Informe especial

Dilemas urbanos

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Más de la mitad de la población del planeta vive en grandes conglomerados organizados, en general, bajo un modelo desigual que afecta la movilidad, el acceso a servicios y el uso de ámbitos públicos. El COVID-19 profundizó la crisis y generó tendencias como la vuelta al campo.

Multitudes. Aunque no es el único aspecto problemático, la densidad poblacional constituye un serio desafío en la actual coyuntura sanitaria. (Télam)

A raíz de la pandemia de coronavirus, el mundo se vio obligado a repensar la vida en las ciudades. Los grandes conglomerados urbanos debieron adaptarse a una crisis sanitaria que parece lejos de ceder. Aspectos como la movilidad, la vivienda, el trabajo, los sistemas de salud, la educación, el uso de las áreas públicas y el abastecimiento de los insumos básicos han sufrido un cimbronazo profundo. Asimismo, las imágenes de las grandes urbes colapsadas por los contagios revivieron los discursos que incentivan la «vuelta al campo», la huida hacia espacios más abiertos y alejados. Pero si bien urbanidad y pandemia son fenómenos que están relacionados, la mayor vulnerabilidad ante los contagios no estaría tan determinada por dónde se vive sino por cómo se vive: las condiciones socioeconómicas de la población, la infraestructura disponible, la calidad de las viviendas, las costumbres, el tipo de trabajo, los recursos para afrontar la emergencia, los códigos de convivencia.

Transporte personal. El incremento del uso de bicicletas, una postal que se repite. (Télam)

Un problema que emerge como central en este punto es el de la desigualdad sociohabitacional. Así, los barrios hacinados y marginados son los que más luchan para contener la propagación del COVID-19. En la Argentina, uno de los epicentros iniciales de contagios fueron las villas porteñas, donde los primeros casos se detectaron pocos días después de iniciar el aislamiento social obligatorio y que tuvo como caso emblemático el fallecimiento de Ramona Medina, militante de La Garganta Poderosa que murió por COVID-19 y que había denunciado falta de agua potable y otros insumos básicos para combatir el virus. «La pandemia puso a las claras las desigualdades estructurales que tenemos en las ciudades en las que vivimos. El COVID-19 alteró fuertemente nuestras prácticas cotidianas, el modo de relacionarnos, pero esos impactos sobre nuestra espacialidad, nuestra subjetividad, nuestros cuerpos, varían según las condiciones sociohabitacionales en las que nos encontramos», dice María Florencia Rodríguez, doctora en Ciencias Sociales y asistente del Departamento de Economía Social, Cooperativismo y Autogestión del CCC Floreal Gorini. La densidad habitacional, es decir, la cantidad de personas viviendo en un mismo espacio, juega un rol clave, sobre todo cuando pasa a convertirse en hacinamiento. «El hacinamiento –dice Rodríguez– no solo se mide por la cantidad de personas que duermen en un mismo lugar (más de tres ya se considera hacinamiento) sino que también hay hacinamiento por hogar: es decir, ya hay cada vez más unidades habitacionales donde vive más de una familia, con todo lo que eso conlleva en términos de privacidad, en términos anímicos, en términos de higiene». De acuerdo con el censo 2010, la población en villas y asentamientos en la CABA aumentó un 52,3%, en comparación con los datos censales de 2001, pasando de 107.422 habitantes en 2001 a 163.587 habitantes en 2010. «Es un crecimiento significativo en los últimos 10 años si vemos que la población se mantiene estable en la Ciudad de Buenos Aires desde 1947. También cabe señalar que hay un subregistro. Desde varias organizaciones se señala que al presente la población alcanza las 300.000 personas», afirma la investigadora. Personas en inquilinatos informales y en situación de calle, junto con el fenómeno de las tomas de tierras (un proceso que no es nuevo, pero que volvió con fuerza en el Gran Buenos Aires en el contexto de la pandemia) constituyen las caras más dramáticas del déficit habitacional, que, combinado con la pandemia, conforman un escenario sumamente complejo. «Hoy por hoy –advierte Rodríguez–, el suelo en las ciudades se ha convertido en un activo financiero, dejando a vastos sectores sin posibilidad de una vivienda digna».

Rodríguez. «Hoy, el suelo urbano se ha convertido en un activo financiero.»

Quirós. «Es necesario tratar de generar oportunidades localmente situadas.»

Gutiérrez Sánchez. «La ciudad continúa siendo el mejor lugar para vivir.»

Bercovich. «La pandemia nos hizo empezar a pensar en cómo nos movemos.»

Segura. «Nos encontramos muy lejos de un efecto “democrático” del virus.»

Ramiro Segura, doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de General Sarmiento, antropólogo e investigador del CONICET, coincide con esta mirada: «Lejos nos encontramos de un efecto “democrático” del virus. Contra lo pronosticado inicialmente, los recursos y las necesidades de las unidades domésticas modularon los impactos diferenciales de la pandemia: desde el rápido cambio de eslogan para pensar el ASPO en sectores populares urbanos por déficits habitacionales para cumplir con el aislamiento en la propia vivienda (recordemos, del “quédate en casa” a “el barrio cuida al barrio”) hasta las urgencias de trabajadores y trabajadoras informales para mantener sus ingresos, pasando por el indudable impacto desigual de la pandemia en la accesibilidad educativa en todos los niveles». El COVID-19 demostró, en otras palabras, que el espacio urbano importa y puede hacer la diferencia. «Desde la tenencia y la calidad de la vivienda, pasando por la presencia o no de bienes comunes (espacios verdes, centros de atención sanitaria), hasta la accesibilidad a bienes, servicios y actividades socialmente valoradas y necesarias para llevar adelante una vida digna, la pandemia dejó al descubierto varias décadas de políticas públicas que, más allá de sus diferencias e incluso de sus tendencias antagónicas, no abordaron la cuestión de la producción y la regulación de los usos del suelo urbano», afirma Segura. La reciente polémica por la rezonificación de los terrenos de la zona denominada Costa Salguero en la Ciudad de Buenos Aires, que se privatizarán para levantar torres de lujo y locales comerciales, vuelve a poner en escena un interrogante crucial: ¿para quiénes están pensadas las ciudades?

De un lado a otro
Junto con la vivienda, la cuestión de la movilidad es otro de los puntos problemáticos: el transporte público se identificó rápidamente como foco de contagio. Sin embargo, dejando de lado el automóvil privado, es prácticamente la única opción para quienes se ven obligados a realizar trabajos presenciales o no pueden resolver necesidades básicas en un radio cercano, tal como pedían las medidas del ASPO. «La pandemia nos hizo empezar a pensar en cómo nos movemos. En todo el mundo la gente empezó a usar más el auto, que es poco eficiente y genera otros problemas; muchas ciudades empezaron a promover la movilidad activa: caminar, andar en bicicleta. Pero no hay suficiente infraestructura para esto», afirma Fernando Bercovich, magíster en Sociología Económica y Ciudades. Extender las ciclovías y volverlas espacios seguros sería una manera de paliar esta problemática, pero también es necesario acercar los servicios a la gente. En este punto, Bercovich remarca que no todos tienen la oportunidad de contar con servicios básicos cercanos y eficientes, algo que se ve marcadamente en la Ciudad de Buenos Aires y su área metropolitana. De hecho, el Mapa de Acceso a Bienes y Servicios Esenciales, elaborado recientemente por el Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín, mostró las diferencias en los tiempos que se tardan en el Conurbano bonaerense y en la Capital Federal para acceder a ciertas prestaciones. Entre otros puntos, se logró determinar que para acceder a un cajero automático quienes viven en Belgrano tardan 3 minutos, en San Isidro 3 minutos, en Recoleta 4 minutos, en Villa Soldati 15 minutos, en Florencio Varela 18 minutos y en González Catán 20 minutos. «Todas estas cosas pusieron en crisis un modelo urbano que es de por sí excluyente y desigual. Y por eso mucha gente piensa en huir de la ciudad, porque la ciudad, tal como la estábamos pensando, tiene muchos problemas», afirma Bercovich.

Afuera. Actividades gastronómicas ocupan espacios antes reservados a los autos. (Pagni/AFP/Dachary)

Aspirar a una ciudad policéntrica, que apunte a resolver cuestiones básicas en un radio pequeño (habitar, trabajar, aprovisionarse, cuidarse, aprender, descansar) sería una de las claves para pensar las urbes del futuro. En esto se basa el concepto de «Ciudad de los 15 minutos», modelo del urbanista Carlos Moreno que fue adoptado por la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, como una de sus propuestas bandera en su campaña de reelección, que terminó ganando en marzo del 2020. «Se trata romper con un urbanismo funcional segmentado, que da lugar a una gran segregación espacial y social, fuente de un gran malestar y tensiones sociales urbanas mayores», dijo Moreno en una entrevista brindada en febrero de 2020, casi a la par de que estallara la primera ola de la pandemia en Europa. Segura también pone el acento en la relación que históricamente ha existido entre pandemias y urbanismo: «La forma de las ciudades modernas debe mucho a la búsqueda de soluciones a los riesgos sanitarios de las epidemias de cólera o de la tuberculosis, aunque aún no sabemos si los efectos del COVID-19 se traducirán en intervenciones urbanísticas análogas a las realizadas durante el siglo XIX para combatir esas epidemias».

Recuperar las calles
El uso del espacio público y el acceso a lugares abiertos son otros elementos que se han vuelto clave en estos tiempos. Así, junto con la necesidad de revalorizar y fomentar más espacios verdes surge la tendencia a «recuperar las calles». Las iniciativas de peatonalización de espacios antes reservados para los automóviles ganan terreno. «La experiencia de las supermanzanas en Barcelona, esto es, pacificar calles por las que antes pasaban autos, o que se permita manejar solo hasta 10 kilómetros por hora es una muy buena estrategia de recuperación del espacio público», dice Bercovich. El concepto, creado por Salvador Rueda, director de la Agencia de Ecología Urbana de Barcelona, se basa en establecer núcleos urbanos de unos 400 o 500 metros de lado por donde pasa el tránsito vehicular, con áreas interiores donde se limite al máximo el paso de autos y se fomenta el uso social de los espacios públicos abiertos. El microcentro porteño, de hecho, fue pensado de esta manera por Le Corbusier en la primera mitad del siglo XX. A raíz de la pandemia, ya se están implementando supermanzanas en ciudades como Córdoba y Rosario.

Encrucijada. El transporte, uno de los focos más problemáticos de la pandemia. (Télam)

Víctor Gutiérrez Sánchez, doctor en Ciencias del Hábitat por la Universidad de Yucatán, México, retoma el concepto de acupuntura urbana, del arquitecto brasileño Jaime Lerner, artífice del cambio urbanístico de su ciudad natal, Curitiba, de la cual fue intendente y donde implementó un sistema de metrobus que cambió la forma de moverse en la ciudad. «A través de la intervención puntual en ciertos sectores, tal como hace la técnica milenaria de la acupuntura, se pueden hacer transformaciones que irradien a todo el territorio. Pensar en pequeños centros, distritos, sectores, detectar los lugares estratégicos para invertir los recursos económicos, que no suelen ser infinitos», afirma Gutiérrez Sánchez. Asimismo, manifiesta que la clave son las políticas públicas de gestión urbana, esto es, iniciativas de largo aliento. Las ciudades en sí mismas no son el problema, sostiene, pero tienen problemas que no se resuelven en dos o cuatro años, que es lo que suelen durar las administraciones públicas. «La ciudad sigue siendo el mejor lugar para vivir, la que tiene más posibilidades de ofrecer calidad de vida a más cantidad de gente. Y sería, creo yo, utópico pensar en una vuelta a la vida rural, suburbana, sería físicamente imposible. Eso lo puede hacer una parte muy reducida de la población», opina el especialista mexicano. Esto, además, incrementaría la fragmentación urbana que ya generan las urbanizaciones cerradas en las afueras, además del problema de grandes manchas urbanas de baja densidad, algo que resulta costoso, poco eficiente y excluyente para gran parte de la población. Más allá de esto, según datos difundidos por la Organización de las Naciones Unidas en 2018, más de la mitad de la población mundial vive en ciudades. Y el reto de lograr que sean lugares donde se viva mejor se impone sobre todo en una crisis sanitaria sin precedentes y de consecuencias impredecibles.

 

DE LA CIUDAD AL CAMPO

Postales del éxodo

Cambio de aire. Familias jóvenes, las grandes protagonistas de un fenómeno que crece. (Pablo Martínez Olivares)

La pandemia fomentó la tendencia de emigrar hacia localidades más pequeñas, asociadas con una mejor calidad de vida. En la Argentina hay dos proyectos que acompañan a quienes buscan ese objetivo: Es Vicis y Somos Arraigo. El primero es una fundación que trabaja para desarrollar pueblos rurales con alto potencial de crecimiento económico brindando ayuda a familias que desean establecerse en un sitio de estas características con un emprendimiento productivo. «Trabajamos con las dos partes: los pueblos que quieren recibir gente y las familias que buscan mudarse a un pueblo para vivir de otro modo. Hacemos una preselección con las personas que se inscriben y luego son los habitantes del pueblo los que tienen la decisión final según las necesidades del lugar. Por ejemplo: una peluquera, un herrero o un carpintero. Quienes llegan a los pueblos lo hacen con una vivienda y con una posibilidad concreta de desarrollarse laboralmente sumando a la vida de la comunidad en la que se insertan», cuenta Cintia Jaime, fundadora y gerente ejecutiva de Es Vicis. Nacida en Argentina pero radicada hace más de 25 años en Ettingen, un pueblo de 5.000 habitantes de Suiza, Jaime motorizó, en 2014, Es Vicis (que significa «sé el cambio» en latín) porque considera «que la vida en las ciudades tal como están organizadas es inviable».
El otro proyecto que impulsa la vida y los emprendimientos en los pueblos del interior del país se encuentra en el sitio web somosarraigo.com.ar. Todo comenzó con Candelaria Schamun y Franco Spinetta, dos periodistas que dejaron Buenos Aires para instalarse en Duggan, un pueblo de 573 habitantes perteneciente al partido de San Antonio de Areco. «Para muchas personas, el imperativo de dejar la ciudad, con sus luces y carreras, promesas de éxito y supuesto crecimiento, fue algo que los empujó a instalarse en pequeñas ciudades o pueblos justo antes de que se llegara a este punto. Una decisión que hoy, con la perspectiva del tiempo, cobra real dimensión. En Somos Arraigo tenemos como misión recolectar esas historias», cuenta Schamun. Cada mes las publicaciones del sitio tienen un alcance promedio de entre 250.000 y 300.000 personas. Desde la huerta en el fondo de su terreno, con sus cinco perros, la joven dice que «lo más difícil de la vida en el pueblo es cuando llueve mucho y las calles de tierra se hacen intransitables. Además, en días de tormenta se corta la luz». También cuenta que «es una complicación no tener señal de celular» y asegura que para viajar «la ruta es complicada». Pero la contraparte es «una vida más sencilla, sin tanto consumo de cosas superfluas».
Julieta Quirós, antropóloga radicada en la localidad cordobesa de San Javier desde hace 8 años y estudiosa de los procesos de éxodo de las ciudades, afirma que si bien tradicionalmente estos movimientos fueron protagonizados por sectores medios y altos, con recursos e instrucción suficientes como para poder hacer esas mudanzas de estilo de vida, «esa cuestión de irse al Interior o de buscar el campo empezó a aparecer ahora en la pandemia desde otros sectores, por ejemplo, un amplio sector de las organizaciones de la economía popular que están hablando de la ida al campo, o de como desaglomerar o generar otras condiciones para sectores populares». Quirós se refiere a la iniciativa presentada en junio pasado por la UTEP, denominada «Un millón de chacras, un millón de viviendas», que tiene como objetivo lograr que el Estado otorgue tierras fiscales ociosas para que productores de la economía popular puedan edificar allí chacras productivas. Un proyecto auspicioso que, sin embargo, debería contemplar ciertos factores. «No se puede romantizar la ida al campo –advierte Quirós– porque para poder reproducir la vida de una manera digna en el campo necesitás ciertas condiciones, no vivís de la huerta, y si lo hacés, necesitás generar un excedente y garantizar cadenas de comercialización para después poder cambiar la rueda del auto si se te rompe o acceder a otros servicios. Solo así esos potenciales productores podrían tener una vida plena». Por último, la antropóloga señala que el anhelo de buscar «progreso» en la ciudad dio lugar a experiencias muy poco gratas para los migrantes, más allá del desarraigo. La cuestión pasaría por generar «oportunidades localmente situadas». «La historia moderna construyó la ciudad como el ideal de progreso, pero si mirás en el interior del país, las poblaciones no ven a la ciudad como un lugar al que se quiere ir, más bien reinvindican que sea posible un arraigo en el propio lugar, quedarse, trabajar en el lugar donde uno nació y se crió».