Cultura

Poeta visionario

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Con una vida intensa que alumbró sus mejores versos, el autor francés produjo obras memorables como «Una temporada en el infierno» e «Iluminaciones». En un texto de reciente aparición, su colega y compatriota Yves Bonnefoy indaga en su legado.

Rebelde. Desde joven desarrolló su talento y su espíritu cuestionador. (AFP)

Poeta es una palabra que uno puede usar cuando habla de otros, si los admira lo suficiente», dijo alguna vez Yves Bonnefoy, poeta que, pese al reconocimiento que tuvo su obra desde el inicio, no se sentía merecedor de tal nombre. Para él, definía más que a ningún otro a su compatriota Arthur Rimbaud por haberle aportado dos elementos que consideraba fundamentales: lucidez y esperanza. Fue ese «enfant terrible» de vida agitada, incansable errar, dolorosa muerte y una obra memorable compuesta apenas pasada la adolescencia, objeto de continuadas reflexiones por parte de Bonnefoy, como lo testimonian los ensayos que sobre él escribió a lo largo del tiempo, cada vez deteniéndose en algún aspecto de lo que era capaz de proveerle esa «estrella fugaz», que no cesó de ver con implacable claridad «los engaños que entrampaban su esperanza fundamental».
Jean Nicolas Arthur Rimbaud había nacido en Charleville en 1854, en un hogar donde reinaba la rigurosa disciplina impuesta por la madre. En la escuela mostró cabalmente su talento a la par que su actitud de rebeldía y cuestionamiento. Con apenas 16 años desarrolló en dos cartas (a su profesor Georges Izambard y al poeta Paul Demeny) una concepción poética que se conocería como «cartas del vidente». Con juicios a veces lapidarios y tono vehemente, el joven expresa en ellas su decisión de ser un poeta que, mediante la alquimia del verbo, quiere salir de la prisión del yo para llegar a un conocimiento pleno (cifrado en su famosa frase: «Yo es otro»), por lo que afirma que es necesario ser vidente y que tal lucidez se logra por «un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos», es decir, una experiencia extrema hasta la abyección, para derrotar lo que cercena al hombre y lo engaña, a fin de lograr atisbar algo nuevo y liberador.

Eterna recuperación
Las cartas fueron escritas en 1871, el año en que tuvo lugar la Comuna de París. Entre marzo y mayo, los sectores más radicalizados lideraron un movimiento armado antimonárquico que promulgó decretos en favor del pueblo. Fue derrotado con un alto costo de vidas. Rimbaud, que ya había huido por segunda vez de la casa materna, en varios poemas se refirió a ese hecho que lo conmocionó. Instalado en la bohemia parisina, no dejaba de manifestar su inconformismo con actitudes displicentes o violentas aumentadas por el consumo de hachís y ajenjo. Conoció por entonces al poeta Paul Verlaine, y hubo entre ellos una relación pasional a la cual alude Rimbaud en Una temporada en el infierno, la única obra que publicó en vida.
Los viajes que emprendió lo llevaron hasta Etiopía. Enfermo, volvió a Francia. Apenas sobrevivió unos meses luego de que le amputaran una pierna. Murió en Marsella en 1891. Paul Verlaine, pese a todo, se encargó de la publicación de las Iluminaciones y poemas tan célebres como «El barco ebrio».
32 años después de la muerte de Rimbaud nacía Yves Bonnefoy en la ciudad de Tours. Luego de estudiar ciencias e historia, se dedicó de lleno a la literatura a partir de la publicación de su primer poemario Sobre el movimiento y la inmovilidad de Douve, en 1953, y fue sumando otros hasta llegar al siglo XXI. Las búsquedas poéticas lo volcaron también a la traducción y el ensayo como Lo improbable, Lugares y destinos de la imagen y la compilación de lo que fuera escribiendo durante toda su vida en torno de su poeta principal, reunido en el volumen Nuestra necesidad de Rimbaud, recientemente publicado en el país, con traducción de Silvio Mattoni, bajo el sello de El Cuenco de Plata. No sigue un orden cronológico, sino que más bien va desplegando las lecturas que hizo en disímiles momentos y circunstancias para hacer resonar una nota peculiar en un poema, un libro, un episodio o una carta de su antecesor. Bonnefoy quiso justificar el título elegido para lo que veía como una especie de diario propio, donde al indagar la inconmensurable apuesta de Rimbaud, reafirma que nos es necesario «puesto que Rimbaud es uno de aquellos que intentaron con más coraje, dentro del eterno derrumbre, la eterna recuperación». A su vez, estas palabras son parte del rico legado que dejó Bonnefoy antes de su muerte en 2016.