19 de junio de 2024
Hasta sus últimos minutos en el reality, la participante impuso condiciones con un histrionismo y una agresividad a tono con el clima de época reinante.
Intimidante. La despedida de Furia estuvo a la altura de su paso por La Casa.
Foto: Captura
Y una noche las peleas de Furia en la Casa llegaron a su fin. Esos estallidos repentinos, nunca progresivos y siempre feroces, se terminaron con su reciente eliminación de Gran Hermano 2024. No bastó con el apoyo de su propio fandom, que es la multitud física de antaño devenida en un ente digital. «A ustedes no los saludo, cacatúas, asquerosos. Porque me trataron como una reina a último momento, pero son la misma mierda que siempre», le dijo a Martín Ku, su rival en la última votación y a los otros competidores que presenciaban su partida. Así se despidió el personaje más disruptivo que haya producido el género reality desde su surgimiento.
¿Qué hizo de Furia –inscripta como Juliana Scaglione– esa bestia histriónica? Gran proveedora de centelleos, exhibicionista, fue la participante más desinhibida a la hora de dar el consentimiento e intimar con el autodefinido «Tincho» (Mauro); y rápidamente lo feminizó unos días después del primer coito, al susurro con su banda de «Ahí va mi puta», lo que generó una inocua escena de reproche de parte de él.
Contra las teorías que se replican sobre su encarnación de un modelo de mujer guerrera forjada en las barricadas de las plazas feministas; y contra su ligazón a una amazona contemporánea que representa a un colectivo social exterior a la Casa –y pese a haber proclamado «Soy mujer» en un sinfín de duelos con sus compañeres– Furia reivindicaba los valores del macho de estilo de Alfa, participante de la edición pasada, a quien nombró su mentor honorífico.
La «pelada» –como la bautizó la tribuna contraria– decía de sí misma que tenía «huevos»: cultivaba el avasallante tono patoteril del grupo de varones rústicos, de ámbito carcelario o del tabón; y le hablaba a su soberano personalísimo, ese fandom que ella misma alumbró con sus dichos: «Vamos gente, gracias, la puta madre». Más sacada, imposible.
Anfiteatro televisado
Su grito apuntaba a un único objetivo: tapar, intimidar a los otros participantes, que asistían en silencio a sus explosiones. La expolicía Agostina se escapó de ahí adentro, llorando, en forma intempestiva, bajo «amenaza de muerte», según declaró. El tono alto de Furia calza fácil a la metáfora del presente social y político, como si hubiera sido buscado premeditadamente por un castinero avezado en representaciones. ¿O será efectivamente eso lo que está sucediendo y estamos ante un síntoma espontáneo de época: un concentrado de sentido que representa un imaginario colectivo, un estado de las cosas?
«Yo me quedé en pija mal», recordaba, emocionada, cuando en la intimidad con algún elegido reponía su triste pasado, la condición que fundamenta al líder negativo: la razón, su porqué, su vulnerabilidad originaria. «Siempre seguí entrenando. Comía arroz y huevo. Y competía igual. No tenía para comer. Por eso cuando la vieja de mierda esta se queja, no me gusta», decía la atleta de crossfit por Isabel, hoy «la Queen», durante los primeros días del encierro.
Queda exculpada –y aclamada– en la sinceridad: ese calculado estar en «esencia de verdad», aunque esta sea actuada o guionada, como algunos sospechan. No ser hipócrita; no pertenecer a ningún grupo; cortarse solo; avasallar con el volumen de la voz y la proximidad corporal. Un gesto antes que palabras; un ícono que ya se hizo reconocible en su cabeza rapada, su gestualidad intensa, su tonalidad blanquecina, antes que un símbolo o un texto.
Señalada como bruja blanca (de carácter maléfico, la que dejó a Narnia en un largo invierno) por sus detractores, Furia demostró una capacidad sorprendente para manejar el valor más preciado de la tevé: el timing. Se la ha visto en escenas corridas, en secuencias completas, prácticamente sin edición, desplazarse cambiando de interlocutor (del «fandom» al «Big»), y de la hermana a algún exparticipante cuyo amorío le duró poco, en monólogos gancheros a fuerza de violencia y amenazas. Siempre presentó la inalterable afirmación escénica, cual actriz experimentada, y el poder de penetrar la cámara con la mirada clara, y una agresividad inherente a cada músculo en tensión y cada inflexión forzada de la voz.
Su foro era la Casa, por la que iba y venía gesticulando, como en un gran anfiteatro televisado del cual era dueña y señora, y se lo hacía notar a sus compañeros con un argumento calcado una y otra vez: «Soy la protagonista. Me tenés envidia». «Oh, mother fucker. ¡Holaaa!», fue lo primero que dijo cuando entró al estudio hogareño.
«Soy mucho para esta Casa». De ahí en más no paró de representar su papel: ahí estaba el signo de su dominación, en su capacidad de sostener la actuación atrayendo la cámara con una composición crispada con banda sonora de rap-soul. Aro en la nariz cual mohicano, manchas azules sobre el pelo platinado y «a pelear el día a día».
Furia es lo raro, lo nuevo: que un personaje semejante entre y se masifique, que se salga de los moldes del «outsider» o el «mediático» de turno –esos perfiles degradados de la tevé vetusta– significa para ella eludir las maneras antiguas de la disfuncionalidad. Exaltada, opositiva, capaz de ganarse el repudio del 100% de los expulsados, Furia dislocó –como la política– los criterios binarios del siglo XX, hoy que nada está demasiado mal y se acabaron las dicotomías de una moral previa, que al menos en este formato ya no regula el deber ser, ni lo que está bien, ni lo que no.