Deportes | MAURO AMATO

Fútbol con conciencia

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Ariel Scher

El exdelantero, recordado por mostrar una camiseta de las Madres de Plaza de Mayo, habla del papel transformador de la pelota, la construcción de memoria y su trabajo con jóvenes en la cárcel.

Foto: Jorge Aloy

Hubo un día en el que el mundo se quedó quieto mientras un hombre corría y en el que el fútbol se quedó mudo mientras ese hombre gritaba. Corría y gritaba Mauro Amato el 7 de octubre de 1999 luego de convertir uno de los goles de Atlético Tucumán frente a Godoy Cruz, luego de quitarse la camiseta de su equipo para mostrar otra negra con la inscripción «Aguanten las Madres» rodeada de cuatro pañuelos blancos y luego, sobre todo, de dejar al mundo quieto y al fútbol mudo. Quieto el mundo y mudo el fútbol porque nadie hacía eso que Amato acababa de hacer, menos todavía en la tierra en la que imperaba el genocida Antonio Bussi. Desde entonces, sin proponérselo, ese jugador y esa camiseta se volvieron símbolos. Desde entonces, también, Amato vive contando ese instante. El jueves 20 de marzo, por ejemplo, en el camino siempre bravo y siempre imprescindible hacia el aniversario del comienzo de la dictadura, se lo narró a unos sesenta estudiantes de periodismo de la escuela Deportea. Lo escucharon con el corazón cabalgando y con las manos transformadas en aplausos. Ahora, su corazón es el que cabalga porque está parado frente a un mural que honra a los 30.000 desaparecidos. Y, de nuevo, cuenta como aquel día: nada quieto y nada mudo.

–Yo me había abierto a la literatura. En Tucumán, justo estaba leyendo el Nunca Más. Me hizo un montón de ruido, me empecé a preguntar un montón de cosas. Tenía muy poca información sobre la dictadura. Mis viejos eran de no involucrarse. Ese libro removió cosas que había en mí: lo social. Me descubrí. Fue una apertura. Comencé a ir a otro mundo. Y pensé en cómo rebelarme, en cómo expresarme a través del fútbol. Y también comencé a tener seguridades a partir de esos descubrimientos. Quise tirar mensajes. Así nació esa hermosa remera. Tomó mucha más relevancia porque a Tucumán lo gobernaba Bussi. La verdad que plantarse ahí fue empoderarse. Yo necesitaba gritar ese gol, pero, sobre todo, necesitaba gritar «Tomen conciencia», gritar que no se olvidara todo eso que había leído en el Nunca Más. Fue recontrapotente; pero yo no sabía la dimensión que iba a tomar. Ese fue mi despertar social.

Cierto que los diccionarios de la pelota ubican a Amato como un delantero formado en Estudiantes de La Plata y como un goleador en cada equipo que lo sumó. Sin embargo, esos rasgos le quedan cortos. Se nota en sus ojos. Tiene unos ojos que, en general, ríen y que lloran a veces. Unos ojos dispuestos a mirar sin maquillaje. Unos ojos entrenados en conmover y en conmoverse, en eso que dice que le ocurrió con el Nunca Más: ojos capaces de despertar.

–¿Hasta el Nunca Más, nadie en tu formación de futbolista te había hablado del genocidio?
–Nada. Más: cuando sucedió lo de la remera, los propios jugadores, amigos míos, me veían como un bicho raro, no tenía adeptos.

–¿Cómo siguió tu vínculo con los derechos humanos?
–Después de Tucumán, me fui a Instituto de Córdoba. Yo quería salir a la calle. Como que esa remera y otra de homenaje a José Luis Cabezas ya eran historia. Necesitaba otra cosa. Entonces, se abrió todo un panorama social. Conocí a HIJOS de Córdoba. Me enteré de un montón de historias en charlas, en asados, compartiendo. También en Córdoba me hice amigo de una familia que tenía un hijo preso, que no podía estudiar porque el aula era un depósito. Craneé cómo podía ayudar. Caminé todas las librerías de Alta Córdoba y pedí libros y me donaron todas menos una. Además, pinturas, pelotas, heladeras, computadoras. Las llevé en un flete. También hice una colecta para las víctimas de la tragedia de LAPA. Me hice amigo de una familia que tenía un niño que perdió una pierna y lo llevé a conocer a Martín Palermo, que, como yo, era de la categoría 1973 de Estudiantes. Después, me pasó que, para diversas causas, me pedían tantas cosas que fue algo que me desbordó. Ahí, sobrepasado, redireccioné mi carrera a jugar. Todo fue un aprendizaje total y hermoso.

–Hoy, en el país donde te pusiste aquella camiseta, hay una ofensiva negacionista. ¿Qué te pasa con eso?
–Me suceden un montón de cosas. Quiero hasta putear. Nos quieren hacer creer, a través de discursos violentos, de mensajes programados de coaching, lo que no es. Me indigna; pero entendí que esto va a ser así. No quiero absorber tanta negatividad. No miro televisión. No quiero intoxicarme con esos rollos pesados. Por supuesto, sigo abierto a dar charlas, a hablar cuando llegan los 24 de marzo o a participar de la Marcha Universitaria del año pasado, que me conmovió mucho. Eso sigue vivo. Mi aporte sigue cada año, para que viva la memoria; pero prefiero hacer lo que quiero hacer en este tiempo, que tiene que ver con lo que me gusta y, a la vez, con lo social, con el compromiso. Y sin contaminarme.

Foto: Jorge Aloy

Desde adentro
Ojos abiertos a la existencia los de Amato. Ojos y oídos. Cuando dirigía en las categorías jóvenes de Estudiantes, lo desacomodó la visita de jóvenes que estaban presos que llegaron hasta el club para compartir un rato y entrevistar a los pibes futbolistas. Escuchó esas charlas. Y se despertó una vez más. «No sé lo que me atrajo –admite–, acaso sean los desafíos nuevos, salir de las zonas de confort, patear el tablero». Hoy coordina el taller Fútbol y Valores, un proyecto suyo que se desarrolla en el centro cerrado Francisco Legarra, de La Plata, y dos veces por semana, por el camino del fútbol, transforma la vida de 30 muchachos que, en simultáneo, le transforman la vida.

–¿Por qué?
–Porque tengo esperanza. Las grandes transformaciones arrancan de las pequeñas transformaciones. El efecto mariposa del que siempre hablo, un aleteo que se va agrandando. Quiero ser el iniciador de algo, de un cambio de cabeza. Y pasa eso. Es impresionante ver la transformación de un individuo. Conecto con las personas, no con el hecho que los condena. Es gente a la que le falta una palabra, un abrazo, el afecto: el vínculo. Una palabra puede destrabar algo. Yo soy padre y les digo que los trato como si fueran mis hijos.

–¿Cómo funciona eso?
–Llego cada martes y cada jueves y, desde las ventanas, ya se escucha «Eh, profe, ¿quién sale ahora?», porque, claro, no podemos jugar todos al mismo tiempo. Quieren conectar. Son 30 historias diferentes, 30 vínculos diferentes. Voy solo. Me siento cómodo. Aprendí mucho más de ellos que ellos de mí. Ellos me fueron guiando con cada palabra: «Profe, no cobrés eso, porque acá estamos en cana y se juega así. No se cobra mano, no se cobra falta». Se cagaban a patadas. Y no me gustaba. Pero esa información que me dieron me permitió transformar el entorno.

–¿Y qué hiciste?
–Llevé una cinta y marqué la cancha. Que es marcar los límites. Les dije que va a haber reglas porque es fútbol y que por algo este programa se llama Fútbol y Valores. Les entro de esta manera, por ejemplo: «Es fútbol, chicos. Si hacés mano, no va». Y funciona. Luego es ver cómo vas incentivando. Empecé a llevar jugos en sobrecitos y eso era el premio: cuatro jugos para el que hace el mejor gol, no para el que gana el partido. Y el mejor gol es el que se arma desde la salida, el de jugada colectiva. Un día hicieron un gol casi todos a un toque: lo gritamos todos. Paré la actividad y dije: «Esto es hacer un gol en equipo». No está filmado, pero es un gol de Primera. Disfruto de situaciones como esa. Y lo puedo compartir cuando conversamos.

–¿Por qué el fútbol puede tener este papel transformador?
–Es un vehículo. Como entrenador de club, también pensaba que, sobre todo, tenemos que formar personas. El fútbol tiene algo notable: siempre es incertidumbre, nunca hay dos partidos iguales, suma errores y magia. Me genera la perspectiva de que va a pasar algo distinto. Jugar a la pelota es eso. El fútbol me posibilita aprendizajes: estos chicos ahora triangulan, cubren el espacio si falta alguien en el medio. Le dieron sentido al fútbol. Y no hay violencia. No hay esas patadas al pecho. 

–¿Y dónde quedaron los libros, esa herramienta que te modificó hasta hacerte gritar un gol con aquella remera?
–Picoteo. Ahora estoy leyendo a Carlos Castañeda. Y fijate cómo se unen los caminos: me vinculo con los chicos de Fútbol y Valores también por los libros. Dany, que es mi amigo, me regaló el otro día uno de Bucay. Y yo a otro chico le di para que leyera a Gabriel García Márquez, Cien años de soledad. Hasta Dostoyevski apareció en las charlas por sugerencia de uno de los muchachos. ¿Cómo no tener esperanzas?

–¿Qué cara pone la gente cuando contás que trabajás con presos?
–Hay veces que cae mal. Hasta que explico, hago pensar y cuento lo que me genera. Pero percibo que lo de mi trabajo provoca un impacto. «A vos te gusta todo eso», me tiran por ahí. Es común. Después, me terminan donando zapatillas, remeras, lo que sea. Porque eso lo tengo que llevar todo yo. Algunos pibes juegan en patas. O sea que, ahora que lo pienso, sigo haciendo colectas, como en mi época en Córdoba.

Kurt Lutman, un futbolista que tiró paredes con Mauro en Huracán de Corrientes y que escribe libros encantadores, le dedicó un relato a ese compañero y a la camiseta mítica en su obra «El agua y el pez». Allí se concedió fabular un encuentro entre el goleador y el genocida, entre Amato y Bussi: «Se miran y la mirada de Mauro está enojada. De pronto suelta la pelota que traía en la mano, le apoya al genocida un dedo en la frente y lo empuja suave para que se desmorone en cámara lenta y se lo trague la oscuridad. Mauro gira lentamente, vestido ahora de rockero, y mientras se aleja se acomoda la guitarra que cuelga de su espalda».

Ficción de Lutman. Pero ese es Amato.

«A los 51 años tengo la posibilidad de elegir mi vida», devela el exjugador que es prócer de Atlético Tucumán porque hizo dos goles que generaron un triunfo de visitante después de mucho tiempo ante San Martín, de la misma provincia. De esos goles salieron muchas fotos al día siguiente. Del de la foto con tributo a las Madres, no. Y, sin embargo, ese gol de foto negada continúa resonando en la historia venciendo a toda quietud y a toda mudez. De tanto en tanto, se interroga o lo interrogan si aquella audacia no le dio miedo. «Mi lucha era más fuerte que mi temor», concluye. Acaso esa frase sea un testimonio sobre aquella época. O acaso represente una señal para otra época, que es esta. 

–¿Vas a ir a la Marcha del 24?
–Sí, claro.

–¿Y aquella camiseta, la de las Madres y los pañuelos, dónde está?
–Siempre conmigo. La llevo a la Marcha.

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