Cultura

Regreso con gloria

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La actriz volvió a los primeros planos con «El pequeño poni», la obra que protagoniza junto a Alejandro Awada, con dirección de Nelson Valente y que hace foco en el tema del bullying. El cambio de perfil de su carrera y la reconciliación con su oficio.


(Alejandra López)

Melina Petriella recuerda que terminó de leer el texto de El pequeño poni llorando en la cocina de su casa. Los ojos se le llenaron de lágrimas y un nudo se le estacionó en la boca del estómago, por lo que debió tomar una distancia necesaria y saludable con la historia y con su personaje antes de llevarlo al escenario. «Hacía mucho tiempo que no vivía algo tan profundo en mi profesión. Es una obra que requiere meter mucho el cuerpo y la cabeza, por eso cuando termino cada función quedo desecha», grafica la actriz sobre la pieza escrita por el español Paco Bezerra, dirigida por Nelson Valente y coprotagonizada por Alejandro Awada, que se exhibe en el teatro El Picadero, y que hace foco en la omnipresente cuestión del bullying.
El eje es el matrimonio de Jaime e Irene (Awada-Petriella), que debe lidiar con sus propios prejuicios y temores ante el acoso escolar que sufre su hijo Miguel, de 9 años. «Tengo una mezcla de mortificación y satisfacción personal. Por un lado, porque es un tema de nuestros tiempos, duro y real, que cuestiona el tema del bullying; por otro, me di cuenta de que puedo hacer un trabajo tan exigente, porque lo primero que se me vino a la mente fue: “¿Podré hacer esto? ¿Estoy capacitada?”. Era muy difícil para mí, para lo que yo estaba acostumbrada», titubea la actriz, que admite que su ego profesional no es tan alto como para creer que todo lo puede. «Es que te aparecen dudas y al ser una obra solo con dos actores, estaba aterrada. ¿Y si me sale mal? ¡Qué cagadón!».
La intérprete reconoce la ayuda que recibió del propio Awada. «Es un maestro, que me contuvo y que no intimida por todo lo que él significa. Es fundamental como actriz tener un compañero como él, alguien que te aporta seguridad. Alejandro es un actor que bucea en las profundidades, es sensible, no hace las cosas en piloto automático. A veces no lo puedo creer… ¡Estoy con Alejandro Awada saludando en un escenario. Es la gloria».

Decir que no
Convencida, afirma que El pequeño poni es el desafío más importante, una bisagra en su trayectoria y, especialmente, un cambio de registro, porque Irene, esa madre que encarna y con la que tiene poco que ver, la lleva por sentimientos complejos y contradicciones en las que está en juego la integridad física y psicológica de su hijo. «Creo que ni yo sabía que podía moldear un personaje así, pero estoy más grande y por suerte pude dejar de hacer roles infantiles o adolescentes, esos que me obligaban por el physique du rol que siempre tuve», dice Petriella, quien se hizo conocida en televisión con programas como Gasoleros, El sodero de mi vida, Son amores, Amor en custodia y Padre coraje, que, remarca, le dieron popularidad pero también un dejo de insatisfacción.
«No estar en televisión es para la gente de a pie casi como no existir. Y es difícil “no existir” dedicándote a la actuación. Pero lo hice estando convencida de que una etapa y un estilo de actriz se habían terminado», explica. Petriella no se las agarra contra la tele, de donde se retiró en 2011, después de protagonizar y producir Volver a nacer, junto a su hermana Julieta. Por entonces hizo un clic y empezó una metamorfosis que la llevó a mudarse al teatro: tres años intensos en la exitosa Toc Toc la volvieron a poner en el candelero y reaparecieron las ofertas televisivas. «Ahí recordé un consejo sabio de mi viejo: “Elegir es también decir que no”. Lo cumplí a rajatabla. Y me produjo alivio y tranquilidad interior, no solo dudas, porque decir que no a los 41 años, en un mundillo lleno de actrices muy buenas, jóvenes y preciosas, es casi suicida. Por eso creo que El pequeño poni es un premio a la constancia, a la autenticidad y, también, a la paciencia de saber esperar la ocasión».


Escenario. Petriella y Awada, en la obra del autor español Paco Bezerra.

Cuenta Melina que siempre hizo lo posible por alejarse del prototipo de «la linda». Ser rubia y de ojos celestes y tener un rostro agraciado casi que la «condenaron» a determinados roles, muy a su pesar. «Mi objetivo era, cuando cumpliera los 40, hacer un papel acorde con mi madurez, tocar otras cuerdas. Estaba cansada de ser la hija de, la novia, un plomazo», reniega la intérprete, que se formó con Alejandra Boero en Andamio 90 y que más tarde también estudió artes combinadas, clown, máscara neutra y tragedia griega. «Alejandra siempre pedía a sus alumnos continuar preparándose y a mí siempre me pareció que el cuerpo tenía que estar atento y despierto ante lo que podía pasar», recuerda.
Hay un costado «cholulo» que no se puede soslayar: Melina es la esposa de Sebastián Blutrach, productor y, además, dueño del teatro Picadero. «Estamos juntos hace cinco años y nos casamos en diciembre de 2015. Fue una propuesta de él, que un día vino con los anillos y me preguntó: “¿Nos casamos?”. Siento que el amor nos enriquece como personas. Yo no podría estar con alguien a quien no admire y él tiene una humanidad, una generosidad, una manera de ver el mundo que me encantan y, en consecuencia, una forma de hacer teatro que me tiene perdidamente cautivada», piropea ella, al tiempo que afirma que la actriz que es se enriqueció al lado de Blutrach.
Intensa, franca y contundente, reivindica su costado femenino al decir con certeza que no le pasa por la cabeza la idea de ser madre. «No existe ese deseo, si lo tuviera creo que atravesaría todos los tratamientos posibles. Pero la verdad es que eso no me sucede. Y lamento no haberme dado cuenta antes porque, a veces, los mandatos de la sociedad te llevan a pensar que estás equivocada. “¡Cómo que no vas a ser madre!”, aparecen los que te comen el bocho. Encima, casada, la pregunta era inevitable: “¿Y, para cuándo el bebé?”. ¡Qué bebé! No quiero saber nada, tampoco quiero perros, ni gatos, ya los tuve».

 

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