Cultura | GUILLERMO FRANCELLA

Un villano que se hace querer

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Julián Gorodischer

Del ciclo Poné a Francella a la serie El encargado, el actor le imprimió un sello personal al humor televisivo. La comedia con toques ácidos y la complicidad con el público.

Máscara. Frente al espejo del ascensor, Eliseo (Francella) ensaya muecas que van de la ira a la sorpresa.

En Cuñados ya se asomaba la dupla que en El encargado se haría historia: Eliseo Basurto (Guillermo Francella) y Matías Zambrano (Gabriel Goity), al que se extraña en esta primera tanda de capítulos de la tercera temporada que ya se pueden ver en Disney Star+, porque al encargado en cuestión le hace falta un antagonista de su misma categoría, un antihéroe que se robe, como lo hizo Goity el año pasado, el coprotagonismo de la serie que se grabó en un edificio real del barrio de Belgrano.

Desde hace décadas, indagando en el hondo paisaje de pulsiones, hoy indecibles, como la de los Cuñados de principios de siglo, rondando de la mano del round histórico Francella-Goity, el flirt con la hermana de su mujer, el amorío con el «carocito joven». Como con «la nena» de Poné a Francella (2001): Arturo era un Francella puro, en dupla con la excepcional Mariana Briski, para un seleccionado de la comedia auténtica, que también integraron Florencia Peña y el propio Goity. En aquel rol bordeaba –en un mundo distinto que parece irreal– la seducción con una menor de edad (Juli, la Prandi), en otro de esos coqueteos del macho porteño con una moral «corrompida» por pasiones exaltadas a fuerza de guiño cómplice, como solo lo había conseguido, dos décadas antes, el «Negro» Alberto Olmedo en No toca botón.

El diminutivo (el «agüita», el «nuevita») chorreaban entonces una especie de baba seminal que siempre se abuenó y legalizó en «Guille», el amigote, el tarambana, el pasado de rosca de la gestualidad histriónica que, con «si es una nena», quedó inscripto en una genealogía que antes tuvo al Manochanta y al capocómico de la revista porteña, para componer el linaje de un machismo hilarante que selló una obsoleta relación con la mujer objetualizada, luego en otras tribus que van de Tinelli a Café Fashion.

Solo las trayectorias notables permiten quiebres y vuelcos a la altura de sus hitos en TV y cine: hace dos décadas aproximadas, Francella se puso en las manos de «autores» y le cambió el signo a una carrera que, durante su primera mitad, descolló en un humor físico y de trazo grueso, de Bañeros en el cine a Poné a Francella en la TV, en una línea de libidos mal canalizadas, atracción por múltiples mujeres, engaños intra-familiares y doble sentido a cámara, sin el cual no hubo estrella del humor que aguantase en este país.

De un lado, desde el fundacional De carne somos del 88, eso que ahí llamaba «el desahogo»: las bajas pulsiones confesadas a un deus ex machina que en ese caso era el retrato del padre fallecido en la pared y, en El encargado, hoy es la «Beba» (Pochi Ducasse), su confidente devenida fantasma, o su propia imagen reflejada en el espejo del ascensor, virando de la ira al pucherito, y de ahí a una carcajada sin sonido estimulada por el mero ejercicio de la máscara facial.

Y, del otro, el comediante del barrio y la hinchada de «la Academia», ahí en De carne somos con Adrián Suar y Pablito Codevila sentados a la misma mesa del clan, en una prehistoria del Canal 13, reivindicando al «actor del pueblo», cultor de la familia congregada ante una mesa de asado o la pasta de domingo, ideal para que germine ese ídolo cuya presencia trasciende los roles que interpreta con su aura.

Lavado de imagen
Casados con hijos, en 2005, fue la síntesis e integración de sus dos mundos: la moral quebrantada y la familia tipo unidas en ese universo semántico que reivindica lo oscuro y el conflicto en el espacio familiar que las ficciones como De carne somos asociaban a una imagen cohesionada. En Casados con hijos volvieron sus tópicos: el yugo conyugal y el sufrido devenir del secreto que solo se ventila ante su amigo imaginario, el porteño promedio que lo encumbró.

Contrastado en un sinfín de espejos oblicuos, Eliseo es –a las órdenes de la dupla Cohn-Duprat, ya consagrada globalmente– el testimonio de una marca autoral que hace de la provocación y el «patear el tablero» de los géneros una constante. El encargado 1 y 2 lo volvieron ya un legendario rey de la comedia ácida enfrascado en un mapa de mil argucias para sobrevivir en la jungla de un consorcio de departamentos, siempre con esa habilidad de la dupla para cruzar el costumbrismo y la actualidad con una imaginación desbordada y un tono en sordina. Y a la par le dieron una frondosa personalidad al personaje, con su complejo y tortuoso ser en la simulación y la malevolencia: Cohn y Duprat llevan al extremo de sus posibilidades al recurso del monólogo desdoblado, el ser escindido en un doble plano de actuación.

La tercera temporada de la ficción parece responderle directamente al Sindicato de los encargados de edificios, que la tuvo en su mira. Le cambia la escala a su protagonista que, en esta ocasión, se imagina transversal a otros edificios, coordinando un sistema de tercerizados que elimina la organización gremial. Justo en este tiempo de zozobra y desmovilización, el diseño de un sistema de la usura, a cargo de Eliseo, lo acentúa como villano declarado, unánimemente odiante. Esta vez el foco del ejercicio del daño se desplaza de los consorcistas a sus colegas, que irán siendo removidos o cooptados por su flamante agencia de contrataciones.

Por suerte, también está el actor-mago, para rehacerse de un momento a otro ante este maníaco personaje, para manifestarse sufriente en el contexto de placer (como en su viaje a Río de Janeiro, a una convención de encargados), tragicómico y hasta –como en todas las criaturas del Francella auténtico– volverse querible cuando deja ver flaquezas, en este caso su sexualidad y, sobre todo, una soledad abismal.

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