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Messi, el artista de la eternidad

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Ariel Scher

El astro rosarino comenzó a despedirse del seleccionado nacional con dos goles y otra actuación inolvidable. Obra y legado del genio que revolucionó el fútbol mundial durante dos décadas.

Devoción. Saludo del Diez a los hinchas en un Estadio Monumental rendido a sus pies.

Foto: NA

Vamos a ser más libres o más esclavos o más las dos cosas. Vamos a decirle presente a lo que en este instante llamamos futuro. Vamos a ser una memoria o un olvido en las rutinas de las generaciones que vienen. Vamos hacia donde vamos, más cerca de la incertidumbre que de la precisión, más orientados rumbo a catástrofes que a remansos. Vamos como vamos hacia el porvenir, como no podemos o como podemos, pero ya estamos anoticiados de algo: los nietos y las nietas de las nietas y de los nietos de ese nene de nueve años –un nene deslumbrado ahora, en el Monumental– sabrán de este jugador y de este partido, de esta inmensidad afectiva volcada sobre un individuo, de que el fútbol tiene que ver con el cielo y con el suelo y también con la gratitud, de la pasión colectiva por detectar héroes y de que ciertos héroes son artistas sobre el pasto. Enfundado en las ropas blanquicelestes que le regalaron para esta ocasión, ese nene de nueve años se aferra a la mano diestra de su papá del modo en que la condición humana se amarra a la vida y graba que una noche, durante un septiembre nuevo, es testigo de todo eso que alguna vez le narrará a su descendencia y a la descendencia del mundo. Todo eso: Messi. Más que Messi: casi el último Messi.

Messi, Messi, Messi, que es lo que canta pero grita, celebra pero llora, entiende pero no entiende, la multitud de la que formamos parte, avisada de que lo está despidiendo. Ya no habrá más partidos de local con puntos en disputa y con Lionel Messi pariendo fantasías para ganar esos puntos. En realidad, lo que ejercen esa multitud en el estadio y otra multitud muchísimo mayor en los hogares de un país completo son pellizcos. Pellizcarse para creer. Tal cual: nos pellizcamos para creer. La Argentina constituye una nación entrenada en pellizcarse para creer: en demasiadas ocasiones hubo y hay que pellizcarse para creer que la realidad es la que es, en montones de partidos hubo que pellizcarse para creer que Maradona –ese imposible– era posible, en demasiadas canchas hubo que pellizcarse para creer que Messi –ese imposible aún más imposible porque no se puede concebir que haya un imposible después del otro imposible– era también posible. Y, en la noche del nuevo septiembre, toca pellizcarse para admitir que ese Messi, el que danza con la 10 eterna frente a Venezuela, el que participó en más citas de eliminatorias mundialistas que nadie, se acaba. ¿Cómo no pellizcarse si desde hace ratísimo, mucho antes de que el nene de nueve años que no suelta a su papá pisara esta tierra, una de las escasas constancias de que no todo se nos esfuma en esta sociedad a la que mucho se le esfuma es Messi? Messi, Messi, Messi.


Carrera de crack
Habla, como de costumbre, con De Paul. Gambetea, fotocopiando su más añeja costumbre, cuando otro cuerpo se le planta vanamente al lado. Resucita picardías de origen en esa fugacidad clave con la que apura la salida de un tiro libre y permite que Lautaro Martínez marque el segundo tanto. Exhibe la lengua como homenajeando al Diego ante la anulación de un golazo pero en posición adelantada. Ataja las fibras que le tiemblan en exceso porque el Himno suena igual y distinto y porque las yemas y los labios se le apoyan en las melenas de sus tres chiquitos. Mientras Messi expande su dimensión como problema para Venezuela, ese nene y otros nenes, sobre el cemento de River o en los rincones sin notoriedad de la Argentina, repasan una biografía que no cabe en ninguna biografía: campeón mundial de mayores, campeón mundial de juveniles, campeón olímpico, doble campeón continental, subcampeón mundial, triple subcampeón continental, máximo goleador y máximo portador de la camiseta nacional. Se necesita más que una edad de nueve años para aprender tantísima estadística idéntica a la gloria. Y para decodificar que la gloria más honda no reside en la estadística sino en lo que expresa el primero de los dos goles propios con los que Messi pinta de su color a la victoria por 3 a 0. Porque, en el adiós a los partidos oficiales en su patria, en el epílogo de su profesión de crack de selección, el tipo resuelve que trajo algo para regalarnos y fabula una magia que, desde luego, integrará el equipaje que los nietos y las nietas de los nietos y las nietas legarán a todas las herencias: en el área, destripando los misterios del tiempo y del espacio, con la punta enguantada de la zurda, inventa agua donde no hay nubes y envía la pelota, con una curva calma, con la suavidad de los poemas románticos, para que riegue la red como una lluvia.


Un adiós colectivo
Lección para el nene de nueve años, y para su papá, y para nosotros, y para cada rostro argentino que se desencaja de asombro hasta encajarse en la alegría: incluso yéndose, Messi siempre está. Qué cosa absurdamente hermosa: un futbolista sin límites, alguien capaz de levantar castillos en la playa si hay o si no hay arena. Acaso no queda nadie que le confiese al nene de nueve años que, en el curso de las dos décadas de Messi, hubo noches viejas y septiembres viejos en los que voces confundidas le lanzaron fierezas porque así, muy de celeste y blanco, no salía campeón. No sería un mal aporte recordar eso para que las gentes del mañana se pregunten qué nos sucede, a veces, o cómo es posible que nos equivoquemos tan feo.

Puro gol. Definición exquisita de Messi ante Venezuela. Fue el primero de los dos que anotó en la anteúltima fecha de eliminatorias.

Foto: NA

Pero nosotros ni vamos a intentarlo: a Messi, a esta altura, no parece importarle. Lo que le importa es el hueco que intuye entre los cuerpos rivales y desde el que, igual que si caminara con su familia por un jardín cualquiera, cachetea la bola para anotar el último gol.

Nosotros oscilamos entre delirar porque lo consiguió de nuevo y nos destartaló a su manera o desangrarnos porque lo que asoma es el vacío. ¿Quién habrá inventado que concluya lo que nos conmueve? ¿En qué manual de las ciencias del derecho inscribieron que Messi puede partir? ¿Nos trampeamos con bondad hasta convencernos de que el recorrido extenso de Messi transcurriría invariablemente extenso pero sin final? ¿Cuánto de Messi es Messi y cuánto de Messi es nosotros esperando, mirando, sintiendo y disfrutando de que Messi fabrique estremecimientos y nos los traiga con moño hasta la puerta de los ojos? 

Cuando el nene de nueve años deja, radiante, el Monumental, sin separar ni un poro de la mano diestra de su papá, en el aire manda una excepcional combinación de fiesta y de nostalgia. Vamos a ser más libres o más esclavos, más olvido o más memoria, lo que sume o lo que reste la existencia, pero eso que seamos guardará el fútbol de Messi en el corazón. Ya se van a enterar los nietos y las nietas de las nietas y de los nietos.

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