9 de octubre de 2023
Ella, judía polaca, fue deportada a Auschwitz en 1943. Su hijo fue secuestrado por la dictadura en 1977. Dos historias marcadas por el dolor, la resistencia y la decisión de dar testimonio.
Dios, dice Lea Zajac, murió en los meses de mayo y junio de 1944 en los hornos crematorios de Auschwitz. Ella estuvo ahí: fue testigo de la muerte de Dios y de la de cientos de miles de seres humanos, y conoció por dentro la brutal maquinaria de exterminio nazi. Vio a su madre y a sus dos hermanos menores apaleados y arrojados a un camión que los llevó directamente a la cámara de gas; vio cuerpos amontonados en un vagón de ganado, arrastrados durante tres días y dos noches desde del gueto de Pruzhany hasta el campo de exterminio de Auschwitz. Vio a Joseph Mengele –«sus largos dedos de araña venenosa», recuerda– tocar el tatuaje de su brazo izquierdo y pedir que su número de prisionera fuera inscripto en el libro de los que iban a morir. Vio a una joven cristiana arriesgar su vida para salvarla. Vio la bota de un asesino nazi aplastar la garganta de su amiga Malka. Vio a Malka muerta sobre la nieve del invierno polaco, y tuvo que alzarla en sus brazos por orden del mismo SS. Tuvo frío, miedo, hambre: un hambre que, como dijo en sus memorias Primo Levi, escritor judío italiano sobreviviente de Auschwitz, debería ser nombrado con una palabra nueva, porque es un hambre que ningún ser humano libre experimentó jamás.
Lea Zajac tenía 16 años cuando fue deportada a Auschwitz y sobrevivió dos años en el campo, hasta que los nazis, cercados por el Ejército Rojo, decidieron evacuarlo y arrojar a los prisioneros hacia Alemania. Fueron largos días de caminata por la nieve, en pleno invierno, en lo que se llamó la «marcha de la muerte». Uno de cada cuatro prisioneros murió en el trayecto.
De esos años le quedó la obstinación de sobrevivir, la voluntad de dar testimonio, una pierna inhábil, una pregunta sin respuesta sobre la condición humana ‒«¿Por qué», repite hoy, a los 96 años‒ y el tatuaje con su número de prisionera grabado en el brazo izquierdo: 33502, cifras que Lea dice en alemán ‒«drei, drei, fünf, null, zwei»‒, como una oración o un conjuro, como un llamado a no olvidar.
Tres décadas después de la liberación de Auschwitz, Héctor Novera, hijo menor de Lea Zajac y Marcos Novera, también fue un número. «M40», escuchaba que lo llamaban los represores del centro clandestino de detención El Vesubio. Tenía 21 años, promediaba la primavera de 1977 y entre las torturas y los intervalos para comer o dormir, tuvo la certeza de que iba a sobrevivir. En las paredes forradas de telgopor de la sala de torturas podían verse, como relatan los testimonios de los sobrevivientes, dibujos de cruces esvásticas.
«Yo no sé cómo sobreviví. Pero cuando llegué a la Argentina me di cuenta para qué sobreviví: para dar testimonio», dice Lea, una de las últimas testigos del horror nazi. «Conviví con esa historia no como una carga sino, en definitiva, como un orgullo. Pude decir “bueno, mis viejos se la bancaron”», agrega Héctor, quien recuerda también a su padre, partisano polaco emigrado a la Argentina tras el fin de la guerra. Del otro lado del dolor que enlaza sus historias está la celebración de estar vivos: vida y memoria son, para Lea Zajac y Héctor Novera, un legado, un trabajo y un compromiso que ejercen día a día.
‒Lea, te suelen preguntar cómo sobreviviste al horror de Auschwitz. ¿Hay alguna respuesta a esa pregunta?
LZ: La palabra Auschwitz es un símbolo. Auschwitz es el símbolo de campos de exterminio, pero hubo muchísimos más donde perecieron centenares de miles de personas. Fueron seis millones de seres humanos. Un millón y medio de niños, de bebés. Auschwitz era todo un conjunto de pequeños campos y toda esa conjunción, ese complejo, era una sola fábrica de muerte. A mí me tocó dos años completos en el campo. Y la primera pregunta siempre es esa: cómo sobreviví. Yo no sé cómo sobreviví porque no fui ni la más fuerte, ni la más inteligente. Pero sí sé para qué sobreviví: para esto, para dar testimonio, para contar a las futuras generaciones, para que saquen sus conclusiones, para que sepan qué deben hacer en el futuro para que esto no se repita. Que luchen contra la discriminación. Y me lo tomé muy en serio: hasta hoy en día, mientras puedo, doy testimonio. Por mi madre, que tenía 29 años, por mi hermanito en brazos, empujados a la cámara de gas, en nombre de todos aquellos que fueron llevados… Y ese tremendo por qué que me voy a llevar conmigo cuando me llamen.
–¿Llegaste a alguna respuesta sobre ese por qué en todos estos años?
LZ: No, porque lo que hicieron con nosotros, el porqué, no tiene explicación. El porqué. En nombre de todos aquellos que fueron acallados y no pueden hacerlo, yo me siento la voz de ellos.
‒Atravesaste varias situaciones en el campo en las que la solidaridad de otras personas te ayudó a sobrevivir…
LZ: Para mí fue sumamente importante en ese sentido, tuve suerte y pienso que aporté también a esta suerte porque en ningún momento perdí el sentimiento de ser humano, traté de no llegar a lo que muchos llegaron, un ser humano que dejaba de ser un ser humano porque ya no le importaba nada, ya no funcionaba, estaba todavía respirando, pero era prácticamente un muerto. Al llegar al campo, de 2.000 personas de nuestro transporte, a lo mejor eran ciento y pico de mujeres que se salvaban, nada más. Estaba mi madre con mis dos hermanitos, mis tías, todas con hijos chicos, y antes de subir al camión que la llevaría a la cámara de gas, mi madre se dio cuenta de que a la hermana de ella, la menor de todas, que tenía veintipico de años, la habían mandado a un grupito de mujeres en el que no había ni niños ni ancianos. En ese momento, en esa situación límite, a mi madre, no solo a ella, al ser humano, la cabeza le empieza a trabajar a mil. Se dio cuenta de que a lo mejor en ese grupito yo tenía más posibilidades de sobrevivir, y me gritó, «Lea, corré», y hasta hoy en día estoy pensando por qué corrí. En ese momento uno no piensa, uno quiere salvarse, uno no quiere morir. Uno quiere huir de la muerte. Instinto de conservación. En ese momento no pensé, y después el sentimiento de culpa lo llevé encima muchos años: ¿por qué yo sobreviví y ellos murieron de esa manera tan tremenda? Corrí y me escabullí entre los nazis, en ese momento había un pandemónium, gritos, la gente llorando, buscando uno al otro, los ancianos tirados al piso, nos trajeron esa masa humana que cayó del vagón, muchos muertos porque uno pisaba al otro, no había dónde estar parado, un hedor terrible de dos noches y tres días viajando, hay cosas que no se pueden narrar, que son directamente inenarrables… Y me puse en ese grupito donde estaba mí tía. Ella también sobrevivió, a su hijita la mandaron con mi mamá a la cámara de gas, pero ella sobrevivió. Fuimos las únicas de una familia de 80 personas.
«Cuando yo salí libre, fue el día más desdichado de mi vida, cuando me abracé con mi tía, éramos las únicas, estábamos solas y dijimos: “¿Ahora qué?”.»
Lea Zajac
‒Hay también una historia con una médica rusa que estaba en el campo…
LZ: Sí, ella me adoraba y yo la adoraba a ella, hablábamos en ruso, ella se escapa del campo de prisioneros políticos, la recapturan, la torturan y para que muera la mandan a Auschwitz. Pero ella sobrevive y en su condición de médica la mandan al hospital, entre comillas, porque en realidad era una antecámara de la cámara de gas. Y ella me dijo: «Yo no te puedo salvar, pero te voy a ayudar a no caer en manos de los que seleccionan». Porque una vez por semana seleccionaban a los que no servían, y los mandaban a la cámara de gas. Yo ya tenía la pierna hinchada y por eso, cada vez que había una selección, era candidata. Ella se enteraba un día antes o unas horas antes y me mandaba al campo de trabajo, pasaba la selección y yo al día siguiente volvía al hospital, ella me guardaba la cama. Pero ese día del año 1944 ella no estaba, y de repente cayó Mengele con su secretaria y varios esbirros. Nos sacaron de la cama, todas desnudas. Y él, con sus largos dedos de araña venenosa, pronunció mi número a la secretaria. Y me anotaron. Quiere decir que al día siguiente a la mañana, bien temprano, tenían que venir del campo de los hombres un grupo especial que se llamaba «Sonderkommando», que trabajaba en las cámaras de gas y en los crematorios. Pero resulta que ahí mismo había una supervisora, una recluta austríaca, cristiana. Y ella a la noche, cuando se fue el nazi que siempre estaba al lado de ella cuidando, buscó la lista, expuso su vida por mí, pudo borrar mi número y puso el número de una polaca que había muerto ese día. Y así fue como, cuando a la madrugada vinieron y sacaron a todas, yo quedé sola sentada en mi cama, y después supe por qué. Así que este y otros tantos momentos lo incitan a uno a pensar: ¿Cómo es posible que el ser humano sea capaz de sacrificios, de sacrificar la propia vida por el otro y al mismo tiempo infligir tanto sufrimiento, tanta matanza, a sus semejantes?
‒¿Cómo fue la transmisión de estas memorias en su familia? Héctor, ¿cuándo te diste cuenta de que tu madre era una sobreviviente?
HN: Desde muy chico, porque mucha de la gente que rodeó a mis viejos, y que eran tíos de la vida nuestros, eran también sobrevivientes. Me acuerdo, tengo muy marcado, por ejemplo, que en el colegio judío, el Peretz de Villa Lynch, para el acto del levantamiento del gueto de Varsovia mi mamá siempre estaba, y cuando se relataba o se conmemoraba o se cantaba el himno de los partisanos, más de una vez la vi llorar. De mi viejo siempre me llamó la atención que tenía dos agujeros en la espalda. Él venía de un gueto más chico, en Bialystok, cerca de la frontera con Rusia. Y lo que sé de él, lo que nos contaron, fue que cuando él iba con su familia en los vagones, su padre y otros hombres lograron desatornillar la puerta y él saltó junto con otro. Y los balearon cuando saltaron del tren, pero se salvaron. Volvieron al pueblo y unos vecinos católicos los recibieron…
«Conviví con esta historia comprendiendo la magnitud de la tragedia, pero con la alegría de que mis viejos se salvaron. No como una carga sino como un orgullo.»
Héctor Novera
LZ: Fue una sola vecina, porque hubo muchos otros que denunciaban a los judíos.
HN: Esta vecina lo recibió y le dijo, andate porque acá hay muchos que colaboran con los nazis. Y él se escondió en los bosques, se juntó con otros y se la fue bancando hasta que los rusos, con la contraofensiva después de Stalingrado, liberaron esa zona de Polonia. A mí de chico todo eso me impactaba, porque aún no lograba entender la magnitud, después cuando uno ya se hace adulto, estaba claro de dónde venía. Y conviví toda mi vida con eso. Conviví comprendiendo la magnitud de la tragedia, pero con la alegría de que por suerte mis viejos se salvaron. No como una carga sino en definitiva como un orgullo. Decir «bueno, mis viejos se la bancaron. Pudieron. Y pudieron después encontrarse en la vida y armar una familia». Yo mamé mucho amor, mucha alegría, tuve una infancia y una vida hermosa, a pesar de los golpes.
‒¿Cómo se enlaza esa memoria con tu propia historia de sobreviviente?
HN: Cuando a mí me secuestran, después de los primeros días, porque, aunque algunos compañeros ya habían desaparecido, hasta que a uno no le toca en carne propia no toma conciencia de que le puede pasar, después de esos primeros días, una de las fortalezas internas que tuve fue pensar que si mis viejos sobrevivieron a tamaña tragedia, yo también iba a sobrevivir. Y me hacía fuerte en esa historia, en esa imagen.
‒Estuviste secuestrado en el centro clandestino de detención El Vesubio.
HN: El primer día estuve en el Club Atlético, y después me llevaron a lo que, reconstruyendo, más tarde supe que era El Vesubio. Tenía 21 años. Era 1977. Después de los primeros días, que son los más duros porque son interrogatorios, torturas, hasta que entrás en una cierta rutina donde eso se afloja un poco, ya no eran torturas diarias, pensaba: «¿Cómo me voy a morir a los 21 años?». Era impensable para mí, no podía ser, yo tenía una vida por delante, y una vida con muchos sueños y muchos proyectos. Por suerte tengo el orgullo de decir que no me quebré, no denuncié a nadie, puedo mirar a todos mis compañeros a la cara, la inconsciencia de la juventud y el compromiso político me ayudaron a fortalecerme interiormente y me la pude bancar.
‒Además de que eran muy jóvenes, ¿qué otros puntos en común pueden encontrar en las experiencias que vivió cada uno durante su cautiverio?
HN: El tema de la pulsión por la vida en una situación así no lo podés medir hasta que no estás ahí, porque no sabés cómo va a ser la reacción. Pero la pulsión por la vida es fuerte. No pasé por la magnitud de la tragedia que sufrió mi mamá, pero acá hay 30.000 compañeros que no están. Entonces, es importante poder transmitir que no se vuelva a repetir, estamos justamente en estos momentos ante una incertidumbre grande con las elecciones, tanto Patricia Bullrich como Milei tienen posturas negacionistas y se vuelve a reavivar la teoría de los dos demonios. Yo pude dar testimonio en los juicios de El Vesubio y aporté mi granito de arena para juzgar a parte de los genocidas. La síntesis de memoria, verdad y justicia está presente tanto en los testimonios de mi mamá como lo que puedo transmitir yo.
‒A ambos les arrebataron, de alguna manera, sus nombres, los llamaban por un número, como una estrategia de despersonalización o deshumanización.
HN: Sí, yo era M40. Pero en ese momento no tomás conciencia de la despersonalización. Te concentrás en la sobreviviencia diaria, en una estrategia para durar un día más y soñar con la libertad, soñar de vuelta recuperar la vida. En eso te aferrás, a los afectos, a mi novia, mis viejos, los compañeros, mis amigos más cercanos, mis compañeros de militancia, pasiones, Boca, que para mí era una herramienta de sobreviviencia también… Cuando me secuestraron, hacía pocos días que yo había vuelto de Montevideo, donde Boca había ganado su primera copa Libertadores. Fana de Boca, desde muy chico fui a la cancha. Y cuando estaba en El Vesubio, Boca estaba jugando un partido por el campeonato local y escucho en la radio, de la guardia de adelante, porque había un silencio absoluto ahí, y escucho que el que pateó de Boca un penal, lo erró. Y por dentro lo puteo y digo «no podemos no ganar este partido…», pero enseguida pienso: «¿Pero yo estoy loco? ¿Cómo en una circunstancia así puedo hacerme mala sangre por esto?». Y me contesté a mí mismo: «Si me hago mala sangre por esto quiere decir que no me quebraron, estoy vivo y no estoy loco».
‒Héctor, alguna vez contaste que cuando volvés a tu casa después de haber estado secuestrado, tu mamá y tu abuela no estaban. ¿Cómo es esa historia?
HN: El día que me largan, el 14 de octubre, cuando llegué a mi casa, estaban mis abuelos, estaba mi tío, pero mi mamá no estaba. ¿Dónde estaba? Estaba en cana. Porque el día anterior con mi abuela habían ido a una marcha. Todavía no estaban constituidas como tales las Madres de Plaza de Mayo, pero los familiares se empezaron a organizar en forma solidaria para generar algún tipo de reclamo. Y esa noche, o la noche anterior, las habían metido en una comisaría.
«No sé cómo sobreviví porque no fui ni la más fuerte, ni la más inteligente. Pero sí sé para qué sobreviví: para dar testimonio, para contar a las futuras generaciones.»
Lea Zajac
‒Lea, ¿cuando se llevaron a tu hijo tuviste en algún momento la sensación de que se podía repetir algo de lo que habías vivido en Auschwitz?
LZ: Directamente me dije, «otra vez a Auschwitz a mí no me llevan», porque yo sentí que estaba otra vez en Auschwitz cuando a él lo secuestraron. Salí a luchar, había unos policías cuando yo iba todos los días con el papel de hábeas corpus para presentar en el Ministerio del Interior, y ahí ellos, con esas caras, parecían nazis. Y yo pasaba al lado de ellos, los miraba y sentía que estaba otra vez en Auschwitz. Y me dije: «Otra vez a mí no me van a llevar. Si él no vuelve, yo no voy a vivir». Fui a la Plaza de Mayo, la abuela de él dijo «yo también voy», y fuimos alrededor de la pirámide gritando «que digan dónde están, que digan dónde están». Nos llevaron a la comisaría 5, en Lavalle, y al día siguiente nos tomaron los pianitos de los dedos y nos soltaron, ¿qué iban a hacer con nosotras? Y yo no sabía que él ya estaba en casa aquella noche…
‒¿Cómo ven, como sobrevivientes, el avance de grupos de ultraderecha y el negacionismo tanto de los crímenes de la dictadura argentina como de la Shoá?
LZ: No tengo ninguna duda de que la historia vuelve a repetirse. La historia se repite constantemente. Cuando yo salí ya libre, fue el día más desdichado de mi vida, cuando me abracé con mi tía, éramos las únicas, estábamos solas, y dijimos: «¿Ahora qué?». Quedamos solas de semejante familión, sin nada, sin casa, sin techo, sin parientes, sin nada. Y dijimos: «Después de esto ya no puede haber más guerras». No puede. Pero holocaustos hay todos los días: ¿Qué pasó en Bangladesh? ¿Qué pasó en Ruanda? A 600.000 niños dejaron morir de hambre. La humanidad no aprendió.
«Cuando me secuestran, una de las fortalezas internas que tuve fue pensar que si mis viejos sobrevivieron a tamaña tragedia, yo también iba a sobrevivir.»
Héctor Novera
HN: En los que niegan la Shoá, los que niegan el terrorismo de Estado, hay un trasfondo político detrás. En definitiva, el capitalismo, en la medida en que acumula y no distribuye, a veces domina políticamente y a veces, cuando no hay más remedio, para obtener beneficios económicos y mantener el statu quo debe recurrir a las guerras. Hay que luchar contra todo eso. Siempre hay atrás un trasfondo político-económico.
LZ: Y, sobre todo, siempre votar por la democracia, por más precaria que sea. Un régimen donde tengas derecho de pataleo, donde tengas libertad de poder contar lo que viviste.