Con su belleza y su aire melancólico, se convirtió en la musa de varios directores identificados con el cine independiente. Protagonista de tres películas que llegan a la cartelera este año, la actriz cuenta que busca la forma de renovarse con cada trabajo.
16 de mayo de 2016
Estreno. Salas es una de las protagonistas de Lulú, la nueva película de Luis Ortega. (Prensa)
Este año, si todo sale bien, va a tener tres películas en cartel: Algunas chicas, de Santiago Palavecino, que formó parte de la competencia internacional del bafici un par de años atrás; Lulú, de Luis Ortega, que compitió en la sección argentina de ese mismo festival el año pasado, y pasó con éxito por el de Roma; y La helada negra, de Maximiliano Schonfeld, que ya la llevó a Berlín y acaba de ser estrenada en el festival porteño de cine independiente.
El perfil de Ailín Salas parece ser ese: producciones de presupuestos modestos, pero con una importante proyección en circuitos alternativos al de los estrenos comerciales. Entre los directores del indie nacional, Salas se ha convertido en una suerte de musa, en parte por su belleza natural –su pelo oscuro y enrulado, sus ojos grandes e hipnóticos– pero también por cierta cualidad misteriosa, un halo inquietante, por momentos hasta fantasmagórico, que emana de sus personajes.
«Es cierto que hay algo en común en mis trabajos. Yo trabajo desde mí misma, y hay cosas que se pueden repetir en algunos de mis personajes, aunque las películas y sus directores sean bien distintos», admite en entrevista con Acción. «Estoy buscando la forma de renovarme. Ya pasó mucho tiempo desde que empecé, y aunque soy joven, creo que hay algo que comenzó a agotarse, me tengo que regenerar. Pero es cierto que siempre doy un aire melancólico, eso es lo que yo proyecto y creo que es la razón por la que me llaman».
Salas era pareja de Luis Ortega cuando este concibió Lulú, su sexta película, a la que también puede llamarse Lu-Lu, por sus dos protagonistas: Ludmila y Lucas (Nahuel Pérez Biscayart). Es una historia de amor disparatado, de personajes libres y un poco a la deriva, cuyo magnetismo proviene en buena medida de esas características –en parte físicas, hasta un punto inasibles– que es posible identificar como una cuerda común a los distintos personajes que lleva compuestos la actriz en casi 10 años de carrera.
Hija de una brasileña (de Aracajú, nordeste de Brasil) y un argentino, a los 10 años empezó a participar en castings para publicidades, y filmó su primera película a los 13 con Lucía Puenzo: XXY. Desde entonces filmó, entre otras, El niño pez (la siguiente de Puenzo), La sangre brota (Pablo Fendrik), Abrir puertas y ventanas (que la mostró dueña de una sensualidad poderosa, pero de algún modo inconciente), Dromómanos (Ortega) y, más cerca en el tiempo, Mariposa (Marco Berger) y la sensible y melancólica La vida de alguien (Ezequiel Acuña). A estos últimos años también corresponde uno de sus trabajos más exitosos, en términos de masividad, como Clara, una de las pacientes de En terapia: una chica inestable, de tendencias suicidas.
«Creo que soy así», dice Salas, volviendo sobre la cuestión de ese rayo de enigma y encantamiento que cruza a sus personajes. «Evoluciono como actriz y, a la vez, cambio como persona. Tiene que ver también con mi timidez: a los 14, cuando llevaba 3 años estudiando en la escuela de Hugo Midón, me fui porque empezaba la etapa de coreografía y baile, y yo era tímida. Siempre lo fui, la gente me dice que es raro que sea tímida y a la vez sea actriz», confiesa, pero reconoce que puede que ese sea justamente el secreto. «Pude convivir con las dos cosas, y en el momento de actuar me permito cosas que no me permito en la vida. Sigue sin gustarme mucho dar entrevistas, no me gusta la exposición desde mí, pero sí me interesa en otro contexto, en un rodaje, en la ficción, contenida: ahí me lanzo, soy mucho más arriesgada».
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