Deportes | DI MARÍA Y OTROS REGRESOS CÉLEBRES

Volver es devolver

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Ariel Scher

El campeón del mundo conmueve cada domingo a miles de fanáticos de Rosario Central, el club que lo crio futbolísticamente. Admirado por las hinchadas, escribe una nueva historia de amor por una camiseta.

De corazón. El delantero disfruta con la casaca que aprendió a querer cuando era un niño.

Foto: Getty Images

El que vuelve siempre es Gardel. Gardel, Carlitos, cantando «Volver», que es de 1934 y de su sociedad cumbre con Alfredo Le Pera, pero ya no es solo ese tango ni es la suma de los millones de oídos que oyen u oirán ese tango. Volver ya no con la frente marchita, como lamenta la letra, sino volver para ser Gardel y sin marchitar ni la frente ni ninguna franja de la piel. Volver para ser Gardel en el fútbol. Volver sin la frente marchita, pero con la impronta afectiva que se cuela en ese tema y en cada trino de Gardel. Volver para comprobar que el fútbol de la modernidad es un espacio de negocios y de negociados, una cueva sin final para la obscenidad del dinero, un edificio mayor a todos los edificios que levantan la industria del entretenimiento, la industria del espectáculo y la industria de la comunicación, pero, aun horriblemente así, conserva un sitio, acaso el mejor de los sitios, para algo que hizo que el fútbol fuera el fútbol y se abrazara a las tripas de infinitas personas: la dimensión romántica.

Volver es eso. El gesto sensible que al fútbol se le esfuma en otros rincones. Ahí anda Ángel Di María, rey de la Tierra, campeón de cada desafío que permite ser campeón, prócer hasta para quienes hace un lustro nomás lo puteaban, seguro que otro que el chico que llegaba a las prácticas de Central con las yemitas manchadas de ese carbón que su viejo traía y llevaba fantaseando con sumar media moneda, pero el mismo, en algún sentido, porque se calza la ropa de Central y la vida es Central. Se sabe: volver es devolver. O puede serlo. Aunque salga mal (cabe que salga mal, por supuesto). Di María juega –mejor, peor, importa o no– y dice los quiero, aunque falté y ustedes comprenden por qué falté. Repara la ausencia larga, certifica que estuvo aunque no estuvo: soy de acá, bien de acá, acá me hice y acá –aunque un poco viejo– ando. El fútbol ahora es dinero, pero lo de Di María (más allá de que cobra por su presencia) referencia otra cosa: la cosa. Te quiero, los quiero, te queremos. ¿Existe para algo más importante que eso el fútbol?


El sueño del pibe
Volver es la acción romántica de esta edad del fútbol de la Argentina y no de otras porque volver es la posibilidad romántica que le queda al fútbol de la Argentina. En otra era, la condensación de lo romántico, entre miles de prácticas futboleras y románticas, residía en El sueño del pibe, de 1942, otro tango, este de Reinaldo Yiso y Juan Puey, tan de las vísceras, tan sueño y de tantos pibes que hasta lo entonó Diego Maradona en muchos espacios, por vez última al lado de un cantor luminoso como Cucuza Castiello y en el estadio de Argentinos Juniors, donde cristalizó ese sueño de pibe. Cierto que ese sueño de pibe, el fundacional («jugaré en Primera»), pervive, defendiéndose de mugres y de mugrientos de adentro y de afuera del fútbol; pero está dicho: se trataba de otra era. No había que volver porque raramente había que irse. El capitalismo –que ya mandaba, ya modelaba y ya oprimía: «Mamita, mamita, ganaré dinero», enarbola El sueño del pibe– y el fútbol ejercían otro matrimonio. La economía de la pelota funcionaba con otras y menores cifras y con otras y menores asimetrías. Si los mangos que podía abastecer el fútbol grande de la Argentina acomodaban las finanzas familiares de los cracs de antiguas etapas, la salvación de este tiempo consiste en migrar cruzando mares. Lo es desde hace décadas. Nunca como en los años recientes. Hasta volver. Y devolver.

Por eso, desde luego, las conmociones de Boca alrededor del retornado Leandro Paredes. Y las expectativas de las gentes de River en torno de Gonzalo Montiel, por ejemplo. Y, mirando hacia atrás, la hinchada de Racing vociferando «las buenas ya van a venir» en tiempos bravos a la espera de que vinieran –y vinieron– Diego Milito primero y Lisandro López después, un aprendizaje que abre la ilusión de que una tarde copien ese trayecto Rodrigo De Paul o Lautaro Martínez, los brillantes macerados en el Predio Tita, donde el club es un club. O la significación del pasaje al hogar de Juan Sebastián Verón en Estudiantes. O la constitución del Newell’s del Tata Martino en torno de Maxi Rodríguez, ayudado por otros que surcaron el Atlántico hacia estos puertos. O lo que hubiera sido –«hubiera sido» también es una dimensión eventualmente romántica de la existencia y, sin dudas, del fútbol– lo que la salud no le posibilitó al Kun Agüero en Independiente. O Damián Musto, carrera destacada, que, con sus 38 calendarios encima, se despidió bien del fútbol en España y se enfundó en 2025 la pilcha de su Alumni de Casilda para sudar cada partido con la siembra del pasado y con las ganas del presente en la liga local. En esos comportamientos cabe un montón: sobre todo, el gusto individual y la generosidad de lo colectivo.

Paredes. En Boca, otro héroe de Qatar que trajina las canchas argentinas.

Foto: Getty Images

El torneo argentino casi carece de clases medias etarias. Muchísimos pibitos, muchos postreinta, algunos extranjeros que pisan con fe el césped argentino por lo que representa como tradición y por lo que simboliza como trampolín hacia los mercados de la gran plata, algunos otros que en esta temporada posponen la partida mientras las políticas gubernamentales sostengan al dólar o al peso en cotizaciones de incierto alcance largo. Los de veintipico migran rumbo adonde les surja. Unos pocos, como Franco Mastantuono, a los 17 y al Real Madrid. Unos cuantos, sin siquiera debutar en Primera o transportando «El sueño del pibe» a fronteras donde ese tango es melodía desconocida. Otros, menos sobresalientes, hacia geografías pobladas por equipos de nombres de relativo eco. De un modo o de otro, se van.

Y, entonces, luego, algunos vuelven. Ni como consagración (ya son consagrados) ni como resignación porque el fútbol, en cada cita flamante, se empecina en multiplicarse como esperanza. Vienen como si protagonizaran «Esperándolo a Tito», de Eduardo Sacheri, un precioso cuento que hizo lagrimear a más de una estrella en Europa. Vienen para esmerarse delante de la madre, del padre, de los hijos y las hijas por ahí nacidas lejos, de los amigos que en alguna tarde constituyeron compañeros de arco a arco, de seguir siendo jugadores de Primera cuando al ovillo le restan metros escasos de hilo. En Boquita, su bella obra para su Boca, Martín Caparrós reivindica la condición de hincha desde una mirada extraordinaria: no es poca cosa ser, no es poca cosa hacerse. Retomar el comienzo de la ruta es eso: agarrar la brújula y enfocarse en la flecha que sugiere qué es y de qué está hecho, en el fondo de los fondos, alguien en el fútbol. Y, además, entre tanta modelación de una etapa para yo, yo y yo, acariciar el origen y besar las raíces implica ser con otras y con otros, ser con especiales otros y otras. Legítimamente, no es la opción de todos; pero qué viaje fascinante a casa. Y después cantar juntos y juntas la música que venga. Música de amores. Gardel. Volver.

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