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La muerte del astro futbolero deja un vacío profundo en el pueblo argentino. Campeón del mundo y protagonista de páginas de gloria, fue el referente popular que se rebeló contra las injusticias y debió lidiar con el peso de su figura dentro y fuera de la cancha.

México. Con la copa, en el estadio Azteca. El Diez es el máximo ídolo del Seleccionado. (Télam)

Un día se apagó una historia y comenzó una nueva, inesperada. Sucedió lo que muchos temían y costaba pensar e incluso aceptar: cómo será la vida y el mundo sin Maradona. Su muerte conmoverá durante mucho tiempo porque el nombre Maradona, aquel pibe que ya de chiquito deslumbraba en los potreros de su barrio natal, Villa Fiorito, una zona humilde del sur del Conurbano bonaerense, tiene múltiples resonancias. Diego expresa un símbolo de la argentinidad, el «Barrilete cósmico», como lo bautizó Víctor Hugo Morales, el hombre exaltado y luego asediado por los medios, el personaje de las desmesuras y los conflictos y, también y sobre todo, el referente de las definiciones políticas que trascienden al fútbol. Por todas esas razones su partida, a los 60 años, deja un vacío profundo, de esos imposibles de llenar.    
Las extendidas muestras de dolor de los hinchas argentinos, replicadas en otros países, se explican ni bien se repasa la carrera del Diez. Formado en la cantera de Argentinos Juniors, Diego irrumpió en escena en 1976 durante un partido disputado entre el equipo de La Paternal y Talleres de Córdoba. Ingresó en el segundo tiempo asombrando a los aficionados presentes con los quiebres de cintura y las destrezas de su pierna izquierda, esa zurda que sería su marca registrada. No solo en el fútbol. En aquel momento, y advertido de lo que prometía ese jugador bajito de melena enrulada, el periodista del diario Clarín, Horacio Pagani, escribió la primera gran crónica de Pelusa, primer apodo de Diego, titulada «Un sueño de barrilete». Pelusa tenía 16 años y la nota fue premonitoria porque los sueños comenzaron a ser realidad. Por caso tres años después, vistiendo por primera vez la camiseta del Seleccionado, cuando condujo al equipo argentino a obtener su primer mundial juvenil, en Japón.
Pero la trayectoria futbolera de Maradona tuvo un quiebre con su llegada a Boca en 1981. Diego no solo fue campeón y estrella de un equipo inolvidable dirigido por Silvio Marzolini, sino también un apasionado hincha que, años después, se acomodaba en su palco, o en la tribuna popular, para alentar al club de sus amores, ese club al que regresó como jugador en 1995. El itinerario de aquellos primeros años de Diego continuó en Europa: primero en el Barcelona, una experiencia no del todo feliz, y luego en el Nápoli, la institución popular del Sur de Italia que vivió un boom con Maradona al desbancar de los primeros planos a los grandes de Italia. También allí el argentino dividió aguas, se convirtió en símbolo del Sur pobre que desafiaba la opulencia del Norte, los hasta allí ganadores de toda contienda.
Maradona, con sus proezas, comenzó a ser tapa de revistas deportivas y no solo deportivas, marca de diversos productos e ídolo de multitudes. La consagración con el Seleccionado argentino en el Mundial de 1986 agigantó aún más su figura y su condición de mito. Fundamentalmente por su actuación frente a Inglaterra y las connotaciones de dos goles que serían emblemáticos más allá del fútbol. Para muchos argentinos se trató de una reparación simbólica por la guerra de Malvinas, para otros, sus detractores, el acto de un «genio tramposo», la obra de un «Dios maligno». Como siempre, amores y odios. Lo concreto es que Diego, con su segundo gol a los ingleses, escribió la página más notable en la historia de los mundiales. «El gol del siglo» lo bautizó la FIFA luego de realizar una encuesta con hinchas de todo el mundo.

En el medio
La vida de Maradona se jugó también en otros ámbitos, de ahí que su muerte golpea y estremece. Las adicciones a la droga y el alcohol suscitaron escándalos que le valieron continuas persecuciones de la prensa sensacionalista y de la otra también, a las que Diego enfrentó incluso munido de una escopeta de aire comprimido para alejar las coberturas de 24 horas frente a su casa. La imagen mediática, ya de por sí permanente en sus días de dicha, pasó a ocupar el centro de la agenda en el momento de caída. Por eso, de regreso tras la sanción por doping y en plena preparación para el Mundial de Estados Unidos en 1994, gritó su bronca y su dolor luego de convertirle a Grecia un gol de antología. Entrevistado por Acción en 1994, Maradona imaginaba un regreso dulce que se cumplió a medias. «Soñé que le hacía el primer gol a Grecia y salía como loco a festejarlo y dentro de la cancha estaban mis hijas Dalma y Giannina abrazándome», decía Diego. El final de aquella copa es conocido: una nueva sanción por doping que lo dejó afuera del torneo y provocó el primer duelo en el país. El escritor y conductor radial Alejandro Dolina lo definió con precisión: «Yo no sé si quería tanto que saliera campeón Argentina como que saliera campeón Diego».

De zurda. Diego y Fidel Castro, en Cuba. (Ismael Francisco González/AFP)

En ese campo, el de los medios, Maradona alimentó el mito de referente popular con posicionamientos y definiciones –algunas célebres como «La pelota no se mancha», «Vos la tenés adentro», «Se le escapó la tortuga»– fuera de la cancha que le valieron amores y odios. No tuvo reparos en cuestionar al papa Juan Pablo II y en oponerse a una FIFA que, con Joao Havelange, Joseph Blatter y Gianni Infantino, priorizaba y prioriza el negocio en desmedro de los futbolistas y los hinchas. También manifestó su apoyo a Fidel Castro, a quien tenía tatuado y con quién mantuvo varios encuentros, y al proceso de integración regional durante la cumbre del No al Alca, en Mar del Plata (2005). Las posiciones políticas de Maradona convivieron con él durante toda su carrera. Basta recordar otro tramo del reportaje con Acción, publicado en días de una brutal campaña en su contra por parte de los periodistas del establishment menemista. «Neustadt gasta una hora de su programa en Maradona en vez de mandar al frente a los que les roban a los jubilados», decía.

La vida es una tómbola
En su regreso a Boca, en 1996, cumplió otro sueño de barrilete aunque la segunda etapa en el club de la Ribera le deparó más sinsabores que triunfos. Después del retiro, la dirección técnica le permitió llegar al Seleccionado, su otro gran amor, para conducir a un equipo de figuras en el Mundial de Sudáfrica, aunque también sin suerte (eliminación en cuartos de final). Lo volvió a intentar en Emiratos Árabes y México hasta su última vuelta al país para dirigir a Gimnasia y Esgrima de La Plata. Casi todos los clubes e hinchas argentinos le hicieron homenajes en vida, un consuelo acaso en medio de la tristeza. La idolatría hasta el final.
Con la muerte de Diego, posiblemente aparecerán nuevas producciones musicales, cinematográficas y literarias que se sumarán a una profusa y abundante obra en torno del Diez. Porque Maradona inspiró canciones que se convirtieron en clásicos como «Maradó», de Los Piojos, o «La mano de Dios», de Rodrigo, entre otras; textos memorables de escritores como Eduardo Galeano, Eduardo Sacheri, Martín Caparrós y Juan Villoro, por citar a algunos; y películas que muestran a Diego en su intimidad como Maradona by Kusturica, de Emir Kusturica y Amando a Maradona, de Javier Vázquez.
Otros tributos en vida. Ahora comienza el segundo y definitivo duelo, aceptar que el héroe de las mil batallas ya no está. Aunque sus goles, su rebeldía, sus rostros en banderas y cantos y letras desafía a la peor de las ausencias.

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