22 de abril de 2025
El Loco reinventó el puesto con su audacia y estilo despojado y conquistó a futboleros de todas las tribus. De Atlanta a Boca, el club que lo proyectó a la gran escena internacional.

Look. La vincha, un clásico en la carrera del jugador nacido en el pueblo bonaerense de Carlos Tejedor.
Foto: Archivo Acción
El Loco Gatti amaba al sol: quizás por eso se hizo experto en brillar. Y, tanto como el sol, lo encandilaba el atrevimiento: puede que así se explique que soltara frases –a veces de una originalidad hecha de chispas, otras veces emitidas con la fuerza de la provocación– que solían cargar una percepción que solo flotaba en una cabeza como la suya. Pero, sobre todo, tenía devoción por la geometría. No hay constancia de que haya rendido uno solo de los exámenes que pueblan las aulas ni de que confesara predilección por ese campo científico. Sin embargo, quién sabe si abastecido por el sol o por el atrevimiento, entró en la historia del más popular de los juegos humanos porque, alumbrando los secretos de los espacios y las distancias o de las rectas y los recorridos, reinventó el más singular de los puestos de ese juego y ejerció de arquero como nadie antes y como muchísimos intentaron después. Miles y miles de pibitos que fantasearon con ser Gatti en las mejores tardes de su existencia y otros miles y más miles que lo quisieron como se quiere a quienes se mudan al corazón respiraron felices gracias a ese flaco de melenas y vinchas que exhibió en las espaldas el 1 convencido de que ese número lo retrataba. Un tipo que fue capaz de todo eso cuidando tres postes y amarrando una pelota es y será un crack.
Antes de volverse único, Gatti, Hugo Orlando, creció como uno entre los millones que se soñaban futbolistas. El suelo rural de Carlos Tejedor, su cuna bonaerense en el agosto de 1944, albergó los ensayos que le permitieron cristalizar tempranísimo ese sueño. Antes de los 18, se plantó en el arco de Atlanta, donde coqueteó con el asombro hasta conquistarlo todo entero. Todavía lucía mechas breves y rostro de recién criado, pero ya se percibía que ocupaba las vecindades de su hábitat con una manera bastante más que novedosa, desafiando naturalizaciones, animándose a pararse lejos de la línea de gol y evidenciando unos recursos con los pies que le competían a la firmeza de sus manos. Nadie conoce bien cómo concluyen los duelos entre una persona y lo establecido, pero sí resulta frecuente que a aquel que exhiba esa audacia enseguida lo llaman «Loco». Nunca abandonó ni esos duelos ni ese seudónimo. Rápido migró a River, el reino de Amadeo Carrizo, tan talentoso que emergía imbatible cuando atajaba ortodoxo o cuando transgredía. Pero Gatti redobló su apuesta y, en un escenario hacia el que miraba un país, reafirmó que los grandes de su oficio no necesitaban volar como superhéroes para que no los vencieran sino anticiparse a los hechos, dominar las lógicas y llegar antes a los rincones a los que apuntaban las esperanzas de los rivales. En algunas ocasiones, esa capacidad deslumbrante para resolver problemas desde la inteligencia le implicó recibir goles feos y cuestionamientos extendidos. Como ocurre con los convencidos, radicalizó su sello de jugador que iba al arco aunque eso le costara despedirse de River.

1985. El guardameta fue entrevistado por Acción. La nota llevó como título «Gatti: la picardía de un muchacho de campo».
Foto: Archivo Acción
Un rupturista
En 1969, desembarcó en Gimnasia y se armó un paraíso. Le pateaban a los ángulos imposibles y él se erguía muy calmo como si llevara una vida aguardando que la redonda viajara hasta ahí. Y, como si le faltaran particularidades, al estilo le sumó marketing. Los libros argentinos de publicidad no saltean el hallazgo de la ginebra Bols que lo fantaseó metiendo un gol. Pícaro, rupturista a su manera, aprovechó la potencia de la industria editorial para ensanchar su figura. Como si el fútbol le entregara al universo de un quinto Beatle, tan atractivo como John, Paul, George y Ringo, pero enguantado y con aroma a césped. «En el puesto de los bobos soy el más vivo», proclamó tan al filo que, a pesar de que la impiedad del tiempo amague con borrar casi todo lo que suena, estampó esa sentencia rumbo a cualquier futuro. Pero ni de casualidad se quedó solo en la estridencia: cada domingo rindió más. Juan Carlos Lorenzo, que no trabajaba de entrenador desde la ingenuidad, lo advirtió y lo incorporó a Unión de Santa Fe en 1975. Como si, revirtiendo roles, fuera el sol el que empezó a amarlo, continuó brillando.
Entre Dioses
Una temporada más adelante, se abrió su edad deportiva más famosa: Boca. O más que Boca: Boca bicampeón local, Boca campeón de América (con un penal que tapó sin necesidad de disponer de su rodilla a plano), Boca campeón del mundo. Boca, que se afincaba en ese original ahogador de gritos ajenos, alguien que se desplazaba en diagonal hacia donde aceleraban los delanteros amenazantes y los desencantaba haciéndoles «la de Dios», con los brazos en cruz y el pecho dispuesto a parar el mundo, un arquero que, de golpe, zapateaba hasta destruir las hojas de los manuales y, en lugar de ser gambeteado, avanzaba sin fronteras tornándose en gambeteador o en lanzador exacto de pelotazos que arrancaban ataques y contraataques. Para entonces, en las entrevistas le preguntaban cuál había sido el elogio mayor de su carrera. Contestaba que un adversario había tratado de superarlo con un tiro perfecto y que, cuando la pelota de ese tiró perfecto bordeó un palo, él ya andaba allí y la atrapó con comodidad: ese adversario era Pelé, quien se le aproximó y le susurró: «Bom, Gatti, Bom».
Una lesión lo fue alejando de la selección comandada por el Flaco Menotti, en la que terminó instalado el Pato Fillol, otro fenómeno, pero de características muy diferentes. En la percepción popular, esa circunstancia no redujo nada. Gatti persistió en enseñarle al planeta que los triángulos pueden ser cuadrados, que hay belleza si se lee al revés y que sobrevendría un porvenir en el que sus colegas deberían proseguir evitando goles, pero se les requeriría más que eso. Dejó la Bombonera en 1988, sin retirarse y sin perder ni un gramo de las toneladas de fascinación que generó en una multitud que aprendió a pronunciar su nombre de pie y con ovaciones.
Esa multitud ahora tiembla una lágrima rota en cada víscera porque Gatti se murió a los 80. Los arcos le dicen adiós aplaudiéndole su geometría hermosa mientras el sol de la memoria del fútbol lo ilumina para siempre.