Cultura

Versos cantados

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Desde su origen, la canción popular se ha nutrido de la poesía en busca de una síntesis entre las disciplinas. Tres autores analizan los secretos de una relación tensa pero fructífera. Los casos emblemáticos de Serrat y Machado, García Lorca y Cohen.

 

Ilustración: Pablo Blasberg

A  principios de este año, casi secretamente, salió un disco editado por Acqua Records enteramente dedicado a Raúl González Tuñón. Compuesto con poemas recitados por Tom Lupo poco antes de su accidente y por una serie de canciones hechas sobre la poesía de Tuñón interpretadas por el Cuarteto Cedrón, Lidia Borda, Alejandro del Prado y Palo Pandolfo, como «Salud a la cofradía», «La pieza donde velaron a Eloísa», «Eche veinte centavos en la ranura», «La calle del agujero en la media». El álbum volvió a poner en el tapete la relación entre la poesía y la música popular: es un vínculo tenso, pero riquísimo. Hay una anécdota famosa alrededor del poeta francés Stéphane Mallarmé que sirve para apuntar a la médula del asunto. Cierta vez un hombre le pidió permiso a Mallarmé para ponerle música a uno de sus poemas. Secamente, Mallarmé le respondió: «No, gracias. Ya tiene música».
La poesía está concebida como una pieza autosuficiente, con sus propios ritmos internos. Se la puede musicalizar, feliz o infelizmente, pero siempre será diferente a una letra que solamente tiene sentido en función de una melodía. La canción ofrece otro tipo de complejidades y misterios, en las cuales también talla el intérprete, y una de las características que tiene que tener es el de la fluidez. El de la poesía musicalizada, en cambio, es un camino de ripio. Aun en los ejemplos más famosos, como los de Antonio Machado y Joan Manuel Serrat, Raúl González Tuñón y el Tata Cedrón, Federico García Lorca y Leonard Cohen, para citar solo algunos, se perciben las curvas y contracurvas del compositor para respetar el poema original y acercarlo a la idea de una presentación, un estribillo-puente y un desenlace, típicos de la canción ortodoxa.
Los buenos poetas populares aman la canción; los buenos letristas aman la poesía. Algunos, como Homero Manzi, Manuel Castilla y Luis Alberto Spinetta, diferencian claramente letras de poemas. En la década del 40 se encontraron Enrique Santos Discépolo y Tuñón y mantuvieron un diálogo en el cual quedaron expuestos algunos de los juegos de legitimaciones y otros presupuestos de esta relación. Discepolín le dijo: «Ah, Raúl, ¡quien fuera poeta como usted!». Y Tuñón le respondió: «Discépolo, ¡quien pudiera ser cantado por el pueblo todo!». Palabras como masividad, popularidad y prestigio parecen colisionar en esta trama. Tres poetas argentinos convocados por Acción se hunden en este mar de perlas: Jorge Boccanera, Raimundo Rosales y Jorge Aulicino.
Hijo de un cantor de tango, Boccanera ama la música. Ha editado libros de poemas, de perfiles periodísticos y, fruto de una vida errante –vivió en México y en Costa Rica–, profundizó en el bolero, en la ranchera, en el calipso y en otros ritmos además del tango y de la música argentina de raíz. Fue musicalizado por Alejandro del Prado y por Raúl Carnota, entre otros. Y su «¿Será posible el sur?» fue grabado por Mercedes Sosa. «Creo que la principal diferencia entre una letra y una poesía es que en una buena letra de canción hay oído y en la poesía lo que hay es un ritmo más cerca de la respiración. Se dirá que esta frontera es sutil, neblinosa, pero el tránsito de la letra, sin menosprecio de sus imágenes poéticas, va más por la correntada del coloquio, las inflexiones de énfasis o sosiego, las repeticiones que amplían determinado tema. La poesía, creo yo, tiene otra onda expansiva», dice.
–¿Cómo es tu formación?
–Me formé con lo que leía de muy chico en mi casa, las revistas Cantaclaro y El alma que canta, que compraba mi viejo. Si hay quienes ven en la frecuentación de esos géneros populares –me refiero a esos cancioneros y a las revistas de historietas que leí de chico–, una expresión chabacana, de arte menor, vulgar, yo encontré allí las líneas de mi formación. Porque junto a mis primeras lecturas –Bécquer, Whitman, Darío, García Lorca y Neruda–, estaban Verne, Salgari, Oesterheld, y por supuesto, Cadícamo, Discépolo, Celedonio, Manzi, Contursi, Le Pera, y otros que tuve la suerte de conocer personalmente, como Cátulo Castillo, Homero Expósito, Juan Carlos Lamadrid y Héctor Negro.
Raimundo Rosales tiene numerosos libros de poemas editados y es uno de los más prolíficos letristas del tango actual. Sus temas, musicalizados por Raúl Garello entre otros muchos compositores, circulan en la proteica escena tanguística. La cuestión lo desvela. Da, incluso, un taller de letrística. Y se pregunta: «¿Por qué algunas ideas necesitan de un poema y no de una canción para salir a la luz, y por qué se desarrollan con construcciones sintácticas y metafóricas específicas? ¿Por qué hay vocabularios que utilizamos naturalmente en un poema y no en una canción, o al revés? Muchas veces pareciera que la idea trae consigo el formato debajo el brazo, a la manera de un pan que habremos de consumir inexorablemente. Y no nos atrevemos a contradecir esa pulsión, sino que nos dejamos llevar de la mano por ese misterioso camino que viene prefigurado en su génesis».
Jorge Aulicino, que hace unos meses recibió el Premio Nacional de Poesía, lo piensa de una manera más unificadora: «Digamos que la letra debe ajustarse a la música, es de metro corto, casi siempre. Eso no impide que la letra sea un poema, pero lo limita un poco. En esa forma necesariamente rítmica se puede poner mucho. Para mí Le Pera, por ejemplo, es buen poeta. Lo que definiría a la poesía es mayor profundidad de lo que llamamos significado, digamos que un poema es complejo en general si se trata de poesía moderna: es preferible leerlo sobre papel».
–Cuáles son los casos más logrados y los más desafortunados, al juicio de cada uno, de poesías musicalizadas?
Boccanera: Los primeros que se me vienen a la cabeza son Amancio Prada sobre textos de Lorca; Serrat con poemas de Machado; el tema «Me peina el viento los cabellos», que compuso Horacio Guarany con un poema de Neruda; González Tuñón musicalizado por Alejandro del Prado. Los desafortunados también son muchos, no es fácil que un poeta encuentre su media mandolina.
Aulicino: La gran pegada fue la de Serrat con Machado. Ya es imposible leer esos poemas olvidando la música de Serrat. Lo peor que yo había escuchado era la musicalización de poemas de César Vallejo por Paco Ibañez, pero luego encontré otras musicalizaciones de Vallejo… ¡no se puede! Vallejo no se deja musicalizar.
Rosales: Sí, lo que hizo Serrat con Machado y Hernández. Pero también tiene un disco dedicado al poeta catalán Joan Salvat Papasseit, de fines de los 70, que es maravilloso. No me pareció tan feliz el resultado de lo que hizo con Mario Benedetti (quien a diferencia de los anteriores participó en el disco), cuyos resultados fueron más impersonales, y tampoco su reciente revisita a Miguel Hernández. Siempre me gustó cómo Alejandro Del Prado abordaba a los poetas: en sus músicas sobre poemas de Tuñón, Ardizzone o Boccanera está siempre el espíritu de Del Prado aportando su estética y, a la vez, conviviendo con el alma de esos poetas. Ese es el gran desafío.
El gran desafío. Sacar a la poesía de la letra escrita y empujarla al viento en forma de canción, como querían otros dos apellidos ilustres en esta encrucijada: Dylan y Yupanqui. En esta trama se puede vislumbrar, como diría Miguel Abuelo, «la psiquis y el latido de un pueblo». La tarea no tiene fin: en este mismo instante un poema pugna por transformarse en canto.

Mariano del Mazo

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