Humor

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Ilustración: Pablo Blasberg

Mientras escribo esto el país es un flanazo. Por eso no voy a hablar del dólar, de la deuda, de la inflación, ni del FMI, ni de ninguna de las cosas que están cambiando minuto a minuto.
No, hoy el tema será otro, cuyo título bien podría ser: «¡Ciertas publicidades me tienen absolutamente repodrido!».
Sí señores, no las tolero más, no las soporto más. No puede ser que venga con mi nieta a la computadora a ver un capítulo de Peppa Pig, y lo primero que me aparezca sea una publicidad de una crema antiedad (?) que elimina las arrugas hasta del ombligo. Esa publicidad se podrá quitar en 3, 2, 1… pero ya las hay de en 5, 4, 3, 2, 1 y mañana no sería de extrañar que fuera en 1.546, 1.545, 1.544… Es más, hay algunas más cortas pero hay que soportarlas enteras y recién después aparece papá cerdito o lo que uno quiera ver.
Pero esto no es nada, porque minutos después la película de Peppa o Pocoyo se corta completamente y aparece, en el medio del film, una propaganda de un auto que promete transformarte en Gardel y acarrearte una selección de las mujeres más hermosas de todas las playas del Caribe. ¡Por Dios, saquen eso! Mi nietita se pone loca, yo me pongo loco, la perra se pone loca, la casa se pone loca.
Lo mismo sucede con los celulares y en los portales de internet. Queremos enterarnos de la última pelea de Trump con cualquier otro país y, de pronto, la noticia se corta y aparece una propaganda sobre comida para perros, gatos y ornitorrincos que saca de clima y reaviva la gastritis. Antes la ponían al final, ahora en el medio… en realidad en varios medios, porque suelen ser más de una.
Seguramente está prohibido leer, escuchar o ver de corrido, y que hacerlo podría tener consecuencias desastrosas para la sociedad.
Ya en la ciudad no queda una sola cuadra donde no se vea alguna publicidad, algún cartel, en una sombrilla, sobre una mesa, al costado de un colectivo o sobre la remera que use algún muchacho.
Esta última es el máximo galardón que puede tener una agencia de publicidad. Lograr que el tipo que necesita una remera o un jogging, gaste plata para comprar una que tenga estampado en tamaño gigante la marca de la prenda y luego la lleve puesta –gratis– haciéndole propaganda –gratis– por todos los lugares por donde va. ¡Todo al revés! Paga para trabajar –gratis– de lo que antiguamente se llamaba «hombre sándwich», un tipo que llevaba un cartel en el pecho y uno en la espalda publicitando algo. Con las marcas estampadas pasa lo mismo. A eso le agrega las zapatillas y cartón lleno, el tipo paga fortunas para ser una publicidad ambulante y gratuita.
Y recuerde, si no pudo ver bien esta columna, use lentes «Largavista», lo mejor para su vista.

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