personajes y paisajes. Con un cancionero en el que laten historias alrededor del carnaval, los boliches, el vino, la coplera Eulogia Tapia y el panadero Juan Riera, la dupla de Leguizamón-Castilla es una de las más inspiradas de la música argentina, a la altura de Manzi-Troilo o Gardel-Le Pera.
En el libro Cien años de música argentina, el historiador Sergio Pujol sostiene que a Leguizamón se lo puede considerar un «compositor puro», separado de la instancia de interpretación. Un poco a la manera del tango, en el que la división del trabajo era tajante entre el letrista, el compositor y el músico, el Cuchi se aboca a la composición, registra unas pocas canciones en estudio en 1969 (el hoy descatalogado Piano y guitarra) y deja como testimonio unos conciertos grabados en 1983 en Rosario y en 1991 en Europa. Al no existir una versión canónica, sus temas constituyen materia prima para la improvisación, el juego libre y la experimentación.
En gran medida, su vida está atravesada por la singularidad: residió buena parte de sus 82 años en Salta, combinó la música con otras disciplinas y, a pesar del espesor de su obra, no fue protagonista del boom folclórico de los 60. Su biografía tiene otros ribetes: renacentista del noroeste argentino, estudió Derecho y ejerció como profesor de Historia y Filosofía, abogado, fiscal y diputado por el Movimiento Popular Salteño, hasta que abandonó todo para dedicarse de lleno a la música. «Hacer música no me alcanza para vivir, pero me hace vivir. Antes, cuando era abogado vivía de la discordia y ahora de la alegría», le confió a Humberto Echechurre en el libro A solas con el Cuchi Leguizamón, con un humor agudo que era otro de sus sellos. Y así como su encuentro con Manuel J. Castilla elevó a la canción, la alianza artística con el Dúo Salteño terminó de delinear un pensamiento estético integral: integrado por el barítono Patricio Jiménez y el contratenor Néstor Chacho Echenique, desde 1967 funcionó como el espacio ideal para sus creaciones y se destacó, entre otras cosas, por el hermoso contrapunto de sus voces.

Amplitud de rango
Mariana Baraj es una de las artistas que rinden culto al Cuchi. Porteña de nacimiento y salteña por adopción, la cantante se radicó en la Quebrada de San Lorenzo hace unos años. Siempre en movimiento entre múltiples proyectos, este año llevó su devoción por Leguizamón a los escenarios: junto al cantante Fernando Barrientos, armó el espectáculo Cuchi Violeta 100 años, en el que también aborda la obra de Parra y con el que se presenta en diferentes provincias. Más allá de la coincidencia en la efeméride, Baraj observa puntos de contacto entre ambos artistas decisivos: «Ellos pusieron los cimientos sobre los cuales muchas generaciones construyeron su universo, y tienen gran vigencia porque sus canciones podría haber sido escritas hoy». Opina que al Cuchi le sienta a la perfección aquella frase de pintar la aldea como un modo de pintar el mundo. «En todas sus duplas reflejó de cuerpo y alma la esencia de un pueblo. Lo hizo con sofisticación, por eso sus canciones respiran el ambiente salteño y Salta respira su obra».
A su vez, Leguizamón fue un gran amante de la música clásica. Solía mencionar su veneración por Arnold Schönberg, Béla Bartók, Erik Satie. También adoraba a los grandes músicos brasileños y a los intérpretes de jazz. Todas estas coordenadas señalan un gusto amplio, pero su música no se corrió de la matriz folclórica ni tensó la cuerda en los límites, como hizo Astor Piazzolla con el tango. Al revés: su obra generó una implosión que se filtró en las zambas (Leguizamón decía que toda gran zamba contiene una baguala dormida), chacareras, bailecitos, vidalas. Entre la raíz y la audacia, de la zamba a Satie, fue un compositor arraigado en la tradición y en la innovación, en una inusual convivencia entre ambos términos. «No es cuestión de aplicar los libros de la armonía, hay que respetar muchas cosas, hay que traducir un paisaje», sostenía.
En junio pasado, los pianistas Hernán Jacinto, Hernán Ríos, Alejandro Manzoni, Marco Sanguinetti y Pablo Fraguela homenajearon al compositor salteño en el CCK. El concierto funcionó como una panorámica de su amplitud musical. Desde diferentes abordajes, cada uno interpretó tres temas. Uno de los momentos culminantes fue la exploración de Hernán Ríos en «Zamba del carnaval», «De estar, estando» y «Canción de cuna para el vino». Él lo explica así: «No fue fácil elegir con una obra tan vasta. Pensé en temas que no sean tan tocados y apunté a diferentes ritmos: una zamba, un bailecito y una canción, con diferentes tempos y acentuaciones. La improvisación fue el centro del  abordaje». Desde su primer disco de 1995 con el grupo El Terceto, Ríos abordó las armonías chispeantes del Cuchi y le dedicó el disco De estar, estando, de 2015, que compartió con Chacho Echenique. «Siempre descubro algo nuevo cuando toco sus temas. Eso pasa con las grandes obras: siempre tienen algo más para decir».
Leguizamón también fue un hilarante narrador de historias. Le gustaba contar una anécdota sobre un chico al que se había cruzado en la calle y que silbaba su «Zamba del pañuelo» sin saber de qué canción se trataba. Para el Cuchi, ese desconocimiento era su máximo anhelo: que la obra se vuelva anónima.