Informe especial | NUTRICIÓN, SALUD Y NEGOCIOS

Las cosas del comer

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Florencia Vidal

La ley de etiquetado frontal busca crear reglas de juego más claras en un mercado muy concentrado. Cuando un puñado de multinacionales decide nuestra dieta.

Congreso Nacional. Activistas y ONG exigen la aprobación del nuevo marco legal que la oposición se negó a tratar a comienzos de octubre.

SANDRA CARTASSO

Por 200 votos a favor, 22 en contra y 16 abstenciones, la Cámara de Diputados aprobó finalmente la ley de Etiquetado Frontal de Alimentos, una iniciativa orientada a informar a la población sobre el exceso de azúcar, sodio o grasas presente en los productos comestibles. Apoyado por una amplio arco de organizaciones, profesionales y activistas y fruto de largos debates y negociaciones, el proyecto de ley, cuyo tratamiento había fracasado a comienzos de octubre por la decisión del interbloque de Juntos por el Cambio de negarse a dar cuórum, se sustenta en el derecho a la salud y al acceso de información directa, sencilla y visible a partir de octógonos negros presentes en los envases. Otros ejes importantes que aborda la ley son la regulación de la publicidad, promoción y patrocinio de productos que cuenten con al menos un sello y la protección de los entornos escolares. Este sistema de alertas es resistido por el lobby de la industria alimentaria con estrategias para demorar su tratamiento y la argumentación del impacto económico negativo debido al costo de implementación. Sin embargo, existen ejemplos de experiencias de otros países, donde este marco normativo ya está en vigencia, que demuestran que la venta de alimentos se vio diversificada con la elaboración de productos reformulados con mejor perfil nutricional.
«Importan más los intereses propios o de algún lobby que la salud pública», había dicho la chef Narda Lepes tras aquel primer intento fallido de tratar el proyecto, que corría riesgo de perder estado parlamentario. En diálogo con Acción, Lepes explica la necesidad de un cambio de modelo en materia de alimentación que seguramente encontrará en esta ley un puntapié inicial. «Es importante poder decidir si comés algo porque te parece realmente rico o porque tiene un montón de químicos y aditivos desarrollados para engañar al cerebro, al paladar y a los sentidos», asegura. Por su parte, Patricia Aguirre, doctora en Antroplogía y autora de Una historia social de la comida, entre otros libros, destaca el papel creciente de la gran industria en la definición de los modos de comer: «La tercera parte de la producción mundial de alimentos está en manos de 200 empresas, de capital altamente concentrado, que son las que determinan el destino de la dieta industrial de occidente. Lo bueno para comer se ha transformado en lo bueno para vender, a despecho de su capacidad nutricional», asegura. El nudo del problema, agrega Miryam Gorban, licenciada en nutrición y directora de la Cátedra de Soberanía Alimentaria de la Facultad de Medicina de la UBA, surge cuando «el alimento pasa de ser un bien social conquistado por todos, a una mercancía que cotiza en Bolsa».
«La innovación y la tecnología van tanto más rápido que nuestra información y que la regulación y ahí es donde perdemos el hilo real de cómo se hacen las cosas y no sabemos lo que comemos», dice Lepes. En los últimos 20 años, las grandes compañías de alimentos comenzaron a fusionarse con las farmacéuticas para la tercerización de la investigación y el desarrollo. «Bayer-Monsanto y Arcor-Bagó son ejemplos de ello y en muchos lugares del mundo, los lobbies son los mismos», explica.

Lepes. «La tercera parte de la producción de alimentos está en manos de 200 empresas.»

Della Villa. «Nuestro sector genera cientos
de miles de puestos de trabajo.»

Aguirre. La lógica de la ganancia del mercado domina la alimentación actual.

Gorban. «El modelo productivo estará en crisis mientras se base en el monocultivo.»

o que está en juego, agrega Lepes, es la salud pública. En efecto, en la dieta de los argentinos, como en la de la mayoría de los países del mundo, crece día a día la presencia de productos ultraprocesados, que no son alimentos sino «formulaciones industriales principalmente a base de sustancias extraídas o derivadas de alimentos, además de aditivos y cosméticos que dan color, sabor o textura para intentar imitar a los alimentos», según la Organización Panamericana de la Salud (OPS). Se trata de productos nutricionalmente desequilibrados, con alto contenido de azúcares libres, grasa total, grasas saturadas y sodio, y un bajo contenido en proteína, fibra alimentaria, minerales y vitaminas en comparación con los alimentos sin procesar o mínimamente procesados.
A diferencia de lo que ocurre en Uruguay o Chile, en la Argentina la información con la que los consumidores cuentan a la hora de comprar un producto industrializado o una bebida sin alcohol es ilegible, con letras microscópicas, y a la vez poco clara. Solo alguien experto puede traducir los valores para entender las posibles consecuencias que, a mediano o largo plazo, genera la ingesta de altos niveles de los llamados nutrientes críticos. Hay encuestas que señalan que solo el 13% de la población comprende el rotulado nutricional actual de los alimentos ultraprocesados, cuyo consumo en el país aumentó un 53% en los últimos 20 años.
El consumo de alimentos industrializados con alto contenido de grasa saturada, azúcar refinada, jarabe de alta fructosa, sal y aditivos es señalado como una de las causas del aumento, a nivel mundial, de enfermedades no transmisibles como las cardiovasculares y respiratorias crónicas, el cáncer, la diabetes y los factores de riesgo que incluyen el sobrepeso y la obesidad. En un documento sobre la adaptación del etiquetado frontal de advertencias como medida para abordar estas patologías, la Organización de las Naciones Unidas expresó que «los Estados deben abordar los factores de riesgo para las ENT relacionadas con la alimentación y promover un marco para que la industria de alimentos y bebidas brinde información veraz, fácilmente comprensible, transparente y amplia sobre sus productos».

Un largo camino
Los alimentos fueron los mismos durante milenios, sin embargo, a la industria le bastaron 150 años para revolucionar no solo los patrones alimentarios a nivel mundial, sino también los modos de producción, distribución, comercialización, transmisión y comensalidad, es decir, la mesa o ese espacio lleno de significados donde se comparte aquello que nutre y va más allá de la ingesta de un producto sólido o líquido. A lo largo de la historia, las formas que tomaron la comida y la cocina impactaron en la calidad de vida de la población, su manera de relacionarse con la naturaleza y también en la forma de enfermar. Por estas razones, ya desde finales del siglo pasado, toda la cadena de producción de esta industria empezó a ser observada tanto por consumidoras y consumidores, como por ecologistas, nutricionistas y organizaciones no gubernamentales, a la vez que los comestibles –los procesados y, más aún, los altamente intervenidos– comenzaron a ser señalados como poco saludables para el propio cuerpo y para el medioambiente. Fenómenos como la centralización que las empresas líderes de alimentos imponen en el mercado son puestos en cuestión por el impacto que generan en múltiples aspectos de la vida de las personas.

Letra chica. La información al consumidor es difícil de leer y poco clara.

KALA MORENO PARRA

Aguirre asegura que «la manera de vivir ha condicionado la manera de comer y la manera de comer condiciona la de vivir» porque el comer no es un acto aislado, sino que es un evento siempre situado en un tiempo, una geografía y una cultura. La alimentación quizás sea la representación más acabada de una sociedad porque allí se reflejan los factores económicos, políticos, ecológicos y sanitarios que la atraviesan. «De una manera poco perceptible, en el acto cotidiano de comer el sujeto se articula con la estructura social y deberá comer siempre aquello que su sociedad, en un momento histórico, produce, distribuye y legitima como bueno para comer», explica Aguirre.
Casi todas las frutas y hortalizas tienen un tiempo de siembra y de cosecha. No obstante, la industria traspasa esos límites, debido a la aplicación de ciencia y tecnología en las materias primas y acerca, a quien pueda comprarlos, una variedad de productos que, si bien son estacionales, están expuestos en las góndolas en cualquier época del año. Para tomar un plato de sopa ya no hace falta seleccionar los vegetales, lavarlos, cortarlos, hervirlos y sazonarlos. Basta con sacar un sobre de una caja y mezclar el contenido con un poco de agua. Una vez abiertos los envases, purés, pizzas o hamburguesas de origen animal o vegetal estarán listos para ser ingeridos, de manera instantánea, luego de una breve cocción. Pero esta disponibilidad no garantiza por sí sola el acceso a los alimentos, que es un problema no resuelto en buena parte del mundo y se refleja en la convivencia, por primera vez en la historia de la humanidad, del hambre y el sobrepeso.
Gorban, por su parte, explica que en la Argentina existe un problema de malnutrición porque se ha superado la desnutrición aguda pero hay desnutrición crónica, con cuadros de anemia en chicos y mujeres embarazadas. Las últimas encuestas señalan que 4 de cada 10 niños en edad escolar tienen sobrepeso u obesidad. En los adultos, son 7 de cada 10. «Estamos comiendo menos proteínas que antes, pero no se trata de un cambio de gustos o de hábitos. Es un problema económico, con salarios congelados y una inflación a la que no le importa nada la pandemia, que no tiene razón de ser si no está basada en la especulación. Así, por supuesto que el derecho a la alimentación, que garantice el acceso a los alimentos, se ve violentado día a día, como resultado de una economía concentrada en forma monopólica y transnacionalizada. La alimentación en nuestro país la manejan solamente cuatro empresas. Molinos, Arcor, Kraft y Nestlé son los que ponen los precios y monopolizan las harinas, los fideos, los aceites, el azúcar, entre otros», afirma la nutricionista.

Agricultura y soberanía
La Unión de Trabajadores de la Tierra, presente en 19 provincias, surgió hace 10 años en la zona del cinturón frutihortícola de La Plata, como una organización gremial de campesinos y campesinas que levantan la bandera de la soberanía alimentaria. «En la Argentina, el 90% de la agricultura familiar que produce alimentos alquila la tierra. Por eso, nuestro objetivo máximo es democratizar el acceso a la tierra, que va de la mano de la construcción de un modelo de producción basado en la agroecología y de una comercialización justa y directa, lo más cercana posible a los consumidores. Se trata de pensar estrategias reales en los territorios para descalzar a la producción del dólar y sacar el alimento de la especulación», afirma Juan Pablo Della Villa, secretario nacional de Comercialización de la UTT. No son el campo que produce para la exportación, el que concentra los cereales, la carne y la leche. Se identifican como «el otro campo» y forman parte de la Mesa Agroalimentaria junto con cooperativas y pymes productoras de frutas, verduras, quesos, pollos, yerba, vinos y aceites. «Nuestro sector genera cientos de miles de puestos de trabajo y siempre está a la pérdida, casi que subsidiamos el alimento en el país. Por eso necesitamos construir políticas públicas de acompañamiento. Es necesario producir para abastecer a 45 millones de habitantes y eso no puede estar sujeto a cuestiones puramente de mercado. Hay que construir algo con racionalidad y también entendiendo la crisis que estamos atravesando», agrega Della Villa.

Ultraprocesados. Según la OPS, son formulaciones industriales derivadas de alimentos.

JORGE ALOY

Si bien es una situación paradójica que un país productor de alimentos conviva con bolsones de pobreza y una ley de emergencia alimentaria, Gorban aclara que en la Argentina no se produce para 400 millones como se afirma comúnmente, sino que esto es solo un latiguillo. «Nosotros no contamos con la cantidad necesaria de alimentos para cubrir el mercado interno, sino que producimos comestibles, commodities para la exportación. Nuestro fuerte es la soja, los transgénicos, que ocupan el 80% de la superficie cultivada. Entonces, el modelo productivo estará en crisis mientras se base en el monocultivo, la superexplotación de la tierra, el uso de agroquímicos y en el traslado de una punta a la otra del mapa, muchas veces por carreteras».
Aguirre explica que la administración corporativa de los recursos alimentarios se amplió a medida que avanzaba el capitalismo industrial, de manera que se eliminó la diferencia entre la producción de alimentos y la de cualquier otro bien. Para la especialista, una manera fácil de anticipar los índices de obesidad global es vigilar cuántas calorías produce la agroindustria, porque las querrá vender y estimulará con todo el poder de los medios hasta que alguien las compre. Entre los ejemplos que cita Aguirre están la leche en polvo –como reemplazo de la leche materna–, las gaseosas, las golosinas de fantasía azucaradas y la variedad de ultraprocesados conservados, coloreados, saborizados y publicitados.
Gorban asegura que los cambios en la alimentación se dieron de manera progresiva, cuando, consciente o inconscientemente, se fue abandonando la cocina. «El mensaje de la industria fue un poco degradante y estigmatizante, como que la cocina es la cosa pesada o que es de segunda ocuparse de ella y para eso utilizó la publicidad, que, con una influencia nefasta, fue cambiando nuestro patrimonio alimentario. Creemos que porque vamos a la góndola y tomamos esto o aquello, tenemos la libertad de elegir. Y no es cierto. Alimentarse es nutrirse y consumir alimentos que tengan en sí vitaminas, minerales, proteínas para que el organismo funcione en plenitud», explica esta militante de la soberanía alimentaria. En un mundo que produce de manera excedentaria, la existencia de 1.000 millones de desnutridos y 1.500 millones con sobrepeso demuestra que la alimentación actual no va por buen camino y debe ser modificada. «Todos los patrones alimentarios deben cambiar y deben hacerlo introduciendo racionalidad en toda la cadena hasta llegar a un consumo adecuado, ecológica, económica, social, cultural y nutricionalmente hablando. Urge cambiar la peor influencia que domina la alimentación actual, que es la lógica de la ganancia del mercado –concluye Aguirre–, y recuperar el derecho a la alimentación, entendido como seguridad con soberanía, levantando valores como la sustentabilidad, la equidad y la solidaridad».