Informe especial | 1945-2025

El día que Europa no olvida

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Federico Lorenz

La resistencia al nazismo fue una apuesta ética cuyos ecos resuenan hoy frente a las nuevas formas del horror. Luchas, revolución y memoria, a 80 años del fin de la Segunda Guerra Mundial.

1944. Una columna de partisanas y partisanos griegos marchan en un sendero en los alrededores de Atenas.

Foto: Getty Images

Cuando las tropas soviéticas entraron en Berlín y los soldados estadounidenses cruzaban las ciudades alemanas devastadas y vencidas, Europa se detuvo. Había terminado la guerra más atroz que había conocido el continente. Era mayo de 1945 y el aire estaba cargado de una mezcla inconfundible: pólvora, ruinas, llanto y esperanza. Pero en los montes de los Balcanes, en los valles de Italia, en los bosques franceses y polacos, el final de la guerra no era solo la derrota del nazismo. Era, también, la victoria de una forma de resistencia que, con pocas armas y muchos sueños, había intentado mantener con vida la dignidad en medio del horror.

La resistencia partisana –diversa, compleja, contradictoria– fue algo más que un conjunto de acciones militares. Fue una apuesta ética. Fue el modo en que miles de personas, en su mayoría jóvenes, respondieron a una pregunta imposible: ¿qué hacer cuando el mundo se hunde y todo lo humano parece tambalearse? En tiempos de ocupación, de colaboracionismo, de genocidio, la elección de la resistencia significaba asumir la muerte como posibilidad diaria, y aun así seguir. Apostar a la esperanza.

Las imágenes del final de la guerra suelen concentrarse en los altos mandos: la rendición nazi, el suicidio de Hitler, la conferencia de Potsdam que delinearía los contornos de la posguerra. Con algo de suerte, en la icónica fotografía del soldado soviético izando la bandera de la URSS en las ruinas del Reichstag. Pero existe otro final, el de quienes no estaban invitados a las mesas de negociación, pero sin cuyo esfuerzo la historia sería incomprensible: el de las mujeres y hombres que pelearon desde abajo, en la oscuridad, en tremendas condiciones, con una audacia y una inteligencia dignas de admiración. El final de la guerra también fue el final de un modo de estar en el mundo, de una juventud atravesada por la clandestinidad, el miedo, la creencia en la liberación y la revolución.


Tácticas y objetivos
La resistencia al nazismo no fue un fenómeno homogéneo. Desde los maquis franceses hasta los gappisti italianos que actuaban en las ciudades, las tácticas y los objetivos variaban; pero compartían algo esencial: la idea de que la lucha militar era inseparable de la transformación social. Esto explica por qué, tras la guerra, muchos veteranos partisanos fueron vistos con desconfianza. En plena Guerra Fría, su compromiso con la justicia social resultaba incómodo. La URSS instrumentalizó su narrativa partisana como prueba de la «victoria del socialismo», mientras que en Occidente se enfatizó el rol de los ejércitos regulares. Así, figuras como la italiana Gina Galeotti –que a los 19 años transportó armas en su bicicleta– o el francés Missak Manouchian, poeta y líder de un grupo de inmigrantes antifascistas, quedaron fuera del panteón heroico. La resistencia partisana debe ser entendida no solo como una contribución militar, sino como una gesta profundamente humana. Una forma de decir no. No al totalitarismo, no al colaboracionismo, no a la indiferencia. En ese «no» se jugó la posibilidad de otro futuro.

En Italia, la resistencia partisana tuvo una formidable presencia. Tras el colapso del régimen de Mussolini en 1943 y la posterior ocupación alemana del norte del país, surgieron brigadas armadas que lucharon tanto contra los fascistas italianos como contra los nazis. La liberación de Milán y Turín en abril de 1945 –pocos días antes de la rendición alemana– fue obra de estos grupos. En esos días, los partisanos no esperaron las órdenes de los Aliados: actuaron por su cuenta, tomaron las ciudades y juzgaron a los responsables del terror. Mussolini fue capturado y ejecutado por partisanos.

En Rusia, desde el comienzo de la invasión alemana, en 1941, la retaguardia nazi se volvió un peligro para los ocupantes. Francia, Yugoslavia, Grecia, Polonia: cada país tuvo su particular versión de la resistencia. En algunos casos, como en Yugoslavia, los partisanos ‒bajo el mando de Tito‒ se convirtieron en la fuerza predominante y gobernaron tras la guerra. En otros, como en Francia, los movimientos fueron integrados a una narrativa nacional más amplia, aunque no sin tensiones.

Via Brera. Tres jóvenes partisanas armadas con fusiles celebran la liberación de Milán, el 26 de abril de 1945.

La memoria de la resistencia fue a veces glorificada, a veces silenciada. A menudo, ambas cosas al mismo tiempo. A diferencia de los ejércitos regulares, los partisanos no desfilaron en los grandes actos de la victoria. No hubo bandas tocando himnos ni medallas para todos. Muchos de ellos volvieron al anonimato, a la pobreza, a la incertidumbre del nuevo orden que se avecinaba.

El final de la guerra no siempre trajo la paz para quienes habían resistido. En Grecia, los expartisanos comunistas fueron arrinconados por un Gobierno apoyado por los británicos. En Polonia, los miembros del Armia Krajowa ‒la resistencia nacionalista‒ fueron reprimidos por el nuevo régimen soviético. En Italia, muchos combatientes tuvieron que esperar años para que se reconociera su papel central en la liberación.

La memoria de la resistencia fue disputada porque tocaba fibras sensibles. ¿Quiénes eran los héroes? ¿Los que habían seguido órdenes o los que las desobedecieron? ¿Los que se alzaron en armas contra el enemigo o los que intentaron sobrevivir sin implicarse? Estas preguntas no tienen una sola respuesta, y precisamente por eso, siguen abiertas.

Hoy, 80 años después, la resistencia partisana es, para muchos, un símbolo de libertad y compromiso; pero también es un espejo incómodo. Nos recuerda que la democracia no es un regalo ni un estado natural de las cosas. Es una conquista. Y como toda conquista, puede perderse. En tiempos de crecimiento de la ultraderecha, de discursos de odio, de negacionismo histórico, recordar a los partisanos no es solo un acto de homenaje. Es un acto de responsabilidad. Significa afirmar que hubo quienes, aun en la oscuridad más profunda, eligieron la luz. Que hubo quienes dijeron «no pasarán» cuando todo parecía perdido. La resistencia partisana no fue perfecta. Hubo errores, fracturas internas; pero fue, en esencia, un acto de coraje colectivo. Una apuesta ética que vale la pena seguir pensando.

El final de la Segunda Guerra Mundial en Europa no fue solo el colapso del Tercer Reich. Fue también el comienzo de un nuevo ciclo de luchas, reconstrucciones, memorias. Para los partisanos, el 8 de mayo no fue un punto final, sino un punto seguido. La historia de la resistencia continúa en cada gesto que defiende la democracia, en cada palabra que combate el olvido.

Recordar a quienes pelearon sin uniforme, sin órdenes oficiales, sin promesas de recompensa, es también recordarnos a nosotros mismos que la historia está hecha de elecciones. Que cada generación tiene sus propias resistencias que ejercer.

Y que, aunque la guerra terminó hace décadas, la pregunta que se hacían los partisanos ‒¿qué hacer frente al horror?‒ sigue vigente.

¿Qué hacer frente a las nuevas formas del espanto y del autoritarismo?

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