Opinión

Pedro Saborido

Escritor y humorista

El día después y los siguientes

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¿Es parte del amor compartir actividades raras e inocentes? Por ejemplo: correr carreras imaginarias con desconocidos, sin que el desconocido lo sepa.
–Vamos a pasar al de buzo naranja –propone Griselda. Y su pareja, Octavio, asiente. Y ambos se largan a tratar de pasarlo al tipo antes de llegar a la frutería «¡Qué banana, Pueyrredón!». Quizá esos comercios con nombres graciosos también impulsaban a la práctica de estos desafíos, entre tontos y graciosos.
–Vamos a contar pelados desde el colectivo así no nos aburrimos.
–¿De qué color es el próximo Renault Logan que vamos a ver pasar?
–¿De qué nacionalidad será el conductor del Uber que llamamos? Se llama Félix Osmar. Y llega en dos minutos.
–A ver qué canción de Los Beatles coincide rítmicamente con el movimiento de glúteos del pelirrojo culón con calzas que va ahí adelante nuestro.
Desafíos tontos e intrascendentes, entrenamiento quizá, para asumir otros que no serían intrascendentes tonterías.
A veces Griselda y Octavio practicaban estos juegos juntos. Otras veces, por separado. Pero siempre se los comentaban. El 20 de noviembre de 2023, un día después del balotaje, Griselda, a la tardecita, le contó a Octavio:
–Hoy estuve todo el día por la calle mirando a la gente. Y tratando de adivinar/acertar/dudar… «Este seguro lo votó a Milei». «¿Esta piba lo habrá votado?» «¿Y este sesentón de bermudas y mocasines? Seguro lo votó».
–Uy, dios… –se sorprendió Octavio–. Yo también hice lo mismo. Me pasó en el bondi, en el tren, con gente burguesa, pobre, profesionales obreros, vendedores ambulantes. Pasé enfrente de un secundario y no podía dejar de mirar a los de quinto año «¡Fue culpa de estos! ¡Encima nosotros empujamos que pudieran votar!».
¿Por qué buscaban adivinar quiénes eran? ¿Deberían entonces preguntarles uno por uno por la calle? ¿Debería ser obligatorio, después de votar, que uno use una remera o tenga un sello en la frente que diga «Yo voté a X» siendo X Massa, Milei, Corach, Adelina Dalesio de Viola o Flavio Mendoza? Así, cuando todo ocurra, lo peor o lo mejor, cuando nuestra vida cambie, para peor o para mejor, podremos saber quién fue el causante de que nuestra vida no sea la que teníamos.
Griselda y Octavio se preocuparon un poco. Quizá se estaban comportando con manía persecutoria.
–Es lógico –se consolaba Griselda–, es parte del instinto de supervivencia. Saber quién puede ser el que te persiga o arruine tu vida. Saber quién es el que de alguna manera sería de tu tribu, en caso de necesitar ayuda o protección.
–Desde los primeros homínidos para acá todo grupo siempre buscó identificarse, con banderas, gorras, formas, para que cada uno sepa quién está de su lado y quién está en contra –se justificó Octavio.
–Pero claro, la democracia en realidad es un gran juego de infiltrados, de agentes secretos de voto secreto que cambian nuestras vidas sin que nosotros sepamos bien quiénes son –pensó Griselda.
¿Buscarían ellos, en algún momento, castigarlos? ¿Señalarlos como culpables? Al menos, seguro, de la angustia del día después del balotaje, de esos miedos y esas inseguridades, eran los responsables por haber hecho ganar al que uno no quería.
Freud llamaría intelectualización a este proceso. Octavio prefería decir «concretización». Darle una forma concreta a ese abstracto porcentaje. Un 56% que era solo un número, tenía que tener cara, sujeto, persona, hombre o mujer o lo que sea. Para que todos esos sentimientos tuvieran un origen claro: ellos.
Octavio y Griselda pasaron después por un montón de ideas/sentimientos: que todo se vaya al carajo, que se pudra, que si le va bien a él le va bien al país. O, en realidad, es al revés.
–¿Sería hermoso? Todo se pone peor. Y entonces 10 millones de personas les dicen a 14 millones de personas: «Jódanse. Ahora se dieron cuenta de que se mandaron un moco votando lo que votaron», gritan los 10 millones de personas, con esta miserable satisfacción de predecir y acertar un enorme fracaso.
Quizá esa idea de que sufran, paguen, escarmienten, choquen los que lo votaron al otro, tiene algo tonto y cruel (lo cruel suele ser tonto): que todo esté mal para solo tener razón. No es buen negocio. Tener razón es un goce efímero frente a un estar mal que quizá dure años.
Así que entonces Griselda y Octavio se dieron cuenta de que el libre albedrío en democracia solo existe para el que votó al que ganó. Técnicamente es así. El que pierde está obligado a vivir la vida que le decidieron los otros. Y solo hay una manera de enfrentarlo: siendo los mismos, pero otros.

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