7 de marzo de 2013
El alucinante universo de un autor a quien el reconocimiento le llegó de un modo póstumo y tardío se revela en las páginas de sus dos libros. Una reedición necesaria.
Un escritor logra ubicarse entre los finalistas de un concurso literario con su primera novela. Es el premio más codiciado del país, el que significa, además de una buena cantidad de plata, la consagración. Entonces se presenta a una beca que le permitirá publicar la obra. Sin llegar a enterarse de que la ganó, se suicida arrojándose desde el balcón de su departamento. Más de 10 años después, el vacío que se abre entre aquellos reconocimientos y el trágico final persiste como uno de los enigmas que rodea la figura de Salvador Benesdra (Buenos Aires, 1952-1996).
La reedición de El traductor, el libro con el que estuvo a punto de ganar el premio Planeta en 1995, fue preparada desde su aparición por el progresivo descubrimiento del autor y de una obra considerada entre las mejores novelas de la literatura argentina. La apuesta más arriesgada de Eterna Cadencia, el sello editor, fue publicar al mismo tiempo El camino total, «técnicas no ingenuas de autoayuda para gente en crisis en tiempos de cambio» según el retumbante subtítulo, que Benesdra dejó inédito. Decisión notable en un ámbito como el editorial, donde el riesgo suele importar menos que la búsqueda de ganancias; y además acertada, porque ambos textos fueron escritos en la misma época y los puntos de conexión entre ambos permiten comprender mejor el alucinante universo del autor.
Ricardo Zevi, ex militante trotskista empleado en una editorial que cultiva un perfil progresista, es el protagonista y narrador de El traductor. La acción transcurre entre fines de los 80 y principios de los 90; la época de la caída del Muro de Berlín, la disolución de la Unión Soviética y el comienzo de la globalización. Zevi ha recibido un encargo extraño para la línea de la editorial, la traducción de un texto del ensayista Brockner, «una especie de neonazi repugnante, pero inconcebiblemente lúcido». Pero la empresa comienza a introducir cambios en su política laboral, una «reestructuración» que no es más que un subterfugio para reducir la planta y, en última instancia, producir un vaciamiento. Al mismo tiempo, Zevi conoce a Romina, una adventista salteña con la que mantiene una relación con eje en el sexo, o más bien en los problemas de frigidez de la chica, que literalmente enloquecen al protagonista.
La crítica ácida a las poses progresistas, las disquisiciones sobre la izquierda marxista y en particular la focalización sobre el doble discurso de la editorial, que pretende auspiciar «una nueva izquierda en los tiempos del poscomunismo» mientras aplica políticas neoliberales con sus empleados, representan algunos de los pasajes brillantes de El traductor. Zevi proviene de la militancia autoproclamada de vanguardia, que se propone concientizar a los demás y se queda solo e incomprendido en sus posiciones. El punto de inflexión de la novela es el momento en que viaja en taxi y se entera por la radio de la caída de Mijail Gorbachov: es el fin de un mundo, de su mundo, y lo que queda es «un gigantesco agujero».
Zevi recurría a fantasías, y su pensamiento derivaba ocasionalmente en el delirio, pero entonces sufre un brote: su personalidad se desdobla, es hablado intermitentemente por otra voz, se identifica con un falso mesías y obliga a Romina a prostituirse como un medio para vencer la frigidez, pero también para dar rienda suelta a su voyeurismo. La ciudad de Buenos Aires se convierte en un laberinto donde el personaje se pierde al punto de llegar al Hospital Borda. Pero puede escapar, revisar su experiencia y encontrar la verdadera salida, cuando renuncia a la editorial, negocia una indemnización y se convierte en taxista: es el escape de un mundo en ruinas, que está desplomándose y que amenaza con sepultarlo bajo sus escombros.
El recorrido del personaje puede ser contado también con los términos que Benesdra apunta en El camino total: Zevi va del plano de las fantasías al de la acción, al punto en que puede «enfrentar de manera directa la realidad». Las referencias a Oriente que aparecen en la novela se amplifican en el libro de autoayuda, donde las lecturas de budismo zen se asocian con textos de neurología y biología y también con referencias literarias y artísticas para producir un libro inclasificable.
El camino total puede ser considerado un texto de autoayuda del mismo modo que El traductor es una novela: Benesdra socava las convenciones de cada género para dar forma a textos desmesurados. Su lectura es ideológica, porque desmonta la retórica de la autoayuda y procede contra los trucos habituales que buscan inflar la autoestima y vender filosofías de bolsillo. Pero al mismo tiempo hay unas pretensiones que parecen desmedidas y acaso puedan explicarse como recursos, ciertamente ingenuos, para colocar el libro en el mercado, desde el título hasta la pretensión de que el camino total –un método que Benesdra da por supuesto antes que explicar sistemáticamente– es una superación del zen. El suicidio se filtra constantemente en sus reflexiones, como imagen de lo opuesto a la experiencia que se propone; y a la vez es imposible dejar de referirlo en el doble sentido de expresiones reiteradas como «la búsqueda del vacío». Benesdra pone a prueba los límites de la literatura.
—Osvaldo Aguirre