8 de junio de 2022
Reality shows, juegos y panelismo dominan una pantalla de bajo presupuesto. Los cambios tecnológicos y sociales que transformaron el medio para siempre.
El arte de opinar. Los programas de paneles ocupan el 24% del tiempo de emisión de los principales programas, frente al 17% de los noticieros.
RAMIRO SOUTO
Fue escenario de debate político, compañera de sobremesas, narradora de historias, objeto de culto, espejo de una clase media ascendente, fuente de grandes negocios, territorio de disputa. Se la llamó «octavo arte» y «caja boba». Se la acusó de propagar ideología y propiciar el conformismo, pero también transmitió revoluciones, aceleró cambios culturales y provocó no pocos escándalos que cuestionaron viejos lugares comunes. ¿Qué queda hoy, si algo todavía queda, de aquella televisión que, durante más de 50 años, fue protagonista de la vida social, política y cultural de la Argentina?
En peligro de extinción
La muerte de la TV ha sido proclamada infinidad de veces. Su peso simbólico, su capacidad para generar agenda, conversaciones cotidianas, devociones y rechazos, su importancia económica e, incluso, su lugar físico en los hogares parecía, a principios de este siglo, amenazado por nuevas tecnologías y hábitos. «La televisión ha muerto», anunciaba, desde la portada de un libro emblemático publicado en 2001, el productor español Javier Pérez de Silva.
Unos años después, el periodista y semiólogo Ignacio Ramonet, director de Le Monde Diplomatique, aseguraba que las nuevas prácticas de acceso a los contenidos audiovisuales impulsarían el paso de un consumo «lineal» a un consumo «en diferido» y «a la carta» que traería aparejado el fin de la televisión de masas, mientras la digitalización permitiría multiplicar la oferta, dejando atrás los límites físicos de la televisión analógica.
La generalización de las conexiones a internet, la aparición y difusión de los smartphones y el desarrollo de las plataformas de streaming modificaron radicalmente el escenario. Las pantallas se tornaron nómades, múltiples, omnipresentes, y nuevos dispositivos le disputaron a la vieja TV el monopolio de la transmisión de imágenes.
La caja boba se volvía inteligente y la vieja palabra «televisor» no parecía suficiente para nombrarla: nuevos términos –como el ya generalizado «smart TV»– surgían para designar a un objeto en mutación. Lejos de la inmovilidad de los viejos artefactos, la tele se achataba, crecía en pulgadas, ganaba funciones, incorporaba conexiones a internet y herramientas interactivas.
«La televisión de hoy no se parece en nada al objeto que se estudiaba hasta hace no mucho tiempo», asegura Mario Carlón, doctor en Ciencias Sociales, docente e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. En 2009, Carlón y su colega Carlos Scolari publicaron un libro cuyo título fue, precisamente, El fin de los medios masivos. Más de una década después, ¿cómo podría responderse a la pregunta por la eventual extinción de la tele? Carlón asegura que, por un lado, «lo que le pasa a la televisión, les pasa a todos los medios masivos. El cine cae, la venta de diarios se venía desplomando, ahora hay una crisis de la industria editorial». Con respecto a la televisión, agrega, «se acabó un ciclo de funcionamiento de determinadas lógicas» y ese fin de ciclo «tuvo que ver con transformaciones en parte tecnológicas. En 2009, cuando publicamos el libro, se empezaba a hablar de la convergencia y de los comportamientos de eso que antes se denominaba audiencias. La lógica de ver o leer las cosas cuando uno quiere, una lógica que se impuso en estos años, es una lógica antiprogramación de medios de comunicación masiva. En ese momento escribí que podía haber una crisis de la programación y de los modos de la televisión de vincularse con sus públicos, pero que el directo iba a seguir, que la televisión como lenguaje de directo iba a continuar».
Escándalo y talk show
Martín Becerra, doctor en Ciencias de la Información, profesor e investigador del CONICET, la UBA y la Universidad de Quilmes, es un lúcido observador del panorama de los medios en Argentina. Aunque no concuerda con los diagnósticos sobre el fin de la televisión, reconoce los profundos cambios que experimentó el medio en las últimas décadas. «La revolución digital –asegura– implicó la desprogramación del flujo continuo de contenidos que tienen la radio y la TV tradicionales al promover plataformas audiovisuales con otras lógicas, como YouTube». La revolución digital, además, promovió «la multiplicación de dispositivos de acceso que personalizan la experiencia del “ver televisión” cada vez más. Esto provocó a su vez una metamorfosis del mercado publicitario, afectando severamente los ingresos de la TV y, en consecuencia, los recursos del medio para producir contenidos atractivos para las audiencias».
Forma y contenido, recursos y lenguajes, géneros y dispositivos, influyéndose unos a otros, generaron un paisaje muy distinto al mundo ordenado por grillas, horarios y géneros característico de las primeras décadas de la historia de la televisión. Los cambios tecnológicos indujeron transformaciones económicas que, a través de la reducción de la publicidad y los recursos, influyeron –negativamente, por cierto– en los contenidos, favoreciendo el avance de formatos de bajo presupuesto, como los reality shows, los ciclos de juegos y una diversidad de programas que podrían englobarse bajo el rótulo de «panelismo». La doctora en Ciencias Sociales e investigadora del CONICET Yamila Heram analizó la presencia de este megagénero en la televisión de aire del área metropolitana y llegó a la conclusión de que este tipo de programas ocupa el 24% del tiempo de emisión semanal en los canales Telefe, Canal 9, NetTv, Canal 13 y América TV. «Es un número relativamente alto si tenemos en consideración que los noticieros, en sus cuatro emisiones, ocupan un 17%», asegura la investigadora. «Actualmente se emiten 19 programas con un total de 113 panelistas y la productora Kuarzo Entertainment Argentina ofrece el 51% del total de tiempo de emisión de este megagénero», agrega.
Mucho ruido, bajo costo de inversión, escasa paridad de género y una mezcla de escándalo, talk show, información, reality, opinión, debate, juego, entrevista y telenovela conforman, para Heram, los ingredientes principales de una receta surgida a inicios de la década del 90, que domina una grilla en la que la ficción va perdiendo aceleradamente recursos, calidad y horas de pantalla.
Sietecase. Programas para las hinchadas.
Carlón. Los medios masivos, en crisis.
Beccerra. Una referencia fundamental.
Historias locales
«Hoy la ficción está ausente de la televisión. Todo ha migrado a las plataformas de streaming y solo queda una ficción o dos de producción nacional», señala el guionista Mario Segade, coautor de éxitos como Verdad consecuencia, Vulnerables y Resistiré. La televisión, agrega, dejó de contar historias: «El auge de las ficciones locales tenía que ver con contar un territorio, una historia que no tenía este contenido de globalización que se pide muchas veces en los géneros actuales», señala el guionista, quien reclama del Estado políticas activas con respecto a los medios públicos: «La ficción audiovisual es cultura y tiene que ser un bien público», subraya.
Pero la ficción no es el único terreno que se ve afectado por la falta de recursos. Becerra menciona otra consecuencia, riesgosa para el debate democrático y el derecho a la información de los ciudadanos: «La televisión sigue siendo negocio, pero es un negocio menos lucrativo que hace 20 años, lo que repercute directamente en las producciones de ficción, pero también en el cuidado editorial de los noticieros, que no siempre chequean la información que difunden, o en la calidad de los ciclos de opiniones políticas, que son cada vez más endogámicos: presentan solo una perspectiva político-ideológica».
El periodista y escritor Reynaldo Sietecase, conductor de La inmensa minoría en Radio con Vos y columnista político de Telefe Noticias, coincide: «Los programas se convirtieron en productos periodísticos para las hinchadas. Creo que el programa de reflexión, el programa de investigación, de “investigo sin mirar a quién”, prácticamente ha desaparecido», asegura, y vincula este fenómeno con «un proceso que tiene un pico muy identificable que es el conflicto entre el Gobierno kirchnerista y el campo y el grupo Clarín». A partir de ese momento, observa, «la verdad dejó de ser importante: era más importante afectar al otro en lo que se comunicaba, con la consecuente degradación de los productos periodísticos».
Aun así, los contenidos de la tele –el último editorial violento de Viviana Canosa, la guardia montada por un cronista frente al hotel donde habría pasado la noche la China Suárez con su nueva pareja o la larga entrevista de Jorge Fontevecchia a Javier Milei y Juan Grabois–, alimentan no solo las charlas cotidianas, sino también un sistema complejo de satélites y metaprogramas en los que los temas suelen provenir de esa misma televisión que hasta hace unos años se daba por extinguida. «La TV sigue animando la conversación pública incluso cuando quienes participan de esa conversación no hayan accedido al contenido a través de un televisor –enfatiza Becerra–, porque lo que acontece en el set televisivo es hoy multiplicado en fragmentos que se envían por servicios de mensajería, redes sociales digitales o medios online».
Aunque es cierto que las horas de encendido de la TV abierta disminuyeron en las últimas dos décadas, Becerra insiste en que la televisión sigue siendo «una referencia fundamental en los hogares en todo nuestro continente». En 2022, «es un medio que está encendido más de tres horas diarias, es el medio que en promedio más acompaña la jornada de la mayoría de las personas y, además, es identificado como fuente de informaciones, opiniones y entretenimientos por parte de la población».
Aunque ocupa otro lugar, menos protagónico o simplemente distinto, la televisión es aún «un punto de referencia para la confección de la agenda política y social de preocupaciones». Y a pesar de los cambios tecnológicos y de los modos distintos de relacionarse con el público, de la crisis de la programación y la fragmentación de los consumos, sigue formando parte, más o menos protagónica, de una permanente y asimétrica conversación colectiva.