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Uruguayos de las dos orillas 

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Ariel Scher

La llegada de Cavani a Boca se asocia a otras figuras charrúas que pisaron canchas argentinas. Viaje a un bar de Buenos Aires, con un repaso de nombres y equipos a lo largo de más de 100 años.

Huella celeste. La nueva figura xeneize en la Bombonera; Enzo Francescoli (River); Elbio Ricardo Pavoni (Independiente); Rubén Paz (Racing) y Sergio Villar (San Lorenzo). (Fotos: NA/Diego Haliasz/Prensa)

Uno le dice al otro, así, de golpe, tan de golpe como se traga el segundo café, tan seguro como está de que prefiere hablar de fútbol porque de otras cosas mejor ni hablar, tan envuelto por la atmósfera de esa bar céntrico y viejo de una Buenos Aires que siente medio propia y medio ajena, todos estos nombres. Once son los nombres, claro, no hay modo de que no sean once. Once uruguayos, once de Boca, once –inevitable en estas horas argentinas– que tienen algo muy en común con Edinson Cavani, oriundo de Salto, el jugador más resonante que desembarcó en tiempos flamantes de este lado del río para alargar y agrandar una tradición formidable sembrada por cracks que cruzaron el Plata:
–Mirá este equipazo: Julio César Balerio o Santiago Sosa, Nahitan Nández, Luis Cerezo, Alcides Silveira, Ángel Romano, Orlando Medina, Ariel Krasouski, Nicolás Lodeiro, Sergio Martínez, Severino Varela y Fernando Morena. Y al entrenador, el Maestro Tabárez, le quedarían un montón más para elegir.
El que oye coincide en casi la totalidad: prefiere hablar de fútbol porque de otras cosas mejor ni hablar, percibe a Buenos Aires medio propia y medio ajena y el café le viaja hasta la laringe. También, en lanzar once apellidos con eco potente. Aunque ahí llueve la primera –gran– diferencia. Son once de River:
–Ja, esto es un equipazo: Juan Bautista Besuzzo, Leo Ramos, Nelson Gutiérrez, Hugo De León, Roberto Matosas, Nicolás de la Cruz, Carlos Sánchez, Enzo Francescoli, Luis Cubilla o Rodrigo Mora, Walter Gómez y Antonio Alzamendi. Y al entrenador, Enrique Fernández Viola, que anduvo por el club en los sesenta, le sobran candidatos para hacer cambios.
Uno le explica al otro que Ángel Romano fue un talento zurdo, campeón olímpico en 1924, múltiple ganador de la Copa América, y que Luis Cerezo transpiró canchas desde 1905 hasta 1916 y, además, ejerció en los comienzos como presidente del club. El otro abre Google y muestra al arquero Besuzzo en una tapa de El Gráfico de mayo de 1939 y evoca que Matosas, rival de Pelé en el Mundial de 1970, llegó con un pase récord de 33 millones («¿qué vendrían a ser hoy esos 33 millones?» se interrogan uno y otro) en 1964.
Si uno y otro no tuvieran abarcadas las vísceras por Boca o por River, en ese bar o en el que fuera la charla podría sostener el tema apenas mutando los colores. Un hincha de Huracán, sin dudas, recitaría al mítico campeón de 1973 con Nelson Pedro Chabay, tan uruguayo como el Uruguay, en el lateral derecho. Pero un corazón de Racing le saltaría encima para agregarle que Chabay gritó campeón del mundo con el Racing de Pizzuti más allá de que en Racing nadie o nada invoca la palabra «uruguayo» de manera más hermosa que el maestro Rubén Paz, quien deslumbró heredando las magias que había esparcido, igual que en River, un tal Juan Ramón Carrasco. Y un fana de Independiente recuperaría de la lista de River a Alzamendi, de la de Boca a Silveira, predicaría que suyo fue Diego Forlán –nada menos que goleador del Mundial 2010 y nieto de Juan Carlos Corazzo, otro oriental en ese lado de Avellaneda, de 1932 a 1937–, enfatizaría que si hay un emblema venido de la costa oriental es el Elbio Ricardo «Chivo» Pavoni, capitán glorioso de tanta gloria roja, y sugeriría que enhebrar un listado de uruguayos en la Argentina sin mencionar al arquero Carlos Goyén (con manos firmes en el arco de Argentinos Juniors, después) o a un defensor como Tomás Rolan constituye una herejía. Y, ni dudarlo, un erudito en San Lorenzo empezaría enarbolando que Sergio Bismark Villar, excelente marcador de punta, es el tipo que se calzó la azulgrana en más partidos en la historia entera y desparramaría buenas referencias de Sebastián Abreu, de Luis Malvárez o de Rubens Navarro, entre unos cuantos.

El río ancho
El investigador Jorge Gallego ubica a Julio Negrón como el pionero de los uruguayos del fútbol en la Argentina, con partidos en Belgrano Athletic y en Lobos Athletic entre 1897 y 1899. De acuerdo con el gran periodista e historiador del fútbol Oscar Barnade, esa posibilidad de citar uruguayos propios está fortalecida en Argentina desde que los tres hermanos Céspedes (cuyo apellido le da denominación al predio de Nacional), Amílcar, Bolívar y Carlos, se incorporaron a Barracas Athletic en 1904. La aventura duró un suspiro: en la temporada siguiente, Carlos y Bolívar murieron de viruela. Solo sobrevivió Amílcar, que se había vacunado. Un informe de Ítalo Moreno, del Centro para la Investigación de la Historia del Fútbol (CIHF), resalta el aterrizaje de Cayetano Saporiti, arquero de la selección charrúa, en Barracas Athletic en 1905 y la coronación de Juan Pena con Belgrano Athletic en 1908.
El tránsito de un margen a otro del río ancho eslabonó desde allí episodios diversos, pero erigió un hito en la apertura de la década del treinta. Ocurrió que en 1931, con más zonas grises que traslúcidas y con una huelga estridente de por medio, en la Argentina fue blanqueado el profesionalismo en el fútbol y eso operó como tentación para las figuras uruguayas. Inclusive, para algunas que se habían destacado en el mundial de 1930, con una final en la que, en Montevideo, los locales vencieron a los argentinos por 4 a 2. El primer gol de ese encuentro cumbre lo convirtió Pablo Dorado, un trepidante puntero, que en 1932 fue contratado por River, abasteció con certeza al goleador Bernabé Ferreyra y disfrutó de ser campeón. En aquella final inicial de los mundiales, Dorado, además, le dio el pase a Héctor «Manco» Castro, una bandera del fútbol oriental, para que anotara el cuarto de su equipo. Castro, doble campeón de la Copa América, medallista dorado en Amsterdam 1928 y autor del gol inaugural de Uruguay en los mundiales (1-0 a Perú, gol inaugural también entre los miles que albergaría el estadio Centenario), se sumó a Estudiantes de La Plata en 1932 junto con su compañero Carlos Riolfo, otro campeón del mundo.
De los gloriosos de 1930, nadie tan exquisito como José Leandro Andrade, «la maravilla negra» según el rótulo de la prensa francesa que atestiguó su calidad en el título olímpico de 1924. Para unos cuantos analistas, el más relevante futbolista de su época. Se mantuvo en la cúspide en Ámsterdam, en 1928 y, desde luego, en el mundial montevideano. Oriundo de Salto como Cavani, sus singularidades, su pasión por el candombe y su popularidad no restringieron que ingresara en el sendero del declive. En los treinta, aterrizó en Atlanta y en la fusión de Talleres y Lanús (una institución que disfrutaría en los ochenta y en los noventa de la deliciosa y uruguaya pegada de Gilmar Villagrán, quien encadenó fascinaciones en Los Andes). Ya se le esfumaban sus luces de estrella, pero los destellos justificaban clavarle las miradas.
Atlanta posee la particularidad de que contó con aquel campeón de 1930 y con uno de 1950. En rigor, Juan Burgueño gambeteó lindo con esa casaca en 1947, tres calendarios antes de ser componente del plantel del Maracanazo. Le fue suficiente para que el periodista y poeta Julián Centeya le tributara «Polirritmo dinámico a Burgueño», unos versos que empiezan con todo este lunfardo: «Rante, grone, farolero, sos diquero/ que la pone siempre al frente/ ¡si lo saben los Atlanta/ que te ven escolasar!». Pudo existir una maravilla mayor: Alcides Ghiggia, el del gol campeón frente a Brasil, se probó en Atlanta en 1947, pero no convenció en un amistoso y partió de retorno sin el menor ruido. Los campeones mundiales de 1950 no se desplazaron en masa rumbo a la otra costa, pero algunas huellas estamparon. En especial, antes de esa vuelta olímpica. Ernesto Vidal sudó, por ejemplo, en Rosario Central en los cuarenta. Apunte sobre Central: allí ningún uruguayo significa tanto como Jorge José González, lateral derecho y campeón en los setenta, el hombre que más veces se calzó el azul y el amarillo del club. Y eso que por Rosario pasó Pepe Sasía, un virtuoso al que, sin casualidades, Jaime Roos le dedicó una canción preciosa.
Cierto es que en el curso de los sesenta casi no había formación que no incluyera a un uruguayo emblemático. El periodista Alejandro Fabbri repone casos como el del goleador Eduardo Restivo, en Chacarita, o el del defensor Hugo Rivero, en Platense. No obstante, el último cuarto del siglo veinte y, a un vértigo mucho mayor, lo que va de esta centuria aceleraron los negocios en el fútbol y, entre ellos, el de las transferencias de jugadores. Si antes la Argentina configuraba un sueño posible para los de la otra ribera, eso se potenció. El escritor y cronista uruguayo Agustín Lucas, que fue parte de unos cuantos conjuntos en su tierra y se dio el placer de una etapa en Comunicaciones, consigue abreviarlo: «Hay tipos de uruguayos amantes del fútbol argento. De los que más sé es de los que nos criamos con Fútbol de Primera. Esa fue la primera droga. Esa que no se te va más. El fútbol argentino nos entró por el Diego y por el Enzo. Y creo además que, en el fondo, los amamos, aunque a veces nos hacemos los que no. ¿Y a quien no le gusta amar a los que mejor juegan al fútbol? ¿Por qué nos sorprende Bangladesh?».

Una nómina infinita
Habrá quienes, fruto de ese ciclo, se embelesaron con Julio César Jiménez tanto en Vélez como en Ferro. O con las tardes infaltables de Charly Batista en Deportivo Español. O con las actuaciones de Marcelo Saralegui en Colón. O con la contundencia de Santiago Silva, el máximo goleador uruguayo en la Argentina, con tantísimas identidades o con su sociedad campeona con su compatriota Sebastián Fernández en el ataque del Banfield campeón del 2009. O con el Polillita Da Silva, anotador cumbre en un campeonato con River y en otro con Central. O con Michael Santos, pura eficacia en el Talleres de Córdoba subcampeón de 2023. O con las enormes jornadas de Luis Eduardo Sosa en Belgrano o en donde fuera. O con Gonzalo Vargas, en 2006, y su certidumbre frente a las redes y vestido de Gimnasia, un club cuyo jugador con más presentaciones es el muy uruguayo Guillermo Sanguinetti. O con la eficiencia de Martín Cauteruccio en Quilmes, en San Lorenzo, en Estudiantes, en Aldosivi, en Independiente. O con el Morro García, meta gol y gol, en Godoy Cruz.
En el bar viejo y céntrico de la Buenos Aires mitad propia y mitad ajena, un amigo asume delante del otro que la nómina que los ocupa es infinita. El otro coincide con la misma convicción con la que sorbe el tercer café. De otras cosas mejor no hablar, de otras cosas mejor no hablar.
–Y Lacava Schell, Hugo Nelson Lacava Schell. Qué zurdo. Jugó en mil lados: Boca, Temperley, Arsenal, Sarmiento, Talleres, Quilmes, Chaco For Ever, Santamarina, Douglas Haig. Casi nos los olvidamos…
–Lacava Schell, cierto. Muy bueno. Uruguayo tenía que ser.

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