Luego de disputas políticas interminables, River consiguió en España su cuarto trofeo continental de la mano de Marcelo Gallardo, líder del resurgimiento del club. Secretos y negocios de un superclásico que puso de relieve la crisis del fútbol argentino.
12 de diciembre de 2018
Madrid. El técnico millonario y Ponzio levantan la copa en el Santiago Bernabeu. (JOSÉ ROMERO/TÉLAM)
Es de noche en Madrid y Marcelo Gallardo levanta la Copa Libertadores. A su derecha tiene a Jonathan Maidana y a su izquierda, a Leonardo Ponzio, dos líderes del equipo que, como si fueran sus escoltas, lo ayudan a sostener el trofeo. Es una imagen extraordinaria, única y acaso irrepetible por todo lo que implica, porque es el entrenador quien levanta la copa, lo que a la vez simboliza al campeón, a una época en River, a una reconstrucción gobernada por un héroe colectivo. Ese héroe está representado en Gallardo.
La postal final de un torneo sudamericano tiene paisaje europeo, el Santiago Bernabeu. River debió haber abrazado esa copa en su estadio, el Monumental, en el barrio de Núñez, el 24 de noviembre pasado, pero tuvo que hacerlo quince días después en el exilio, sobre el Paseo de la Castellana, en el barrio de Chamartín, donde está la casa blanca del Real Madrid. Sin embargo, hay otra historia en este partido y es la historia de una infamia, la que se solventó sobre el relato de que River y Boca no podían completar la final de la Copa Libertadores en la Argentina. El dislate, en realidad, comenzó desde el momento en que se supo que los rivales más emblemáticos del fútbol argentino definirían el principal torneo del continente. Lo nunca visto sucedería y, desde entonces, también surgieron reacciones insólitas. Desde el deseo presidencial frustrado de que hubiera visitantes en las tribunas hasta la negativa de Daniel Angelici a jugar los sábados por respeto a la comunidad judía de Boca, pasando por los días en que River esperaba un dictamen de la Unidad Disciplinaria sobre Gallardo, quien había incumplido una sanción de Conmebol.
Coartadas
Después vino el diluvio del sábado 10 de noviembre, el 2-2 en la Bombonera el domingo y la tarde fallida del Monumental. Es imposible analizar el partido que se jugó en Madrid sin volver todo el tiempo a ese día en Núñez, al 24N, a los episodios que todavía se mantienen en el terreno de las incertezas, los que ocurrieron en la esquina de Lidoro Quinteros y Libertadores cuando el micro que llevaba al plantel de Boca recibió piedrazos y botellazos de parte de hinchas de River, y gases lacrimógenos, se supone, de parte de la Policía. Con los jugadores de Boca lastimados, conmocionados también por lo que habían pasado, el partido se suspendió. Fue una espera de más de seis horas que los hinchas soportaron en la cancha con bastante paciencia y, salvo algunos conflictos en el anillo interno, sin mayores inconvenientes. Y todo eso producto de un operativo de seguridad –a cargo de Nación y Provincia– ineficiente, de mínima, o sospechoso, de máxima. En el aire flota la idea de la zona liberada. ¿Quién? ¿Por qué? ¿Para qué? Nadie termina de dar una respuesta precisa a las teorías conspirativas.
Escena. Angelici y D’Onofrio, para la foto. (EITAN ABRAMOVICH/AFP/DACHARY)
Funcionarios y dirigentes se cansaron de repetir la coartada de los inadaptados, una palabra que siempre vuelve aunque hace demasiado tiempo que se demostró que no alcanza para explicar la problemática del fútbol y sus violencias. El macrismo, incluso, instaló la idea de una venganza de la barra de River, sobre todo porque días antes se le habían encontrado a Héctor Caverna Godoy, líder de Los Borrachos del Tablón, trescientas entradas y unos siete millones de pesos. Las explicaciones de Rodolfo D’Onofrio sobre ese punto fueron flojas. Lo cierto es que el único detenido ni siquiera es parte de la barra: Matías Firpo dijo que no pudo controlar el impulso. En el medio, Daniel Angelici –que insistió hasta el final con que los puntos debían ir hasta Boca y llegó a apelar sin éxito al Tribunal Arbitral del Deporte– perdió a uno de sus ahijados dentro del gobierno porteño, el ministro de seguridad Martín Ocampo, que renunció al cargo.
Relatos e hilos
En todo ese contexto de intrigas, Alejandro Domínguez, presidente de la Conmebol, vio una luz para hacer un negocio de una Copa Libertadores golpeada y deforme. Con los principales patrocinadores del certamen en crisis nerviosa ante el desastre, Domínguez decidió que la final se jugaría afuera de la Argentina. Inició una subasta. Qatar Airways, uno de sus nuevos sponsors, también auspiciante en la camiseta de Boca, ofreció Doha y París. Pero a la operación se le veían demasiado los hilos. La Conmebol, entonces, anunció la final en el Santiago Bernabeu, el estadio del Real Madrid, cuyo presidente, Florentino Pérez, días antes había obtenido del gobierno de Mauricio Macri una protección por la devaluación en sus negocios argentinos con el peaje.
Quedó instalada, entonces, la idea de que la Argentina no podía organizar su partido más icónico. El primitivismo sudamericano, la salvajería argentina. Y la resignación del fútbol. El relato oficial hizo responsable a la sociedad, lo mismo que decir que nadie fue el responsable. La final robada. Así se llegó al domingo 9 de diciembre. La Libertadores de América –curioso nombre para ser jugada en España– con imagen de Champions League. Una final premium para resisdentes de Europa o para barras o para quienes podían gastar en boletos de avión y hoteles.
Lo que no fue premium, sin embargo, fue el juego. Áspero, de lucha, cuerpo a cuerpo por momentos. Y aun así lo que primó fue la idea colectiva de River por sobre el caos del Boca de Guillermo Barros Schelotto, que sin embargo comenzó ganando con el gol de Darío Benedetto. Ganó lo que Gallardo construyó y reconstruyó desde 2014, cuatro años en los que consiguó nueve títulos, con una Sudamericana y dos Libertadores, pero además una Supercopa que le ganó a Boca este año. En ese duelo, con Gallardo, River fue imbatible: se impuso, además de los triunfos de 2018, en semifinales de Copa Sudamericana 2014 y en octavos de Copa Libertadores 2015. Gallardo acumula diecisiete títulos, igual que Ramón Díaz, cinco menos que Ángel Labruna.
Pero lo simbólico de Gallardo toma otra dimensión cuando se pone en la cuenta que River venía de tocar fondo, de un descenso en 2011, ascenso en 2012, una espina que no parecía salir con nada. Gallardo ayudó a sacarla. Y no se sabe si el momento exacto del alivio fue con el misil perfecto de Juanfer Quintero en el tiempo suplementario o con la corrida gloriosa del Pity Martínez sobre el final, para el 3-1. Los otros dos héroes de la jornada junto a Lucas Pratto, autor del empate. Pero es seguro que ese alivio se convirtió en pura celebración cuando Gallardo mostró quién se quedaba con la copa. La final más larga del mundo ya tenía dueño.