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El fútbol rimbombante

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Ariel Scher

En un hecho que evoca a la década del 60, Boca y River construyen un polo de poder con la adquisición de figuras globales. Claves económicas y deportivas de un fenómeno que podría profundizarse.

Ander Herrera. El español, nuevo refuerzo Xeneize, en una visita a La Bombonera años atrás.

Foto: NA

Juan Román Riquelme no es Alberto J. Armando, pero un viejo hincha de Boca, uno de esos que aguarda la primera fecha como una cita igual a ninguna, dice que en algo, ahora, se le parece. Jorge Brito no es Antonio Liberti, pero una erudita socia de River, una de esas que palpita por la primera fecha como si tuviera dos corazones, asegura que en algo, ahora, se le parece. El hincha de Boca y la socia de River no se conocen. Sin embargo, acaso también se parecen. Perciben fácil esas comparaciones: en el nacimiento de la década del sesenta, Boca y River (o sea Armando y Liberti, presidentes en esa época, nombres de estadios en el presente) pretendieron construir un polo de poder y de atracción llamado por la prensa «fútbol espectáculo», consistente en traer muchos futbolistas rimbombantes desde afuera con inversiones que resultaban difíciles para otros clubes; en este tiempo, Boca y River despliegan una conducta semejante y traen y traen y traen futbolistas de renombre por mucha plata.

Lluvia de estrellas
Alguien que objete dirá que, en aquella edad, el asombro lo suscitaba la cantidad de extranjeros. El 6 de agosto de 1961, hubo un Superclásico, acabado 2 a 2, con diez foráneos entre los equipos iniciales y los cuatro goles los marcaron muchachos nacidos fuera del país. En estos días, en cambio, la mayoría de los refuerzos estridentes es nacional, aun con el vasco Ander Herrera o los chilenos Gonzalo Tapia y Carlos Palacios como impactos. Eso es cierto. Tan cierto como que, hace un poco más de seis decenios, las estrellas argentinas del fútbol desarrollaban casi el total de sus carreras en suelo patrio, el negocio del fútbol transcurría mucho menos vigoroso y muchísimo menos transnacionalizado, no existía la Ley Bosman (que abrió las fronteras europeas casi sin límites) y las megacorporaciones del capitalismo mandante poseían otro lazo con las canchas. Entonces, en este arranque de sorpresas de 2025, no hay tormenta de extranjeros como maniobra mayor del marketing, pero sí llueven argentinos (Gonzalo Montiel, Sebastián Driussi, Rodrigo Battaglia, Alan Velasco, Agustín Marchesín, y la lista podría continuar) que migraron pibitos y retornan más adultos y más curtidos. Habita allí una lógica: los torneos locales hace rato que son transpirados por veteranos que ya cerraron, o casi, sus trayectorias internacionales, y por juveniles que sueñan con irse rápido, con ausencia notoria de los mejores de la generación intermedia y en plenitud. La movida actual recupera a nombres potentes de esa generación ausente y supera el papel marketinero y competitivo de los fulgurantes españoles o brasileños que desembarcaban por el «fútbol espectáculo».

Brotan proximidades y diferencias deportivas entre los viejos sesenta y la flamante mitad de la tercera década del siglo XXI. En los días desvelados de Liberti y de Armando, el fútbol nacional distanciaba públicos a causa del bajón del Mundial de Suecia en 1958 (la selección partió goleada en primera rueda) y del declive de la economía de los sectores populares. Además, los dos supergrandes no convergían con las políticas de la AFA y añoraban retornar a la cumbre (River había sido campeón en 1957 y Boca lo fue en 1954). Hoy, uno y otro arrastran un frustrante 2024, les amanece por delante –como oportunidad económica y como desafío deportivo– el remodelado y ostentoso Mundial de Clubes en los Estados Unidos entre junio y julio, intervienen en un infrecuente campeonato de 30 entidades y, a diferencia de aquella etapa, forman parte de un fútbol argentino campeón mundial, cuyo capital simbólico es enorme y tentador –lo dijo, más elocuente que nadie, Ander Herrera al aterrizar–, más allá de que esas 30 entidades de Primera y otras cuestiones no transparenten un estado de salud próspero.

El fútbol no fotocopia a la vida, pero las condiciones de la vida suelen definir partes del fútbol. Si, desde hace unas cuantas temporadas, las incipientes figuras de los clubes se marchan casi antes de empezar a brillar, es por lo que significan los ingresos en dólares tanto para esos clubes como para esas figuras. Aun sin que la estructura económica de los clubes haya variado sustancialmente, dirigentes de Boca y de River e intermediarios dedicados a negociar los cambios de camiseta de los futbolistas coinciden durante enero en que el dólar «planchado» que propicia el Gobierno de Javier Milei contribuye a solventar contratos altos en la moneda estadounidense. No lo admiten ni como un elogio ni como una crítica a las determinaciones oficiales, sino que blanquean un estado de situación que concede nuevas posibilidades y quizás nuevos líos. El economista Hernán Letcher, director del Centro de Economía Política Argentina (CEPA), lo advierte: «El peso está superapreciado. Así como ir a Brasil es más económico que tomarte vacaciones acá, los pesos de los clubes pueden pagarle el sueldo a alguien que cobra en dólares en otra parte. Pero hay una discusión, claro, sobre el nivel de sostenibilidad de esta apreciación, con lo cual la firma de un contrato en dólares de, por ejemplo, tres años, se puede volver un problema». Memoria: en los noventa, con otro panorama de los negocios del fútbol en el mundo, pero con el mismo paisaje argentino del dólar políticamente adormecido, algunas tesorerías atravesaron instancias sufrientes (aunque con bastante disimulo ante la sociedad) cuando ese adormecimiento concluyó.

Más allá de ese antecedente bravo, el horizonte financiero –ese dólar contenido– obrará como una de las causas para que, en las semanas próximas, más jugadores no argentinos o argentinos de regreso persistan en integrarse a más clubes de este rincón del universo. Serán menos famosos y, en general, menos caros que los de Boca y River. El fenómeno se expandirá, por caso, en equipos del fútbol femenino (ya se nota en Newell’s, Central, Talleres de Córdoba, Banfield), algunos de cuyos responsables comentan que se les vuelve más barato reclutar jugadoras de afuera que de aquí por la valuación del peso. 

Regreso millonario. Gonzalo Montiel causó una revolución con su vuelta al club de Núñez.

Foto: NA

Detalles y enigmas
Desde Boca y desde River, se aduce que hace rato que trabajan con contratos dolarizados y que no sobrevendrán angustias. También, que los ingresos por el Mundial de Clubes (unos 50 millones de euros solo por intervenir), por las copas internacionales (más en River, que arribó a semifinales en la última Libertadores) y por la venta de figuras (en Boca, por las salidas de Cristian Medina, Aaron Anselmino, Ezequiel Fernández, Valentín Barco, Luca Langoni, entre otros, lo que significó para las arcas del club el ingreso de más de 72 millones de dólares según acaba de publicar el diario La Nación) estimulan, por un lado, a operar fuerte y sin temores en otras monedas y testimonian, por el otro, que el show del fútbol pone en circulación cada vez más plata, ni hablar desde la irrupción de capitales árabes. Y que esa plata, al compás del planeta, tiende a concentrarse en las «marcas» más poderosas.

Un detalle: las dirigencias de River y de Boca no dan demasiadas precisiones públicas sobre las razones político-económicas de lo que hacen. Otro detalle: ni el periodismo ni las masas societarias les preguntan por el tema con especial inquietud. Uno más otro, quizás la suma de los dos detalles retrate una realidad nada menor que excede a Boca y a River y remita a cómo está funcionando la relación social y política con el fútbol.

En 1961, el año del Superclásico de los diez extranjeros, salió campeón Racing. Y en el anterior, Independiente. Eso no anticipa que la aventura de romper la alcancía (ahora la palabra es «mercado») conduzca a la decepción a este Boca y a este River, quizás herederos o quizás no del «fútbol espectáculo» de Armando y Liberti. Pero tampoco nada garantiza que el desenlace será de felicidades. Ahí reside una magia que, hasta acá, se exhibe infinita: hay que jugar los partidos. Habrá que ver qué ocurre con el espectáculo, habrá que ver qué ocurre –nada más y nada menos– con el fútbol.

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