28 de enero de 2024
El Gobierno avanza con la imposición de un ajuste regresivo, mientras disputa en el Congreso Nacional un marco normativo que permita consolidar un país para pocos.
Casa Rosada. Sede del Poder Ejecutivo a cargo del presidente que intenta hacerse de atribuciones del Poder Legislativo.
Foto: Jorge Aloy
Una vieja tradición argentina dice que un nuevo gobierno tiene 100 días de gracia antes de que le lluevan las primeras críticas a su gestión. Javier Milei ya habrá consumido, al 30 de enero, la mitad de ese período. En pocas semanas ya tuvo una crisis de gabinete, debió bajar artículos importantes de su proyecto de ley ómnibus porque no serían votados ni por sus aliados, se enfrentó con lideres internacionales y en ese camino fue acumulando en su contra hasta a sectores que lo habían votado y confirmó el rechazo de quienes nunca creyeron que la solución para los problemas nacionales fuera una motosierra o el regreso a la Argentina de fines del siglo XIX.
Señales de cómo sería la gestión del paleolibertario abundaron desde el primer día, y nadie puede decir que no la vio venir. Nunca un presidente de la democracia había elegido darle la espalda al Congreso Nacional en su discurso inaugural, como hizo Milei aquel 10 de diciembre que parece tan lejano. Tampoco hubo presidentes que les hubieran dado a espalda tan ostensiblemente a los socios estratégicos del país, como lo hizo al otorgarle estatus oficial al exmandatario brasileño Jair Bolsonaro en contra del presidente Lula da Silva.
Es que si algo caracteriza al núcleo más cercano al presidente argentino es su dogmatismo. Los primeros tropiezos internacionales fueron, en tal sentido, protagonizados por su canciller, Diana Mondino, que tuvo que enfrentar chisporroteos con Itamaraty aun antes de asumir el cargo. Luego tuvo enfrentamientos con el gobierno chino, al que en un inexplicable gesto de provocación le mencionó el derecho de Argentina a comerciar con Taiwán en un encuentro con el embajador Wang Wei.
La relación con la segunda potencia económica del mundo se ha convertido en tan determinante para la Argentina que Mondino tuvo que admitir ante el mismo Wang que el país, como viene ocurriendo desde que se restablecieron las relaciones diplomáticas, en 1972 –plena dictadura de Alejandro Agustín Lanusse–, reconoce la existencia de una sola China y que Taiwán es una provincia indivisible de esa Nación.
Cuestión de peso
Pero esos son apenas detalles de cómo La Libertad Avanza (LLA) piensa que deben conducirse estas pampas. Porque ese mismo esquema de rigidez intelectual se intentó aplicar al resto de la cosa pública. En un contexto en el que, y esto es un punto clave, LLA no tiene suficiente peso político como para imponer sin más sus propuestas, pero sí tiene voluntad en pasar por sobre usos y costumbres sin reparar en daños y contando con el apoyo de medios hegemónicos.
Esto fue muy evidente en el anuncio del DNU 70/2023, que de un plumazo borra más de 300 leyes, que recibió cuestionamientos en varias instancias judiciales y está a la espera de que la Corte Suprema decida sobre su constitucionalidad. Algo que juristas de toda laya han dicho que no pasa el filtro de la legalidad de acuerdo con la Carta Magna vigente. Además, generó, con su solo anuncio, una reacción social inédita para un gobierno recién asumido: miles de argentinos y argentinas expresaron un espontáneo rechazo en marchas y cacerolazos.
El anuncio de ese DNU se recuerda por el rol predominante que tuvo el economista Federico Sturzenegger, uno de los adalides de esta reconstrucción oligárquica. El expresidente del Banco Central durante la gestión Macri había sido impulsor del ruinoso megacanje de deuda externa en el final del gobierno de Fernando de la Rúa. En esta tercera oportunidad que le da la vida, se lo vio con un traje celeste que se destacaba en el entorno de ministros más bien formales cuando Milei leía el mensaje en el que se prometía que iba a volver la Argentina potencia. El académico del Instituto Tecnológico de Massachusetts y de Harvard entonces no tenía un puesto definido en el Gobierno y oficiaba de «ministro sin cartera», el que le acercó a Milei el plan de megaajuste regresivo que le había propuesto a Patricia Bullrich cuando era candidata presidencial. El otro personaje que también venía de fracasos previos con el macrismo, Luis «Toto» Caputo, se instaló en el Ministerio de Economía con la tarea de arreglar el problema de la deuda con el FMI que él mismo había generado en su paso por ese puesto, en 2018. Su primera medida esta vez fue una devaluación del 118% de la moneda argentina. Una devaluación sin paracaídas, acompañada por la liberación de todos los precios que golpeó directamente en los bolsillos de los ciudadanos con menos espaldas para resistir.
Milei. En sus primeras semanas de gestión se enemistó con los dos principales socios comerciales: China y Brasil.
Foto: Getty Images
Bases austríacas
Sobre llovido, mojado, a poco de que el DNU generara rechazos sucesivos de los afectados y de aquellos que saben cómo puede terminar todo, el Gobierno envió al Congreso la ley Ómnibus, que con el rimbombante nombre oficial de «Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos» pretende modificar o derogar otras 360 leyes.
Tanto el DNU como el proyecto de ley Ómnibus intentan una reforma tan profunda de la vida de los argentinos que ni siquiera las dictaduras que se sucedieron desde 1955 pudieron lograr. Y acá es bueno recordar quiénes son los mentores de Milei y a qué obedece su, a esta altura, empecinada defensa del liberalismo más feroz. Uno de los personajes más influyentes de la llamada Revolución Libertadora fue Alberto Benegas Lynch, padre del ahora diputado «Berty». Impulsor de la escuela económica austríaca –Ludwig von Mises y Friedrich Hayek, entre los que Milei suele mencionar–, Benegas Lynch, de 83 años, es un furibundo enemigo de todo lo que huela a socialismo. Escuchar las diatribas del presidente contra estas ideas es rememorar sus columnas en el diario La Prensa de los años del peronismo proscripto. Las mismas añejas consignas que repitió Milei en el Foro de Davos, para sorpresa del mundo.
Puede decirse que esa línea ideológica abomina de tres «so»: socialismo, solidaridad y soberanía. Y no lo ocultan, de allí que busquen denodadamente relaciones carnales con Estados Unidos y el Occidente, sin medir incluso los beneficios que ese seguidismo pueda acarrear al país. Lo hicieron en los 30 con el tratado Roca-Runciman, que ató al país a una potencia decadente. Por eso suena a extemporáneo que defiendan ahora la dolarización, su manera de evitar que «los políticos» puedan usar «la maquinita» para llevar adelante propuestas públicas.
Esta suerte de fanatismo liberal que viene de los Benegas Lynch y se inscribe en el gen de Milei y Mondino, al que algunos denominan «fascismo religioso de mercado», es el que lleva a que tanto el inquilino de la Quinta de Olivos como la canciller traten con desprecio a quienes no piensan igual, lo que en cualquier gobierno resulta fuente de enfrentamientos constantes, como se ve desde el 10 de diciembre pasado.
Así, la oposición más amigable –esa del PRO, de un núcleo importante de la UCR, del llamado irónicamente «peronismo tolerable» y de gobernadores de esos espacios– se las ven en figurillas para dar su apoyo a la ley Ómnibus. En los últimos días de enero, hubo ingentes cabildeos en esos sectores para modificar las propuestas más irritativas para los votantes de cada uno de esos ámbitos mientras recibían furiosas acusaciones de la Casa Rosada.
Los negociadores se topan con mensajes francamente ofensivos del presidente o del titular de Economía, pero que soportan sin despeinarse, con un estoicismo digno de mejor causa. El eje de cada intervención es que los que no querían apoyar las iniciativas oficiales es porque esperan una coima. Caputo, que también es un agresivo «tuiteador», tampoco se guardó brulotes y amenazas a quienes no firmen a libro cerrado esas propuestas como las únicas posibles para que el país salga del atolladero en que se encuentra.
Andando las horas, y cuando se acercaba el día que la CGT se había fijado para su primer paro general y movilización contra el DNU y el megaproyecto de ley, se evidenció que no le iba a resultar fácil al Gobierno lograr su objetivo. Por un momento, parecía que esas ínfulas de violencia verbal contra la oposición se morigeraban en aras de obtener apoyo legislativo. Los puntos más urticantes eran el intento de retorno del Impuesto a las Ganancias para al menos 800.000 trabajadores –revirtiendo una medida del exministro de Economía y candidato Sergio Massa que apoyó LLA–, las privatizaciones, los tramos de la reforma laboral y la fórmula de actualización de las jubilaciones. En paralelo, crecían los amparos en el fuero judicial a la espera de que se termine el mes de feria para que la Corte intervenga. Hasta que el 26 de enero el ministro Caputo anunció que bajaban el capítulo entero de reformas fiscales, aunque seguía en la mesa la consigna «déficit cero» a cualquier precio.
Lo que también quedó claro luego de extenuantes sesiones parlamentarias en las comisiones que analizaron el megaproyecto de ley y que, a duras penas, aprobaron un dictamen con el apoyo de 55 diputados –34 de ellos en disidencia– es que el Gobierno no dudará en apelar a todas las mañas que se atribuyen a «la casta» política con tal de cumplir con sus objetivos. Por ejemplo, cuando todavía no se habían acallado las voces de la protesta en todo el país, se supo que el dictamen firmado tuvo cambios de última hora en una maniobra que para algunos críticos responde a un símil «Banelco» de Milei, en homenaje a aquella ley de tiempos de De la Rúa que selló en gran medida el destino de ese gobierno. Según las denuncias, en una reunión subrepticia en la casa de un flamante dirigente de LLA se acordó hacer cambios sobre el texto votado, lo que invalidaría su legitimidad. En condiciones normales de democracia institucional, claro.
24 de enero. Multitudinaria protesta en Buenos Aires y decenas de ciudades contra el DNU y el proyecto de ley Ómnibus.
Foto: NA/Reuters
La respuesta
La movilización del 24 de enero fue masiva en todo el país y significó un desafío de las organizaciones sindicales ante las amenazas del protocolo antidisturbios de la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, quien desde su primer día de gestión –otra reciclada de anteriores gobiernos de destino malogrado– hizo gala de un estilo prepotente y enmarcado en el marketing político. Como cuando informó de la detención de una célula terrorista que resultó ser un peluquero, un entrenador de ping pong y un fabulador, luego liberados por falta de pruebas. Un detalle del proyecto de ley Ómnibus la pinta de cuerpo entero: la primera versión penalizaba las reuniones de más de tres personas, algo que dijo, había sido un error de redacción y cambió por 30. ¿Error o chicana para que parezca que ceden algo en las negociaciones?
Era ella la que pensaba poner en marcha el paquete de reformas de Sturzenegger. De hecho, la propaganda en la que el polémico funcionario, ahora al frente de la flamante Unidad Transitoria de Desregulación de la Economía, entrega un mamotreto con el que piensa cambiar para siempre la historia argentina formaba parte de la campaña del PRO. Y el lema era «si no es todo, no es nada», lastimoso reverso del «Triunfo agrario», de Armando Tejada Gómez y César Isella que cantaba Alfredo Zitarrosa.
Los cambios que Milei pretende imponer, a todo o nada, son los que el golpe de 1955 no pudo completar, al igual que el de 1976 y el gobierno de Carlos Menem, que lo puso en marcha, pero se estrelló con la convertibilidad, en diciembre de 2001. Macri hizo lo suyo, pero tampoco llegó a avanzar demasiado y fue repudiado en las urnas. Volver a Juan Bautista Alberdi, como proclaman, sería volver a la Constitución de 1853 –que a la sazón no firmó la provincia de Buenos Aires–, cuando no había leyes laborales y el país estaba subsumido en el Imperio Británico. Años de oro que esa élite todavía añora. Previo a los «desvíos» de Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón, entre otros, y a la democracia recuperada hace 40 años.