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Tierras blancas

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Clásico argentino. El escritor fue recordado en la inauguración de la Feria del Libro. (Guillermo Loiacono)

Nació en Gualeguay, donde su madre era directora de una escuela en las orillas de la ciudad. En sus rancheríos inundados cada dos por tres y rodeados de blancas tierras estériles, vivían quienes eran sus amigos y, más tarde, la materia prima de su literatura. Pero en el pueblo también había poetas. Nada menos que Juan L. Ortiz, Carlos Mastronardi y Amaro Villanueva. Ellos llenaron su cabeza con las primeras y definitorias simpatías hacia los libros. El primero convenció a los padres de que lo enviaran a estudiar Letras a La Plata.
En la ciudad de los estudiantes, Juan José Manauta conoció a otros jóvenes con aspiraciones literarias –Vicente Barbieri, León Benarós–  y se inició como militante comunista. Luego, con el diploma de profesor, volvió por un tiempo a su pueblo, hasta que se radicó en Buenos Aires. Allí conoció escritores de renombre
–Raúl González Tuñón y José Portogalo, entre ellos– y a otros incipientes como él. Con tantos poetas alrededor, no fue raro que su primer libro, en 1944, fuese un poemario: La mujer en silencio.
Sin embargo, en 1952 dio a conocer una novela: Los aventados. Muchos prosistas han declarado ser poetas frustrados, entre ellos Manauta: «La prosa me abrió un camino que yo estaba dispuesto a transitar, aunque no fuera realmente lo que hubiese querido ser como escritor».
Así y todo, cuatro años después publicó otra novela: Las tierras blancas. Con ella Manauta se anotó entre los nombres
clave de la década. El título significó la irrupción de una novedad generacional esperada y que, al fin, aparecía. Tres años después, Hugo del Carril la llevó al cine. Pero, aún más, Las tierras blancas dio todas las señales de que sería un clásico de la literatura local. Para Abelardo Castillo eso, efectivamente, ocurrió. El autor de Las otras puertas recordó que «en Rayuela, de Cortázar, cuando Oliveira viene a la Argentina, el único escritor por el que pregunta es Manauta».
Estos dos nombres, Manauta y Cortázar, permitían certificar que algo nuevo emergía en los intensos años 50, en los que también empezaban a tallar Enrique Wernicke, David Viñas, Beatriz Guido, Pedro Orgambide y Rodolfo Walsh. Un crítico los llamó «parricidas». Cierto, algo fuerte los separaba de sus mayores en las letras. Pero si de algo resultaban hijos, en realidad, era del mundo de la Guerra Fría y de las dos literaturas de esa bipolaridad: la rusa y la norteamericana. Manauta, más que ninguno. Su vida literaria siguió con otros títulos notables, entre ellos Cuentos para la dueña dolorida y Los degolladores, que también lo posicionaron como un maestro del cuento.
Todavía quedaría mucho más para decir de él. Por ejemplo, que murió el 24 de abril, un día antes de que abriera sus puertas la Feria del Libro de Buenos Aires. Por suerte (porque quien crea que la justicia llega sola, se equivoca), Vicente Battista tuvo el tino de recordar, en sus palabras de inauguración, que Manauta estuvo entre quienes la alumbraron, 39 años atrás. Es otra cosa más que la cultura argentina le debe, en tierras que no quieren ser estériles.

Oche Califa

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