10 de febrero de 2024
Los DT decidieron terminar su vínculo con Liverpool y Barcelona, un cierre abrupto que invita a reflexionar sobre las presiones del oficio en una época hecha de explotadores y explotados.
Desgastados. Con resultados dispares, el alemán y el catalán dirigirán hasta el final de la actual temporada. Foto: Getty Images
Con el saldo de la tarjeta Sube vuelto una mala noticia y sudando los pagos de febrero sin adivinar cómo hará con el abismo de esos pagos en marzo, la tipa, una argentina entre millones, lee perpleja que Jurgen Klopp, alemán, entrenador, famoso, supercapaz, campeón con el Liverpool, transgresor hasta dónde el show de la pelota permite transgredir, dejará prontito su cargo porque no puede más. «Si ese hombre, al que tantos aplauden, dice que se quedó sin energías, ¿yo qué?», piensa y, mientras piensa, asocia esa noticia con otra, también de un director técnico, también de un crack, Xavi, el del Barcelona, que se va de ahí, justo de ahí, casi su casa, donde fue ídolo al lado de Lionel Messi, proclamando que hacer esa tarea se vuelve «cruel». La tipa, apretada, porque las reservas de la Sube se esfuman, y apretada, además, porque el subte en el que viaja le impone la proximidad no deseada de demasiados cuerpos, reitera, para sus adentros, ese «¿yo, entonces, qué?». Y, sin embargo, intuye que, en algún sentido, Klopp fatigado, Xavi atacado y ella agobiada pertenecen a un mismo mundo.
El psicólogo deportivo Marcelo Roffé, alta referencia en la especialidad con más de veinte libros publicados, observa: «En una consideración general, la profesión de entrenador es muy estresante. Muchos padecen enfermedades. Se investiga poco sobre la salud mental de los entrenadores de fútbol. Y debería hacerse. Es una labor bastante ingrata. El ambiente del fútbol es muy cruel y el alto rendimiento tiene cada vez más presiones. Luego, está lo específico. Klopp cumplió un ciclo: nueve años, pocos duran en un club toda una vida como Alex Ferguson. Tiene derecho a cambiar y a revisar nuevos proyectos. Muchas veces se utiliza la palabra “energía” cuando pasan cosas que uno no sabe. Desde afuera, desconocemos muchas cosas. La dimisión de Xavi es distinta, ya que está ligada a los problemas institucionales. Pero es cierto que se preparó toda la vida para estar en ese lugar y resulta fuerte que renuncie».
Apuntes a partir del apunte de Roffé: muchos entrenadores de fútbol no duermen la noche que sigue a los partidos. «Vivimos con el drama de que lo que pasó podría haber sido diferente por un milímetro, por un detalle, por algo que depende y no depende de lo que preparaste», alega uno de esos entrenadores que no duerme, consultado por Acción. Pep Guardiola sentenció hace un tiempo delante de un colega argentino que viajó a visitarlo hasta Manchester: «El problema de la Premier es que no te deja bañarte tranquilo: es tanta la competencia que siempre estás pensando». Rasgo aceptado por buena parte de quienes, no solamente en la Premier sino lejos de Gran Bretaña, extravían energías, como testimonia Klopp, o sufren crueldades, como alega Xavi: el deporte de alto rendimiento está atravesado, al menos ahora, por un culto a la obsesividad. Y la obsesividad no constituye algo que pasa de largo en ninguna existencia.
La sociedad del rendimiento
En 2019, el periodista estadounidense Don Woike publicó un artículo en el diario Los Angeles Times sobre los inconvenientes de los célebres técnicos de la NBA. Doc Rivers, quien justo acaba de hacerse cargo de la conducción de los Milwaukee Bucks, sintetizaba: «En este trabajo siempre estás agotado, es un problema enorme al que no se está prestando atención. Yo ahora lo veo en otros entrenadores con nada más verles la cara en una retransmisión de televisión. A alguno lo llamo después por eso y me cuenta cosas que confirman lo que me había parecido, que no está pasando por un buen momento». Quizás como Marcelo Bielsa en su inolvidable «me quedé sin energías» para partir de la Selección Argentina en 2004 durante una instancia triunfante de su gestión. Seguro que parangonable a Klopp, a Xavi, a otros, a otras.
La tipa que, en el subte, persigue aires para sus pulmones y realiza ingenierías para darle aires a su Sube, también anda con la perspectiva de dormir bastante vulnerada. No la atemoriza el milímetro que torna glorioso o frustrante a un tiro libre y sí, las sombras de una economía que machaca contra la posibilidad de comer. Pero reconoce que, así como a sus méritos de laburante casi nadie los premia o los ovaciona, a los directores técnicos se los escudriña con microscopio, se los evalúa desde el conocimiento y –mucho más– desde el desconocimiento, y se les clava el índice hasta el fondo porque son actores hipervisibles de la sociedad del espectáculo, un término que cinceló en 1967 el filósofo Guy Debord cuando la sociedad del espectáculo era mucho menos espectacularizada que la de cerca de seis décadas después. Y, en la sociedad del espectáculo, las personas públicas son mucho más comentadas, mucho más desflecadas, mucho más ensalzadas y mucho más insultadas que lo que sucedía en otros tiempos, desde luego que habitados por personas públicas, pero con una espectacularización infinitamente menor.
Reconocimiento. Un hincha de Liverpool con una dedicatoria para Klopp, previo al duelo con el Norwich el 28 de enero.
Foto: Getty Images
Cierto que también esas personas son mucho mejor pagadas que las multitudes de tarjeta Sube amenazante. La sociedad del espectáculo transcurre en el capitalismo y, en el capitalismo, un puñado de entrenadores de fútbol integra el selecto núcleo de individuos –las estrellas de la sociedad del espectáculo– que puede transformarse en rico sin ejercer la explotación. Un experimentado representante de futbolistas lo suelta con todas las letras: «Te pagan mucho para que disfrutes o padezcas la fama, te pagan mucho porque casi siempre te despiden rápido o muy rápido porque sos el fusible, te pagan mucho por bancarte que te puteen en la derrota, te pagan mucho y, de alguna manera, eso te termina haciendo algún efecto aunque digas que no». El chileno Manuel Pellegrini, experimentadísimo director técnico, hoy en el Betis español, expresó en enero, para el diario español El País, su preocupación por la exposición de los notorios del fútbol en la sociedad del espectáculo. «Los jugadores deberían mirar menos las redes», abrevió. Algún experto en comunicación suscribiría ese planteo, pero tal vez añadiría que, mirando o sin mirar, el universo de la exposición consecutiva e infinita acaba cumpliendo su papel, con frecuencia, demoledor.
Todo acontece en lo que, más que nadie, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han denominó «sociedad del rendimiento», trazo mayúsculo de la edad neoliberal, hecha de explotados y de autoexplotados, en la que vaya a saber cuál es el sitio exacto de los entrenadores destacados que se exprimen durante horas y horas detrás de un –precisamente– rendimiento y en el que anónimas y anónimas se exprimen y las/los exprimen para sostener una sobrevivencia cuesta abajo, con permisos exiguos, uno de los cuales consiste en idolatrar, juzgar o basurear a, por ejemplo, los entrenadores que van del sueño al desgaste y del desgaste al sueño, de la cumbre al agravio y (ojalá) del agravio a la cumbre.
En el subte, con la Sube tan exhausta como Klopp y tan maltratada como Xavi, la tipa desanda otra jornada que enlaza cansancios, agresiones, angustias y la esperanza de sonreír. Y, aunque no la estimula la menor intención de conducir algún día a un equipo de fútbol, enhebra conclusiones. Hay océanos de diferencias en el medio, y hay una certeza de que poquitos pueden concederse el lujo de gritar basta, y las mayorías, pena más pena, lo que pueden es resistir. Pero, quién te dice, en una de esas, Klopp, Xavi y ella tienen más de un punto de contacto y, encima, tienen razón.