Opinión

Pedro Saborido

Escritor y humorista

Una especie de felicidad

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Amelia, a pesar de su edad, suele hacer algo que pensaba que iba a dejar de hacer cuando cumpliera doce años: correr carreras imaginarias con gente, sin que aquellos lo sepan. 

–Me inspiran las pelirrojas y a veces los pelados. Es decir, voy caminando por la avenida Corrientes y de pronto veo un pelado que va a treinta metros adelante mío y ya surge el desafío: «Antes de cruzar Talcahuano, lo paso». 

Luego vendrá la competencia, que tiene varias ventajas: el pelado o la pelirroja no saben que están compitiendo, por lo cual no hacen esfuerzo alguno en ganarle a Amelia. Si pierden la carrera, Amelia les otorga el beneficio de no saber que han perdido. Y si ganan, no sentirán la soberbia de los vencedores. 

¿Y Amelia? Podrá disfrutar el triunfo, con la sola falla, por ejemplo, de no poder burlarse del derrotado.

–Sobala, pelado –podría decir sorprendiendo al competidor que no sabe que lo es; pero sería un papelón. 

Ahora, en caso de no poder pasarlo antes de llegar a Talcahuano, perdería, sí; pero nadie lo sabría. Sin testigos, el fracaso casi no lo es. 

Es decir, con la ignorancia del otro, podemos dominar situaciones y momentos. El otro es, sin saberlo, casi un juguete de nuestra voluntad. Sentimos el placer y esa felicidad que otorgan el dominio de los momentos. Ese goce de ser dueño y soberano. Debe ser una de las razones por las cuales mucha gente tiene un perro.

Ventajas de tener un perro
Amelia se dio cuenta entonces de que podía tener al lado algo que le diera esa satisfacción que tenía compitiendo con pelirrojas y pelados. En este caso lo llamó Alberto Jorge Sagasti, un perro de raza entre Fox Terrier y algún ejemplar perteneciente a un chatarrero de Lanús o Lomas de Zamora. Simpático y gauchito. Una especie de Fiat Duna a gas de los perros, no uno de alta gama.

–Realmente es hermoso tener un perro. Me recibe todos los días con una alegría enorme. No me imagino a mi esposo, a mi hija de dieciocho, a mi madre o a un cuñado recibiéndome así. Es decir: sí que me dan cariño todos mis familiares; pero mi hermana no corre por la casa, ni salta por el sillón ni rasguña la puerta o ladra descontrolada al escucharme llegar. Si hiciera eso deberíamos consultar a un psiquiatra. En cambio, en un perro es normal. Porque él es ignorante de lo que es normal o no. Y solo da cariño sin medir el intercambio.

Amelia le hizo una camita. Le compró un pulovercito. También unos zapatitos de goma para pasear. Y después unas pantuflitas para usar en el departamento.

–Me di cuenta de que se entretiene mucho viendo el programa de Majul en el canal La Nación+. Así que le compré un plasmita de 4 pulgadas y un silloncito para que se tire a mirarlo.

¿Sabe Alberto Jorge Sagasti, el perro, que está mirando a Majul? ¿O solo se entretiene con una figura de color y el sonido de su voz? ¿Sabe que alrededor de él se arma un entorno más propio de un ser humano?

–Ya tengo un carrito para pasearlo como un nene. Y le estoy armando una cucha con forma de departamento de tres ambientes. Alfombrado. Con pileta, con amenities. Y una cucha de fin de semana, con jardín, así se conecta con el verde. Quinchito y parrillita para que coma ahí los huesos. Me gusta verlo así. Humanizado.

A un perro se lo puede querer como a una pareja, a un hermano, a un padre o a un hijo. O a un amigo. Puede ser todo eso y nada de eso. Porque él no lo sabe. Lo da todo y no cuestiona. Por ahí a veces duda, o no quiere hacer algo. Amelia lo sabe. Pero aclara.

–Puede tener voluntad. Pero finalmente se hace lo que digo yo. Por eso pienso que me da todo lo que se puede pretender de un ser humano. Por eso lo humanizo, porque es casi un humano ideal. Un humano que siempre me responde. Uno podría tener un empleado o una empleada; pero estos pueden traicionar. Alberto Jorge Sagasti, mi perro, nunca lo va a hacer. Y no pide aguinaldo ni paritaria de caricias.

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