10 de septiembre de 2023
El dictador impuso un modelo de terror que dejó heridas abiertas en la sociedad chilena. Influencia regional y legado político del genocida que murió impune.
Tiempos oscuros. Pinochet ofrece un discurso en la localidad de Puerto Montt en 1988, dos años antes del final del Gobierno de facto.
Foto: Getty Images
Augusto Pinochet gobernó Chile durante 17 años a fuerza de fusilamientos, desapariciones y detenciones ilegales. En esa larga noche, y como cabeza de una de las dictaduras más sanguinarias de América Latina, impuso el terror en todos los ámbitos de la vida cotidiana. Su gobierno fue sinónimo de represión y muerte. De exilio y tortura. De neoliberalismo y fascismo. De genocidio. Tan profunda fue la huella que dejó que, aún hoy, su sombra sigue presente en la sociedad chilena como símbolo de heridas que no cicatrizaron y que siguen doliendo casi tanto como hace medio siglo. Su historia política y personal es, también, parte de la historia más oscura de nuestra región.
Augusto José Ramón Pinochet Ugarte nació el 25 de noviembre de 1915 en Valparaíso. Fue el primero de los seis hijos de Augusto Pinochet Vera y Avelina Ugarte Martínez. A los 17 años entró como recluta a la Escuela Militar en Santiago de Chile. Egresó tres años después con el rango de alférez de infantería. En el ámbito castrense empezó a forjar su personalidad: seriedad, rigidez, disciplina y verticalismo a ultranza. Cualquier cosa parecida al debate o la búsqueda de consensos era mala palabra, síntoma de debilidad. Presagios de lo que vendría después.
Se casó con Lucía Hiriart Rodríguez, con quien tuvo cinco hijos mientras desarrollaba una vertiginosa carrera militar. En 1971 asumió como jefe de la guarnición Santiago. Dos años después, el 23 de agosto de 1973, el por entonces presidente Salvador Allende lo designó comandante en jefe del Ejército. Reemplazó al general Carlos Prats, quien pasó a integrar el gabinete como ministro de Defensa, en un intento del mandatario socialista por aquietar las aguas en un momento sumamente delicado: la derecha y las grandes corporaciones impulsaban una violenta ofensiva contra las principales políticas del Gobierno, como la nacionalización de recursos estratégicos (agua, luz, cobre) y la reforma agraria.
Ataque a la democracia
Para entonces, los jefes de la Fuerza Aérea y la Armada estaban decididos a dar el golpe. Contaban, además, con el apoyo del gobierno estadounidense de Richard Nixon. Solo faltaba el aval de Pinochet, que llegó 36 horas antes del asalto contra La Moneda. La traición –contra Allende y también contra su propia patria– se concretó el 11 de septiembre de 1973: los militares bombardearon y ocuparon el palacio presidencial. Allende tomó en ese momento la dramática decisión: se suicidó con un fusil que le había regalado Fidel Castro y que apenas unos minutos antes había usado para defenderse. «Misión cumplida. Moneda tomada. Presidente muerto», celebraron los golpistas. El gobierno socialista de Unidad Popular era parte del pasado. La democracia, como en otros países de la región, también.
Con Pinochet a la cabeza, la Junta Militar suprimió el Congreso y decretó un toque de queda eterno, instaurando un régimen dictatorial que puso fin a todo tipo de libertad. Apoyado por el diario El Mercurio y otros grandes medios de comunicación, el régimen puso en marcha un plan de reformas digitado desde los Estados Unidos. El timón de la economía quedó en manos de un grupo de jóvenes formados en la Universidad de Chicago. Los «Chicago boys», discípulos de Milton Friedman, convirtieron a Chile en una suerte de laboratorio, de primer ensayo del modelo neoliberal que luego se expandiría por el resto del mundo.
El Estado quedó reducido a su mínima expresión, dejando librada la economía a la mano invisible del mercado. Se eliminaron las protecciones arancelarias para la industria local y se privatizaron las principales empresas estatales. El régimen de seguridad social también quedó en manos privadas. «Los ricos son los que producen plata y hay que tratarlos bien para que den más plata», era la rudimentaria idea de Pinochet.
Un plan de esas características solo podía imponerse con terror. La dictadura restringió derechos civiles y políticos, censuró y cerró medios de comunicación, declaró la ilegalidad de varios partidos y persiguió a todo opositor. La represión fue ejecutada por la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), agencia policial creada especialmente por Pinochet para secuestrar, torturar y asesinar a todo aquel que fuese considerado enemigo. La organización operaba como parte del Plan Cóndor, el instrumento de muerte que unía a las dictaduras del Cono Sur bajo la coordinación de la CIA.
Las violaciones a los derechos humanos fueron sistemáticas. Según datos oficiales, hubo entre 1.200 y 3.200 personas desaparecidas o asesinadas, unas 28.000 fueron torturadas y 300.000 huyeron del país. Más de 80.000 pasaron por distintos campos de concentración. El Estadio Nacional de Santiago se convirtió en el centro de detención más grande de América Latina. Hoy, bajo una de sus tribunas, funciona un espacio de la memoria que recuerda a detenidos, asesinados y desaparecidos que pasaron por allí. Entre ellos, el célebre cantautor Víctor Jara.
La crisis económica de 1982 generó las primeras grietas dentro del régimen. Mientras apoyaba al gobierno británico de su amiga Margaret Thatcher en la Guerra de Malvinas, Pinochet devaluó la moneda, lo que disparó la inflación. El desempleo superó el 20%. La desigualdad, hoy omnipresente en Chile, comenzaba a hacerse cada vez más notoria. Así comenzaron las primeras huelgas y protestas contra la dictadura, protagonizadas por sindicatos y organismos de derechos humanos. En 1983 ya había nacido la Alianza Democrática, coalición opositora de centroizquierda. En 1986, Pinochet sufrió un atentado del que salió ileso. Estaba cada vez más acorralado.
Finalmente, en octubre de 1988 se celebró el plebiscito para definir su continuidad en el poder. Después de una intensa y creativa campaña, el «NO» ganó con el 55,99% de los votos. Al año siguiente, Patricio Aylwin venció en las presidenciales y la dictadura abrió paso a la democracia. Sin embargo, Pinochet, beneficiado por la ley de amnistía que él mismo había firmado, siguió ocupando un alto cargo oficial con total impunidad: en 1990 regresó a la jefatura del Ejército. Estuvo ahí hasta el 10 de marzo de 1998. Una vez que dejó ese puesto se convirtió en senador vitalicio, privilegio otorgado por su condición de «expresidente».
Poco después, fue detenido en Londres por orden del juez español Baltasar Garzón, que investigaba delitos de lesa humanidad. Sin embargo, y gracias al apoyo de los Gobiernos español, chileno y británico, la impunidad volvió a ganar: fue liberado y volvió, tranquilo, a su país.
Huellas del horror
Hoy no son pocos los que lo siguen reivindicando: según una encuesta de este año, un tercio de la población chilena tiene una visión positiva respecto de la dictadura. Un 39% considera, además, que Pinochet fue «el hombre que impulsó y modernizó la economía». Incluso muchos dirigentes lo recuerdan amigablemente, como el expresidente Sebastián Piñera y el ultraderechista José Kast, que se declara abiertamente pinochetista.
El legado de Pinochet también se hace sentir en la estructura institucional y económica del Chile de hoy. A pesar de algunas reformas, aún sigue vigente la Constitución de 1980, diseñada especialmente para apuntalar el plan neoliberal que convirtió al país andino en el más desigual de la región. El elevado costo de la educación, la salud de calidad exclusiva para una élite privilegiada y la enorme brecha que existe entre ricos y pobres, son solo algunas de las caras actuales de ese modelo instaurado a fuerza de plomo hace 50 años.
Pinochet murió de un infarto a los 91 años, el 10 de diciembre de 2006. Casualmente, el mismo día que se celebran los derechos humanos a nivel internacional. Tan fuerte fue su influencia que a su velorio concurrieron más de 50.000 personas. En el momento de su muerte acumulaba 300 cargos penales por violaciones a los derechos humanos, evasión de impuestos y malversación de fondos. Como dijo el escritor uruguayo Mario Benedetti, fue otro caso más en el que «la muerte le ganó a la justicia».