Informe especial | A 40 AÑOS DEL CONFLICTO | POR FEDERICO LORENZ

Lo que queda de Malvinas

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Por Federico Lorenz - Historiador docente y escritor. Exdirector del Museo Malvinas

Entre la gesta heroica y la aventura absurda, los distintos relatos sobre la guerra contraponen sentidos, tradiciones y modos de entender la historia y el país.

Cementerio de Darwin. Tras la identificación de los caídos que habían sido enterrados como NN, sus familiares viajaron a las islas en 2016.

AFP PHOTO/ARGENTINA S PRESIDENCY//HO

¿Hasta cuándo duran los efectos de una guerra? Pregunta clave este año en que se cumplen cuatro décadas de la guerra de Malvinas. Una respuesta cómoda es la siguiente: el recuerdo se mantiene vivo porque el conflicto diplomático aún no está resuelto. Pero no me referiré a eso. Me concentraré, en cambio, en la idea de que un aniversario es un momento de introspección y de recogimiento social; una cita para preguntarnos qué país queremos ser, qué país es el que reclama las Malvinas y, más aún, qué sociedad, con qué lazos entre sus habitantes, es la que sostiene ese anhelo.
¿Todavía vivimos una posguerra? Aunque nos separen 40 años de la rendición argentina en las islas, es muy probable que sí. La sociedad argentina puede enorgullecerse de que decidió afrontar su pasado mediante los juicios a los responsables del terror estatal. Sin embargo, esta madurez política que tiene a la memoria y a la Justicia como herramientas de democratización apenas toca a la guerra de Malvinas. Esto se debe a la ambigüedad que genera el hecho de que muchos argentinos consideran que el sacrificio de sus soldados fue por una causa justa, pese a que fue una dictadura militar la que llevó a cabo esa acción.
¿Había –hay– que olvidar las circunstancias de la guerra para revalorizar el gesto soberano de recuperar el territorio? ¿Es posible llamar justa a una guerra que fue encarada por los dictadores, y en la que algunos de los caídos en combate y héroes de guerra habían participado años antes en la represión ilegal o maltratado en las islas a sus propios soldados?
Es probable que ante la dificultad de encontrar respuestas a estas y otras preguntas, las «memorias de Malvinas» hayan quedado durante muchos años confinadas a sus sobrevivientes y sus círculos más íntimos, a las agrupaciones de veteranos de guerra y a las Fuerzas Armadas (en cuanto a lo institucional), y con grandes matices regionales, al cariño y el recuerdo de millares de compatriotas que tempranamente honraron a sus soldados, muchos años antes de cualquier reconocimiento simbólico por parte del Estado nacional.

Antagonismos
Entre el final de la dictadura y los años de la «primavera democrática», los homenajes y conmemoraciones fueron asociados banalmente a «reivindicaciones del Proceso»: se recordaba un «hecho militar» producido «por los milicos». Para esta lectura era irrelevante que el grueso de los combatientes no fueran militares de carrera, sino conscriptos. En un movimiento reflejo, los dictadores y sus sectores civiles afines enfrentaron las críticas sociales mediante el recuerdo de la guerra, en la que las Fuerzas Armadas no habían estado solas y que remitía a una causa «por encima de las diferencias». Dos simplificaciones complican entonces y ahora las cosas. Aquella que equiparaba a un combatiente con un represor, y que jugaba con la culpa de que «si habías apoyado a los soldados eras cómplice de la dictadura» y su necesaria opuesta: la idea conspirativa de que Malvinas es «algo que se oculta», que sus protagonistas son «ninguneados» y no se los escucha.

Veteranos. Medallas de un excombatiente en un acto de homenaje realizado en 2018.

ABRAMOVICH/AFP/DACHARY

Las formas en las que circularon los relatos sobre la guerra de Malvinas desde su final facilitaron tanto las ambigüedades como la convivencia de relatos antagónicos; la oscilación entre la «gesta» y la «guerra absurda». En forma paulatina, tomaron forma tres relatos que, con variantes, llegan hasta el presente, ya alternándose, ya confrontando en cada aniversario. De allí que sea tan importante la reflexión sobre la guerra en un país golpeado por la crisis, en el que un elemento aglutinador como «Malvinas» está a la mano de cualquiera y satisface a todos.
La primera de esas formas incluye la guerra de Malvinas en la genealogía de las guerras fundacionales del discurso patriótico nacional creado desde finales del siglo XIX. Con objetivos divergentes, en ese relato confluyen las iniciativas de las Fuerzas Armadas en su último año en el poder y de los distintos Gobiernos democráticos que las sucedieron. Los combatientes habían cumplido un anhelo popular y enfrentado al agresor imperialista inglés, y las batallas de Malvinas fueron narradas en la misma clave épica del pasado fundacional argentino. La conflictividad política de señalar el enorme retroceso diplomático que produjo la guerra se diluía en un territorio sagrado: la patria es un espacio donde los conflictos internos no deberían tener lugar. En este discurso la apelación a la patria diluye el antagonismo entre víctimas y victimarios en los que se organizó la retórica política de los años 80.

Infantes de marina. Las condiciones en las que se combatió fueron narradas en clave épica.

TÉLAM

En segundo lugar, la derrota de 1982 alumbró un relato victimizador muy visible en la prensa de la época y en producciones culturales como la película Los chicos de la guerra (1984). Se trataba de una mirada paternalista sobre los combatientes que se extendió en el espacio público a través de los medios masivos de comunicación y que también sostuvieron inicialmente las primeras agrupaciones de excombatientes en su necesidad de buscar visibilidad pública. Esta interpretación tuvo un amplio consenso, pues coincidía en líneas generales con la imagen de los jóvenes dominante durante la transición a la democracia: víctimas de la represión más allá de su condición de militantes de organizaciones armadas revolucionarias –o de soldados–.
Un tercer relato fue el de los propios soldados. A través de sus primeras agrupaciones de «excombatientes» se definieron como una generación nacida a partir de la guerra, y a esta como un episodio de la lucha antiimperialista de América Latina. Pero surgía una dificultad: el rechazo social a la violencia no dejaba margen ni para la reivindicación bélica ni para la revolucionaria, ambas asociadas tanto al Estado represor como a las organizaciones guerrilleras. El discurso de los excombatientes era radical mientras la imagen pública sobre ellos era la de las víctimas, y el desencuentro con la sociedad fue grande. Una sociedad más acostumbrada a los relatos bélicos de tono escolar, para los que no había lugar con el clima del «show del horror», tampoco los acompañó. De allí que esta línea combativa, ideológicamente más dura, hoy casi no existe.
En la Semana Santa de 1987 la naciente democracia argentina vivió una profunda crisis. Un grupo de militares de rango medio, sobre todo de subtenientes a coroneles, pero también muchos suboficiales, se amotinó reclamando una solución institucional al proceso de enjuiciamiento de los militares involucrados en la represión ilegal. Los llamaron los «carapintadas» porque se habían embetunado la cara, como en maniobras, para hacer sus reclamos. Muchos de ellos eran comandos y veteranos de la guerra de Malvinas. Las palabras del presidente Raúl Alfonsín en aquella ocasión acercaron la guerra al imaginario militar, a partir de un reconocimiento a quienes volvían a abusar de las armas para plantear sus reivindicaciones. Imposibilitado de reprimir a los sublevados (no había fuerzas militares que cumplieran sus órdenes), el primer mandatario, frente a una Plaza de Mayo colmada de manifestantes, se refirió a los carapintadas de esta manera: «Los hombres amotinados han depuesto su actitud. Como corresponde serán detenidos y sometidos a la Justicia. Se trata de un conjunto de hombres, algunos de ellos héroes de la guerra de las Malvinas, que tomaron esa posición equivocada». Como si su condición de combatientes atenuara la de golpistas, en lo que fue una desgraciada remilitarización de la memoria de la guerra.

2021. Homenaje a excombatientes en la ciudad de Rosario, a 39 años del desembarco.

TÉLAM

Durante la década del 90, políticamente marcada por las dos presidencias neoliberales del peronista Carlos Menem, las conflictivas memorias de la guerra comenzaron a pulir sus aristas en un proceso más amplio de despolitización. Los hombres que habían combatido se transformaron en modelos a imitar, ya fueran conscriptos o militares profesionales. La guerra comenzó a ser llamada gesta con mayor frecuencia, y los relatos acerca de experiencias bélicas comenzaron a tener una mayor difusión por parte del Estado. La de Malvinas volvió a ser caracterizada como una guerra patriótica por encima de toda otra cuestión, en el marco más amplio de las políticas de cierre del pasado traumático que caracterizó al menemismo.
Durante las presidencias kirchneristas el discurso sobre la causa por la soberanía de Malvinas se revigorizó y, por extensión, sacudió estas capas geológicas de sentidos sobre la guerra, aunque sin definirse por una u otra, sino alternándolas. Esto se debe a una gestualidad a veces superficial en relación con el conflicto: por ejemplo, la loable publicación oficial en 2012 del Informe Rattenbach, producido durante la década del 80 a instancias del mismo Gobierno de facto, no estuvo seguida de algo tan elemental y necesario como una historia oficial de la guerra (de la que los británicos disponen desde 2007). Así, en un proceso de apropiación del pasado que se le critica, Gobiernos que hicieron de la condena a los militares violadores de los derechos humanos una bandera alternaron, al referirse a la guerra, elementos de los dos primeros modelos narrativos, el victimizador y el épico. Por ejemplo, una publicidad institucional del Ministerio de Defensa de 2021 con vistas al aniversario explicaba que, como los argentinos querían recuperar las Malvinas, habían ido a la guerra, evitando toda mención a la dictadura militar. Más significativo aún, el eslogan conmemorativo para este año, «Malvinas nos une», pone la guerra por encima de sus circunstancias (la decisión política de una dictadura) y deriva en el aplanamiento de la objeción insoslayable de que no es posible una reivindicación popular conducida por dictadores represores.
La posguerra de Malvinas aún no ha terminado. La pregunta sobre las formas en las que hablar de la guerra sigue abierta. El paso del tiempo ha hecho lo suyo. Los veteranos de guerra son hombres grandes, en sus 60 años, aunque el repertorio simbólico, detenido en las imágenes del 82, aún los vea como chicos, un apelativo cariñoso durante el conflicto y que luego se usó para referirse a ellos en forma paternalista y peyorativa. Los veteranos de guerra están tan congelados en las palabras sobre ellos como sus compañeros muertos, siempre jóvenes.

Ushuaia. Monumento a los Caídos.

MARINA GARBER

Geografía del recuerdo
La intensidad del recuerdo no ha disminuido. Basta recorrer la geografía argentina y detenerse ante carteles, murales y monumentos, para ver la latencia de la guerra de 1982 y de sus protagonistas superpuesto, confundido, con la disputa por la soberanía de las islas Malvinas, iniciado en 1833.
Quizás el día del homenaje no sea el momento, ni el lugar, pero sí es la ocasión para invitar a la reflexión, o a llamar la atención sobre otras señales, menos altisonantes pero más significativas. El hecho de que el Equipo de Antropología Forense, que se formó para identificar a las víctimas de la dictadura, haya sido el encargado de señalar los nombres de los soldados que yacen bajo cada cruz en el cementerio de Darwin, es un símbolo muy poderoso de los logros que como sociedad podemos alcanzar. Pero también, del enlace íntimo, casi definitivo, entre la guerra de 1982 y la dictadura bajo la que vivimos entonces.
Rescatar de ese barro de la historia los nombres y las conductas es una tarea política que invita a repensarnos entonces, en 1982, y sobre todo, en función de la sociedad que queremos ser. Quizás ese sea el mejor homenaje a los muertos, a sus deudos, a los vivos y a quienes aún no nacen. Recordar el origen espurio de la guerra, que ninguna reivindicación soberana redime, y que costó centenares de vidas, y afectó muchas más. Una idea necesaria para entender que en el largo plazo la guerra de Malvinas fue el comienzo del fin de la dictadura militar, algo que no buscaban ni quienes la planificaron ni quienes combatieron en ella. Pero explicarla de esa manera es una forma de darle sentido a la pérdida de tantas vidas, y una demanda para quienes vinimos después de ellos, porque devuelve al menos la pregunta sobre qué hemos hecho para ser una mejor sociedad que la que los envió a combatir.