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Edgardo Bauza, símbolo canalla, concretó su pronóstico de consagrarse campeón, esta vez como técnico. Luego de su fallida experiencia en el seleccionado, le devolvió la gloria a un club que acumulaba tres finales perdidas en la Copa Argentina.


Mendoza. El entrenador y el trofeo, luego de la victoria auriazul sobre Gimnasia de La Plata. (NA/Delfo Rodríguez)

El entrenador descansaba en Quito, Ecuador, cuando le avisaron que un grupo de dirigentes de Rosario Central viajaría para buscarlo. Edgardo Bauza tenía 60 años y había dejado atrás un recorrido traumático con la selección argentina y otras experiencias breves como técnico en Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudita. No se desesperaba por salir otra vez a la cancha. Pero la seducción de volver a su casa, al club donde había sido campeón como jugador, podía más que nada. En Ecuador, los dirigentes de Central lo escucharon con entusiasmo cuando les dio la lista de los jugadores que le gustaban para el equipo, algunos de los que quería que continuaran. «Voy para que seamos campeones, eh», les dijo. Esas promesas suelen ser un latiguillo de los técnicos. Pero en Mendoza, después de los penales contra Gimnasia por la final de la Copa Argentina, las palabras se hicieron realidad.
Pudo haber sido uno de esos juramentos lanzados al aire, aunque la charla que Bauza tuvo con los enviados de Central cuando arregló su regreso al club después de diecisiete años resultó profética. El equipo ya acumulaba tres finales perdidas de Copa Argentina desde 2014, una colección de frustraciones que parecía marcar un límite. La vuelta de Bauza significaba hacer brotar lo mejor de la historia canalla. Nacido en Granadero Baigorria, a trescientos kilómetros de Rosario, Bauza volvía a su casa, al lugar donde había logrado el Nacional de 1980 y el torneo de Primera División de 1986/1987, los dos con Angel Tulio Zof como entrenador.
Bauza fue el emblema de ambos equipos. En el medio de esos títulos pasó por Junior de Barranquilla e Independiente. Su carrera se completa con una estadía en Tiburones de Veracruz. Es uno de los defensores más goleadores del mundo. «Soy cuarto, con 108 goles, y hasta tengo un título oficial de la FIFA como tercero, aunque después me pasó (Fernando) Hierro, que hizo 110. Primero está el holandés (Ronald) Koeman y segundo, (Daniel) Passarella», contó Patón –un apodo que viene de su número de calzado: 46– en una entrevista con El Gráfico.
La estadística resulta una paradoja de su estilo como entrenador, observado como defensivo. «Mejor que me cataloguen así, porque así salí campeón de la Copa Libertadores con San Lorenzo y, con ese mismo criterio, vamos a salir campeones del mundo en Rusia», dijo cuando asumió en la selección con exceso de optimismo. No le fue bien con la Argentina. Dirigió ocho partidos en menos de un año y dejó al equipo en la quinta posición de la tabla de Eliminatorias, en zona de repechaje. Hace un tiempo, cuando ya estaba en Central, fue menos irónico: «Cada uno que escriba lo que quiera… ¡Me chupa un huevo lo que dicen!».

De embajador a prócer
Ese pragmatismo le dio mejores resultados en Central, donde pocos analizan su juego en 2018. Lo que miran en esa mitad de Rosario es la Copa Argentina, y lo que se siente es que con ese título Patón se transformó en la gran leyenda del club, incluso por sobre Zof, del que nadie bajará el póster. Pero Bauza acaba de ampliar una historia única, campeón como jugador y como entrenador. Además de lo que fue como embajador: ganador de la Copa Libertadores con liga de Quito y San Lorenzo.
Después de todo ese recorrido, la vuelta a casa cerró de la mejor manera. Valió, incluso, haber extrañado a su familia, a su mujer Maritza y a su hijo Nicolás, que se quedaron en Ecuador. Esas ausencias las compensó con las visitas a la casa de Gustavo, su gran amigo, o disfrutando de un helado de dulce de leche durante las sobremesas en un restaurante de la zona de Puerto Norte, donde se convirtió en habitué.
Esas amistades fueron el apoyo afuera de la cancha, además de sus colaboradores, José Di Leo, el ayudante de campo, y Bruno Militano, el prepador físico. Adentro, Bauza se recostó sobre Matías Caruzzo y Néstor Ortigoza, dos experimentados, a quienes ya había dirigido en San Lorenzo. Ortigoza, con el que fue campeón de la Libertadores, fue su jugador emblema. El sostén futbolístico de un equipo con el que cumplió la promesa que hizo antes de volver.

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