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El superclásico de todos los males

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Las finales entre River y Boca desnudaron la crisis que vive el fútbol argentino. Desde la responsabilidad del gobierno hasta los intereses económicos detrás de la pelota, claves de un fenómeno cada vez más violento que trasciende a las barras bravas.


Monumental. Flanqueados por un cordón policial, hinchas millonarios abandonan el estadio, luego de confirmarse la suspensión del partido. (Javier González/AFP/Dachary)

Fueron 25 días que parecen una historia urgente del fútbol argentino. Todavía no se habían resuelto las semifinales de la Copa Libertadores y la posibilidad de que River y Boca definieran quién sería el campeón ya alteraba los ánimos. Hinchas de los dos equipos decían que sería mejor no jugar algo así, que hasta preferían quedar eliminados antes. Parecía una exageración y la era. Pero también era cierto que el ambiente iba  a ser irrespirable. Hasta que los peores pronósticos se hicieron realidad. El superclásico de todos los tiempos –la final del mundo, como la llamó televisión– fue el Superclásico de todos los males, la fractura expuesta del fútbol argentino: sacó a la luz sus miserias, sus limitaciones, sus frustraciones, la rivalidad en carne viva.
Es cierto que la condensación de violencia que tuvo el segundo partido, la vuelta fallida en el Monumental, parece taparlo todo. Pero la serie rompió los parámetros de intensidad incluso cuando no estaba confirmado que la final la jugaría River. Porque eso se supo tres días más tarde, a la espera de una resolución de la Conmebol después de que Marcelo Gallardo entró a al vestuario en Porto Alegre cuando no lo tenía permitido. Casi nadie debe acordarse, pero ahí el presidente de Boca, Daniel Angelici, instaló el primer ítem insólito, al afirmar que el sábado no debía jugarse para respetar el shabat. Finalmente, se decidió jugar ese día ni bien llegó la confirmación de la Conmebol: sábado 10 de noviembre en la Bombonera y sábado 24 de noviembre en el Monumental. Pero, ¿se juega?

Cuestión de Estado
Fue por esas horas que Mauricio Macri dijo que le había ordenado a la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, que los hinchas visitantes pudieran estar en los dos partidos. Aquella fue una jornada presidencial dedicada al superclásico. Reuniones, entrevistas, charlas radiales, como en sus tiempos en Boca, Macri estuvo exclusivamente dedicado al fútbol. Se sabe que no se permitirían hinchas visitantes, que los clubes no quisieron, que el gobierno no pudo hacer valer el pedido del presidente, o que solo fue un amague para ganar simpatías, en conclusión, solo podían estar en la cancha los locales. En apenas dos días todo era invivible, ya eran dos partidos casi imposibles.
Entre todas esas intervenciones, con la cumbre del G20 como cierre del mes, Boca-River y River-Boca se trasformaban en partidos con alto impacto político. Estaba de un lado el equipo del presidente, el que fue colonizado desde 1995 por el PRO, la fuerza que conduce la alianza gubernamental. Del otro lado, también se fantaseaba con la política: hace tiempo que a Rodolfo D’Onofrio se lo mide desde distintos sectores en la Ciudad de Buenos Aires con fines electorales. Por eso también, cuando se barajó la posibilidad de que hubiera visitantes, fue River el club que se opuso con más firmeza porque sus dirigentes entendían que los problemas se concentrarían en el segundo partido, en el Monumental, el que definía.
No estaban equivocados. El primer partido en la Bombonera se postergó por un diluvio. Hubo problemas en la previa con la venta –y reventa– de entradas. Pero lo frenó la lluvia, el torrente de agua. Fue un aviso del papelón: se juega, no se juega, se juega, no se juega, así durante algunas horas. Se jugó el domingo, al día siguiente, sin visitantes, con empate 2-2, sin mayores problemas en la entrada y la salida. La Conmebol había logrado preservar la primera parte de su gran negocio de 2018, la final vendida a las televisiones del mundo, la comercialización por la cual había modificado una tradición de la Copa Libertadores: jugar por la noche en día de semana. Acá se programó sábado por la tarde, aunque fue domingo. Es la última vez con este formato, desde 2019 la final se jugará a partido único en una sede dispuesta con antelación. Santiago de Chile será la ciudad que estrene el cambio.

Rompecabezas
Los días previos al partido en el Monumental parecían haber adquirido cierta calma. Una calma que antecedía al tsunami. Los hinchas, sin embargo, seguían atribulados, como envueltos en una pesadilla. Se acumularon los relatos sobre el insomnio y el consumo de ansiolíticos. La venta de entradas no había supuesto mayores inconvenientes. También parecía controlada la reventa. Aunque unos días antes a Martín Caverna Godoy, jefe de la barra brava de River, le allanaron su casa de San Miguel, en el Gran Buenos Aires. Le encontraron siete millones de pesos, 300 entradas, ropa oficial, bombos y banderas de Los Borrachos del Tablón, la barra brava de River. Y sin embargo, a Godoy lo dejaron libre.

Pablo Pérez. Uno de los agredidos. (Juan Mabromata/AFP/Dachary)

Ese episodio pudo interpretarse de otro modo el día del partido, cuando el micro que llevaba a los jugadores de Boca fue apedreado –y gaseado presuntamente por la propia policía– en el ingreso a la zona del Monumental, lo que derivó en la postergación del encuentro. El jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, vinculó el hecho al allanamiento, elaboró esa teoría al domingo siguiente: fue una venganza de la barra. Sin embargo, las fallas del operativo policial, como llevar el micro visitante sin estar bien encapsulado, exponiéndolo ante los hinchas locales, muestran que el problema estuvo en otro lado. Y que, en todo caso, también pueden incluir internas entre los gobiernos nacionales y porteño, y disputas policiales.
Desde que el gobierno propuso el ingreso del público visitante, hasta que el mismo gobierno no pudo garantizar la llegada al Estadio de los jugadores de Boca sin conflictos graves, solo pasaron 25 días. Es cierto que la problemática de la violencia no comenzó con el Boca-River de la final de la Copa Libertadores. Solo unos días antes se había visto cómo un sector de la barra de All Boys arremetía contra la policía. Pero el episodio de Núñez –y también el de Floresta– muestran que el fenómeno no es solo una cuestión de barras. Decisiones políticas erráticas, una dirigencia poco transparente que juega a sus propios intereses, la represión policial a hinchas genuinos, una organización que prioriza los negocios de la televisión, y el capital simbólico del aguante, la defensa del honor, alimentado por el ganar o morir al que le da manija un sector del periodismo, son partes del rompecabezas de la violencia. Todo se vio en el superclásico, imagen y síntesis de lo que es hoy el fútbol argentino.