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En su primera experiencia dirigiendo juntos, los mellizos condujeron al equipo del sur a ganar la Copa Sudamericana. Estilo de juego y proyectos a largo plazo.

 

Dupla. Si bien Guillermo es oficialmente el técnico de Lanús, Gustavo trabaja codo a codo con él. Los resultados están a la vista. (DYN)

Cambio en Boca. Lo decide Carlos Bianchi: sale Guillermo Barros Schelotto. Al jugador no le gusta la idea. El técnico lo ve venir enojado, con la cara mirando el piso, el puchero de los que siempre quieren jugar. «Calmate –le dice cuando pasa a su lado– y sacate todos los berretines que tenés en la cabeza». Guillermo se sienta en el banco de suplentes, pero unos minutos después se para, camina otra vez hacia Bianchi, que está pegado a la línea de cal, y le pregunta: «Disculpe, Carlos, ¿qué quiere decir “berretines”?». Bianchi queda descolocado ante el Mellizo, pero se ríe: piensa que ese chico, un niño terrible, siempre, hasta en esos instantes de fastidio, tiene ganas de aprender.
«Guillermo no sería Guillermo si no fuese por su orgullo, su principal motor; es un tipo tremendamente ganador gracias a su amor propio», dice Bianchi en el libro Guillermo, el terrible, de los periodistas Sergio Maffei y Pablo Vicente. El orgullo y las ganas de aprender pueden explicar lo que Guillermo Barros Schelotto fue como futbolista y, acaso, también ayuden a comprender al nuevo entrenador, el comandante que llevó a Lanús a ganar la Copa Sudamericana, su tercer título, el segundo internacional.
El año pasado, cuando lo llamaron para ser el técnico de Lanús, Guillermo rompió lo que ya parecía una tradición: fue el primero en 7 años sin ningún lazo con la memoria del club. Después de una cadena de transición ordenada, con Ramón Cabrero, Luis Zubeldía y Gabriel Schurrer, tres ex jugadores del equipo, los tres con trabajo en las divisiones inferiores, Lanús contrató a un debutante del banco de suplentes, en una apuesta que un año y medio después le rindió frutos, pero que hasta ahí era una incógnita.
Hablamos, en realidad, de un técnico de dos cabezas: Guillermo también es Gustavo, su hermano. Aunque sea uno el que la firme, Lanús es la obra de dos, una coautoría. Cuando arreglaron el contrato, Nicolás Russo, entonces presidente de Lanús, les preguntó quién sería el técnico, digamos, oficial. «Poné al que quieras», le dijeron. Quedó Guillermo, el más célebre de los hermanos, pero en las entrañas del equipo todos saben que los entrenadores son dos.
Guillermo siempre supo a qué se dedicaría cuando el fútbol en su vida ya no fuera gambetear rivales. Por eso también le preguntaba a Bianchi por las palabras que no conocía. Se preparó como técnico en silencio: escuchando. Igual que Gustavo. Durante varios miércoles, los dos fueron habitués de la mesa de restorán que suele animar César Luis Menotti, un entrenador que nunca los dirigió pero que siempre admiraron. Gustavo, además, trabajó en Libertad de Paraguay y Peñarol de Montevideo como ayudante de campo de Gregorio Pérez, el técnico que puso a los mellizos en Primera. De todos tomaron algo. También de Carlos Griguol, que les golpeaba el pecho con la camiseta de Gimnasia antes de salir a la cancha.
«Cuando se juntan, parecen reuniones de Gabinete, no se puede meter bocado», contó Hugo, el padre de los mellizos, en una columna para el diario Olé. Guillermo y Gustavo supieron hace tiempo que serían entrenadores y supieron hace tiempo que lo harían juntos. Recibieron varias ofertas antes de que llegara la de Lanús. Era lo que querían: un club con orden económico, estabilidad interna, una base de inferiores a la que poder echar mano, y metas menos urgentes que las que acostumbra el fútbol argentino. La dirigencia no es para idealizar, como suele hacerse, pero es cierto que eso fue lo que les ofrecieron.

 

Cambio de mentalidad
En Lanús impusieron el esquema que tanto habían pensado y que adelantaban cada vez que les preguntaban por sus equipos: los tres delanteros. Lo hicieron cuando pudieron, sin comprar recetas cerradas. Porque más allá de un sistema, repite siempre Guillermo, lo que importa es la idea. Y la idea, asegura, es siempre la misma: ganar. «Nos cambiaron la menatalidad –dicen en Lanús–, nos dijeron que tenemos que pensar siempre como protagonistas». El equipo peleó hasta el final los tres torneos locales que disputó, incluso el último, aun con la dificultad que supuso luchar al mismo tiempo por la Copa Sudamericana.
El técnico de dos cabezas mezcló experiencia con jugadores que salieron del club. Entregó profesionalismo y motivación. Manejó las presiones y la relación con los medios: cuando hubo que echar fuego por un micrófono, se encargó Guillermo. Encontró a Agustín Marchesín, el arquero, en plena madurez. Paolo Goltz y Carlos Izquierdoz comandaron como dupla central la última línea, que se completó por los costados con Maxi Velázquez y Carlos Araujo. Casi infaltables los cuatro. En el último torneo, albergó a tres exiliados de Boca: Leandro Somoza, Santiago Silva y Lautaro Acosta. Al volante le dio el control del medio, con Diego González, Fernando Barrientos, Víctor Ayala o Jorge Ortiz por los costados. A veces, Cristian Chávez de enganche. Los otros dos fueron a parar al tridente de ataque. Primero, lo tuvieron de socio a Silvio Romero, pero cuando éste se fue lo remplazó –y bien– Lucas Melano, aunque siempre hubo alternativas: Jorge Pereyra Díaz, Junior Benítez o Ismael Blanco.
A los 40 años, los mellizos Barros Schelotto ya son mirados como técnicos. El triunfo ofrece legitimidad, pero sobre todo lo ofrecen las buenas construcciones. Los hermanos terribles construyeron un buen equipo. Dicen que la historia recién empieza.

Alejandro Wall

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