18 de octubre de 2021
La pandemia ha sido –en realidad todavía sigue siendo– uno de los acontecimientos más terribles y con mayores consecuencias negativas para la humanidad.
Y justo nosotros, que parece que somos parte de la humanidad, tuvimos que padecerla.
Alguien podrá decir que, en su momento, a los egipcios les tocaron las diez plagas, que Europa tuvo su peste negra, que los pueblos originarios americanos se ligaron todas las pestes que trajeron los gallegos o que también después apareció la gripe española. Es cierto. Pero esta es distinta y más dañina porque involucra y le hace temblar la pera a toda la humanidad. Es una peste mundial, casi tan terrible como la economía mundial, a la que no hay vacuna que pueda controlar.
Pero si bien todo fue espantoso, hay un adminículo que apareció con el virus y creo que está llamado a perdurar. Me refiero al barbijo o tapaboca o como quieran decirle.
Más allá de la estúpida discusión si barbijo sí o barbijo no, que fue tomado por algunos descerebrados, no como una cuestión sanitaria, sino como un tema político, el hecho es que el barbijo se incorporó a nuestra vida cotidiana. Poco a poco nos acostumbramos a no verle la cara a nadie. En estos días no hay nada más común que ver una foto de gente muy famosa inaugurando, por ejemplo, un teleférico en el Aconcagua, y pese a tratarse de tipos conocidos, no poder reconocer a nadie detrás de los barbijos. Y si el tipo/tipa se agrega un sombrero y un par de lentes obscuros, habrá logrado desaparecer totalmente del mundo de los conocidos.
Lo mismo en fiestas familiares. Se podrá reconocer a la novia por el vestido blanco, no por la cara. En una juntada de primos, al único al que se puede distinguir en la foto es al Lucho, porque es pelado. En la calle saludamos al que no conocemos e ignoramos a un hermano. Incluso entrar a un banco con tapaboca y anteojos, que antes hubiera sido causal para que sonaran todas las alarmas, hoy es algo común. Y ni hablar en invierno donde el barbijo, además de cuidarte del bicho, te puede abrigar. Ahí se podían ver barbijos de corderito que tapaban la boca… y las orejas.
Sin embargo, en algunas sociedades, como la japonesa y otras orientales, el barbijo se usaba habitualmente cuando la persona no estaba del todo bien y quería evitar contagiar a los otros.
Pese a su notoria utilidad en todo el mundo, hubo grupos que se negaron a usarlo porque, decían, afectaban su libertad. Por ejemplo, su libertad de contagiar al prójimo. Estos tipos, los que no quieren barbijos, son los que no tendrían inconvenientes en repartir mordazas, que también tapan la boca, pero con otros fines. Digo.