28 de agosto de 2024
El referente de la música urbana le puso el cuerpo a un concierto demoledor que escenificó su versión del infierno. Canciones que orbitan entre la autobiografía y la ficción.
Gótico. Más que un recital, Dillom encabezó un espectáculo que va del rap al punk.
Foto: @irishsuarez-52
Debajo de un telón gótico imponente que se dispone como si fueran pieles secas colgadas de una caverna, y con un corazón palpitante en el medio del techo del Movistar Arena marcando el pulso de la noche, Dillom desarrolló golpe a golpe un concierto gótico y demoledor. Más que concierto, fue una especie de obra de teatro punk, dark y pop, la puesta en escena de uno de los tantos descensos al infierno posibles.
El sábado 24 fue la velada de los invitados, con Wos y Lali Espósito; la del domingo, la de la clausura de esta serie que lo confirma como el artista más oscuro y profundo de la camada de música urbana más masiva. El sábado subió al escenario con unas líneas de fiebre; el domingo estaba, dijo, algo mejor. Ambas noches transpiró hasta la última gota de sudor.
La excusa fue la presentación de Por cesárea, su segundo álbum. El disco –el show– solo se entiende si se lo aborda como lo que es: un relato con un principio, un desarrollo y un fin. Con un trío base de guitarra, bajo y batería, más un cuarteto de cuerdas dirigido por Alejandro Terán, musicalmente pasó por el punk rock alla Ramones y ciertas reminiscencias raperas que evocan a Beastie Boys, por el mash up (por caso, entre «Reality» y «Personal Jesus» de Depeche Mode, ese tema gigante que hasta fue versionado por Johnny Cash), el pop cancionero en temas como «Ciudad de la paz» y «La carie» (con la intervención de voz grabada de María Elena Walsh) y, siempre, lo performático, lo teatral. El drama.
Dylan León Masa (a) Dillom destaca por su compulsión a lo conceptual. La dinámica de sus lanzamientos tiene que ver con álbumes a la vieja usanza más que con la modalidad imperante de los singles. Si el primero, Post Mortem, fue una reflexión sobre la muerte al amparo de citas a Lovecraft, Por cesárea sugiere un thriller en entregas en el que cada canción es el episodio de la profundización del caos psicológico: un sueño vuelto pesadilla.
Perfil. El cantante aparece entre andrajoso y nerd, con pantalones cortos y sobretodo.
Foto: Damian Kuc
Cuentos de terror
En las letras de Dillom radica su excepcionalidad. Musicalmente remite a sonidos ya escuchados dentro de la tradición de la cultura rock, pero la lírica sí tiene una inspiración extraordinaria, en la línea de la sordidez y las tinieblas de los artistas malditos de cualquier disciplina. La primera persona puede resultar engañosa y da la sensación de que cada texto parte de un desahogo confesional. Él trata de desmarcarse y pide, a la manera de un Sandro trapero, no confundir a Dylan con Dillom. Es un juego con trampas porque, se sabe, la ficción suele estar habitada por la autobiografía. Y en Dillom mucho más. «Yo no hablo de mi vida, esa mierda es muy triste/ y ahora que tengo plata son más graciosos mis chistes», canta en «Post Mortem», el tema.
¿Quién es este chico que, para el que no es avezado en el huracán mediático de trap/rap y aledaños, aparece mezclado con exponentes tan diferentes como Wos, Duki, Paco Amoroso o María Becerra? Habrá que hacer historia: esa «mierda muy triste» empezó en el barrio de Once, el 5 de diciembre de 2000. El cantante dio sus primeros pasos en el medio de una familia disfuncional que fue el primer cuento de terror que conoció, mucho antes de Lovecraft. Sus padres estaban separados. La madre no podía con su vida, y se entreveró con novios violentos y dealers en historias de hampa y bajos fondos.
Como un trauma que tal vez logre conjurar en las canciones de este presente de reconocimiento artístico casi unánime, recuerda el ruido metálico de un allanamiento en su casa. Su madre cayó presa. Dylan golpeó la puerta a su padre, un religioso que había formado nueva familia. No se adaptó: el papá quería que cambiara la forma de vida y, ante la negativa de su hijo, lo echó. El chico se fue y tuvo que dormir en una plaza, hasta que fue rescatado por un amigo del colegio. Es cierto: no hay que confundir ficción con realidad, pero en ese período de su vida habita un dolor que es, finalmente, el trasfondo de su obra.
Ahí está ahora, en el Movistar: andrajoso, en el medio del escenario, como un Cristo con el rostro del chico de la revista Mad, pantalones cortos y sobretodo, más cercano a un nerd que a un artista pop. Se sobrepone al malestar físico –la gripe puede esperar–, salta, muestra un manejo del escenario personal, eléctrico, en «Muñecas» se traviste y a la manera de Psicosis de Hitchcok cae un cuerpo apuñalado y brota la sangre. Hay máscaras, símbolos, la escenografía con un falso piano: teatro. Aparece Jonas, su hermano menor, haciendo de Dylan niño. Acaricia un oso de peluche: la imagen tiene algo de desolación. Suenan las cuerdas y Dillom canta «Últimamente» apoltronado en un sillón, a metros de su propio pasado. Después sigue con «Cirugía», ya un hit del nuevo disco.
El público del campo del estadio es una masa uniforme, bamboleante. Es el tramo final de la obra: al bajo radiable de «Ciudad de la paz» le sigue «Amigos nuevos» y «Reiki y yoga». Algunos esperan más, un cierre a todo pogo. No ocurrirá. No hay atisbos de la demagogia clásica de este tipo de espectáculos. El final es teatral, en fade out. Ya todo fue dicho. El espectáculo tiene algo de circular. Arriba, el corazón sigue palpitando.