27 de agosto de 2024
–Ahí sale Borges, ahí sale Perón, ahí sale Lennon, ahí sale… –se anticipa feliz a la salida simultánea de esos hombres en las «Casitas del tiempo» (esas donde si hay mal tiempo sale el muñequito de un varón y si hay buen tiempo, una mujer). A veces salían todos al mismo tiempo. Pero a veces fallaba, y en vez de Borges, salía María Kodama.
Claro. Él coleccionaba este tipo de recuerdos de lugares de vacaciones. Y a las casitas del tiempo, donde además tenían las del Dúo Pimpinela, Néstor y Cristina, Eduardo y Chiche, Mónica y Cesar y muchas más, les sumaba los clásicos: barcos y naves espaciales hechas de caracoles (tenía la Enterprise de Viaje a las estrellas), además de mates, postales y bolas de vidrio con agua y una falsa nieve. Era obvio que le encantaban los recuerdos. Los recuerdos de donde había sido feliz en sus vacaciones.
–No sé si feliz. Pero por lo menos había sentido placer. Algo que se parece bastante, solía decir. Ya que los recuerdos físicos empezaron a ser reemplazados por fotos. Fotos de los lugares que visitaba y lo hacían feliz. O por los menos, sentir placer. ¿Y la foto del mondongo? ¿Y la foto de la tapa de asado? Sí, solía sacar fotos de los platos que se iba a comer. O de la carne para los asados que iba a hacer. Es decir: una foto del placer antes de sentirlo. Quizá de cierta felicidad frente a la inminencia del placer.
–No sé si comprarme un Samsung TR 489, que trae 8 Sobabytes de memoria. O un I-phonsin BR W40 que tiene 15 Bolabytes. O un Pxelmor Segba FG 7984 797+94+97+dsfpk´pjp´jej´rjcm é piporé, que trae bluetooh, chaberlain y un dispositivo USV y otro «Uh, ahí se vé!», con 490 Megapomos. Necesito espacio. Porque todo el tiempo hay pedazos de placer y de felicidad para guardar y eternizar.
Y era así como seguía registrando videos y fotos de panchos, piletas con chicas en bikini, otras en el gimnasio, picadas con tomates cherry, paisajes hermosos, ropa que se había comprado. Una Ferrari en un estacionamiento, un lechón en la mesa de un banquete, gatos que no eran de él pero que decía que eran de él, para mandarle a las chicas que quería seducir. Y luego, si había un encuentro, pedirles que vuelvan a mirar la foto del gato. Y él entonces las grababa. Y les mandaba enseguida el video de cómo ellas se enternecían mirando la foto. Y las volvía a grabar mirando el video. Un recuerdo de un placer, para que el placer crezca logarítmicamente. Y después, si la seducción tenía éxito, obvio, seguiría grabando.
–No sé si voy a ver los videos y los chats y las fotos… digo, no sé si los voy a mirar en algún momento. Supongo que no. Que lo importante es el momento donde queremos eternizar algo. El momento donde compraba las casitas del tiempo y los recuerdos, siempre fue más importante que después mirarlos en casa. No sé si es felicidad o placer. A veces se me confunden.
Y fue entonces que tuvo que ir al cumpleaños de 15 de la hija de un amigo. Y entre amistades y familiares seguía grabando con su celular todo aquello que le provocaba placer. Aquella mujer de minifalda bailando, ese gordo recreando la coreografía del meneadito. Al tiempo que mandaba mensajes de wasap a otros conocidos. «Mirá al gordo bailando… es una heladera en un flete por el empedrado jajaja ja jua jua». Y así, entre voyeurismos que lo erotizaban y escenas de las que se burlaba, siguió en la fiesta. Hasta que en el carnaval carioca…
–Oh, no… –gritó cuando al acercarse al gordo y ofrecerle una careta con Nariz de Pene, para hacerlo más ridículo, el obeso en cuestión tiró un paso de Travolta, ese donde eleva el brazo y apunta al cielo con el índice, con el que le sacó el Motorola Lola MpR CGT AZOPARDO 200 de las manos y lo hizo volar hasta pegar contra el techo, para luego caer. Y lo increíble sucedió cuando el celular estalló contra el piso.
Un big bang de luces e imágenes conquistó el salón. Y con el fondo del «pe pe pe pepepe-pepepe pe» del carnaval carioca, los videos y las fotos se veían flotando en el aire. Hamburguesas, glúteos femeninos y masculinos, el gordo bailando, gatos, chicas mirando gatos, escenas de hotel alojamiento con esas chicas que miraban gatos, un tiramisú, los lobos marinos de Mar del Plata y tramos de chats donde se criticaba a muchos asistentes a la fiesta. «Martha no sabe que es la cornuda más grande de Latinoamérica», «Pepe siempre fue un idiota trascendental», «Tengo ganas de darle a Mariana, y si me apurás, también al novio y al carnicero que les vende morcilla».
Gritos, risas, indignaciones. La humillación le dijo presente al ahora pobre tipo que observa cómo la concurrencia a pleno puede ver todo lo que había quedado registrado en su celular. Muchos se divierten, otros claman venganza. El contenido del aparato, que ahora sigue flotando en el aire, alcanza para provocar la manifestación de todo el arco de insultos y descalificaciones que van desde «patético pelotudo» a «reverendo sorete hijodemilputa», con todas sus variantes y combinaciones. La escena se prolonga unos minutos hasta que, entre los ofendidos y los que se divierten, llenan de espuma de carnaval al tipo. Lo desnudan y lo arrojan a una fuente con agua estancada que hay en el jardín del salón.
La fiesta sigue. El tipo vuelve a su casa. Se ve que no hay buen tiempo. Salieron Perón, Lennon, Joaquín Galán. Y no salió de su casita del tiempo María Kodama, sino Borges, que señalando con el bastón al tipo le dijo:
«No eran felicidades, sino placeres. Muchos de estos se distinguen porque se convierten en dolor cuando alguien los descubre. Los momentos más indignos suelen vengarse cuando alguien quiere guardarlos». Después Borges le dijo algo acerca de que lo que sentía el tipo no era el placer de vivir el momento, sino la soberbia que da el poder de eternizarlo.
Y al final le terminó recomendando que se fuera a vivir a Bélgica y se pusiera de nombre Jean Claude Van Damme, o que se pusiera una escribanía en Paraguay.