Cultura

Tentar al cielo

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Pablo Ramos (Avellaneda, 1966) publicó entre otros libros las novelas El origen de la tristeza (2004) y La ley de la ferocidad (2007), y los libros de relatos Cuando lo peor haya pasado (2005) y El camino de la luna (2012) y misceláneas en Amor no roma mi amor (2020). Es también guionista de cine y TV.

La edad de ella no lo justificaba. Y un hombre a los 47 años tampoco tiene la semilla agonizante.
–La prueba es que quedaste embarazada al primer error –dije, y Luna se largó a llorar.
–No quise decir error por equívoco –dije.
–¿Y qué otra cosa quiere decir error, a ver? –dijo ella, y siguió llorando.
–No llores, de considerarlo un error, ¿hubiese actuado como actué? –dije–. ¿Me habría puesto tan feliz y pensado en el nombre Julia?
–No –dijo Luna–, no creo.
Se calmó, pero insistió con eso de consultar a una médica genetista sobre la necesidad o no de hacer la punción para un estudio genético. El líquido amniótico, según Luna, compartía el cien por ciento de los genes con el feto. Así dijo ella: feto.
–De paso confirmo que sea mía –dije.
–Estúpido –dijo, y logré transformar su boca en sonrisa.

Llegamos al Británico en auto. La genetista del Británico tenía apellido alemán y eso en un principio me tranquilizó, hasta que reparé en que si en algo eran peligrosos los alemanes eso era en sus teorías en torno a la genética humana. Nos metimos hacia el fondo de ese hospital de mil pasillos y nos sentamos en una sala de espera atestada de embarazadas. Todas panzonas y con cara de felicidad. Unos pocos maridos y yo en medio de ellas.

–Qué pocos hombres que hay, ¿viste? –dije como para mí, pero tratando de que el tiro le diera a Luna por elevación.
–Es la hora, los otros deben tener trabajos estables –dijo ella y arrancó ganando uno a cero.
Claro, yo estaba intentando «pegarla» con la literatura y la palabra «estable» no entraba en mi diccionario. Miré hacia el otro costado y le sonreí a una rubia enorme.
–¿De cuánto está? –me preguntó la rubia.
–¿Yo? –dije. Ella soltó una risita.
–No, ella –dijo y ahí me di cuenta de que su panza parecía de 25 meses.
–Del sábado pasado –le contesté.
Me levanté de golpe y le dije a Luna que iba a comprar dos tés. En el bar hice el pedido y me senté un momento tratando de soltar el aire tóxico que tenía en la garganta. Durante los dos embarazos anteriores, de mis dos hijos y sus respectivas madres, yo entraba a cada hora al bar a tomar whisky o vino o cerveza, dependiendo de lo que tuvieran. Pero indefectiblemente bebía, a eso me refiero. Le había prometido a Luna que en esta ocasión iba a ser diferente y lo estaba cumpliendo. Eso es algo, me dije. Eso era algo.
Volví con los tés y Luna me increpó por lo que le había contestado a la embarazada de 25 meses.
–Podrías, de vez en cuando, guardarte la ironía, ¿no te parece? –dijo, y pensé que lo único que me venía guardando era esa pregunta tremenda que por nada del mundo debía volver a formularle: la idea de que veníamos a averiguar si nuestra hija o hijo era o no mogólica. Porque esa es la palabra negada, esa fue la palabra que yo le dije a Luna la noche de la discusión.
–Tenés 34 años y yo 47, no tiene sentido el estudio –le dije.
–Tiene sentido para mí: el cuerpo es mío.
Y ahí dije la palabra.
–No querés tener una mogólica adentro, ¿no? –dije–, es eso.
Una brutalidad, lo sé; además de una injusticia porque ella en ningún momento había hablado de abortar: quería saber, recién ahora entiendo que tan solo quería saber, y punto.
–Sos un enfermo –me dijo.
Y yo dije otra cosa, y ella otra, y así una cantinela de esos etc., etc., etc., que a veces decimos las parejas a la hora de discutir, a la hora de lastimarnos.
–No se dice mogólico, estúpido –me había dicho también Luna.
Pero se piensa, se piensa todo el tiempo, pensé y por suerte no lo dije.
Por fin pasamos. La de apellido alemán era realmente alemana: rubia alta, y con un marcado acento nazi. O sea, todo sonaba imperativo y su voz era metálica como salida de un megáfono en campo de concentración genético. Lo primero que nos aclaró fue que el plan de Luna no cubría el estudio. Pero que si nosotros aceptábamos ella podía recomendar un buen lugar por fuera.
–Por favor, es un secreto. No es lo que corresponde –dijo.
La frase, no tan alemana, debió haberme alertado de lo que iba a venir, pero tan solo sorbí el té, el de Luna, el mío lo había bebido en la espera.
La explicación técnica de la genetista fue excesivamente técnica. Listando los problemas que «sí y no» podía develar un examen de orina; y los que «sí y sí» podía develar en el examen de líquido amniótico. Luna no parecía muy convencida y entonces la nieta putativa de Goebbels hizo el comentario exacto.
–Mejor no tentar al cielo –dijo, y le salí al cruce.
–Y si te haces las tetas, tu plan lo cubre –dije yo.
–Señor, esto no es una broma –dijo el megáfono viviente.
–Fuera de broma, lo cubre –insistí, porque, fuera de broma, lo cubría.
–Podrías salir, Gabriel –dijo Luna y me fui.
La esperé media hora. Salió. Fuimos al auto en silencio. En el auto le pregunté qué había decidido y ella fue determinante.
–Lo voy a hacer –dijo, así en singular–, existe solo un diez por ciento de posibilidad de pinchar el feto.
–Se llama Julia –dije.
–Se llama feto –dijo ella.
–Diez por ciento es uno de cada diez, Luna.
–Uno de cada diez.
–Esperemos que falle uno y lo hacemos, ¿te parece?
–Me parece que estás pasándote de la raya, llevame a casa de mi mamá, quiero que ella me acompañe.

Llegó el momento y pude convencerla de que vayamos ella y yo solos, asegurándole que iba a permanecer en silencio. El lugar era una propiedad horizontal vieja y descuidada; prácticamente sin amoblar. Como si las instalaciones mínimas que estaban ahí recién hubiesen sido instaladas. O lo que me pareció más terrorífico aún, como si la gente de ahí estuviera preparada para salir corriendo en cualquier momento.
Salió la alemana acompañada de un hombre de edad indefinida, un aspecto de conductor de televisión antiguo, con guardapolvo blanco, gemelos en los puños de la camisa y Cóleston 2000 en el pelo. Pasamos a una habitación casi vacía: una camilla y un monitor con esas bolitas para hacer ecografías cuatro generaciones de tecnología atrasados. En ningún momento me hablaron a mí, tan solo a ella. Luna se recostó, le pusieron gel y le pasaron la bolita por la panza: algo se movía en su interior. «Algo», así lo pensé. No hija, no feto, no Julia: «Algo». Y entonces vi la aguja, enorme, como para inflar una pelota de futbol. La alemana me miró lacerante y yo salí del cuarto, del pasillo y del PH a la calle y apenas llegué al árbol de enfrente vomité.
Lo que siguió hasta el día de los resultados no tiene ninguna importancia. Tan solo decir que en esos días entendí el origen de ese náusea incontenible. Lejos de haber sido la impresión que me dio la aguja o los nervios que me provocaban los riesgos del pinchazo, el origen de la náusea fue una revelación contundente, implacable. En cuanto vi al médico, aguja en mano, gemelo en puño, tintura en pelo, sonreír antes del pinchazo, entendí claramente que en ese lugar, que en esa misma habitación, esas personas también hacían abortos clandestinos. Jamás le revelé esto a Luna. Jamás lo haría. El estudio salió bien. Julia nació bien y ya tiene más de seis años y crece feliz. Como ese torbellino acuariano que es; con todas las oportunidades de los que tuvimos la suerte de no haber sido pinchados por un conductor de televisión de los años 80.

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