Informe especial | Entrevista a Marina Larrondo

Una explosión de estímulos

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Barbara Schijman

La socióloga e investigadora señala algunas de las problemáticas más frecuentes de los adolescentes en el contexto actual. Plataformas, redes sociales y la ilusión de acompañar sin más.

Foto: Rolando Andrade Stracuzzi

«Estamos atravesando la explosión que implican hoy las plataformas y las redes. De pronto tenemos chicos que pueden ver porno ilimitadamente, contenidos gore, que pueden apostarse el sueldo de los padres, que pueden ver cualquier cosa todo el tiempo. No encuentro muchas más soluciones que sacar a los chicos de ahí», advierte Marina Larrondo, doctora en Ciencias Sociales e investigadora adjunta del CONICET.

En tiempos de hiperconectividad y contenidos que resuenan como una «bomba de estímulos», Larrondo, especialista en juventudes, escuela secundaria y política, observa: «Es complicado exponer a una subjetividad que está en formación a determinadas informaciones y herramientas que son muy adictivas, algunas de ellas, imposibles de tramitar en determinadas etapas de la vida». En este escenario, «no pasa por “estar cerca” como solución a eso. Hay que estar cerca siempre para criar, pero pensar que toda esta bomba de estímulos y contenidos se va a solucionar porque estemos cerca y dispuestos a acompañar “en abstracto” es una ilusión», considera.

‒A partir de su trabajo con jóvenes, ¿cuáles diría que son las problemáticas más visibles y frecuentes en ellos?
‒En primer lugar, la precariedad de las condiciones de vida, que incluye la vida familiar y, seguido de eso, la precariedad del empleo joven. Es la población que, junto con los niños, está expuesta a la mayor vulnerabilidad socioeconómica. Pero no se reduce a eso: es un fenómeno que está enlazado a otros que atraviesan todas las clases y los sectores sociales. En lo que respecta a la hiperconectividad, desde hace un año y medio hasta acá, los hallazgos científicos de distintos campos señalan que es irrefutable la cantidad de evidencia del daño que hacen las pantallas ‒básicamente el uso de las plataformas y redes sociales‒ en la salud mental de niños, niñas y adolescentes. Cada día hay más evidencia científica del daño que producen en el desarrollo del cerebro determinadas plataformas que trabajan con la rapidez, con el estímulo, con la generación de un aumento de dopamina constante, que fragmentan la atención y la capacidad de espera. 

‒Estas cuestiones no surgen en la escuela, pero la atraviesan. ¿Qué observa allí?
‒Las escuelas desbordan de problemas de salud mental, ansiedad, diagnósticos de diferentes trastornos del desarrollo, bullying ‒linchamientos virtuales incluso‒ y ludopatía. Hay una situación general de desborde que se vincula con una sumatoria de cosas, como el deterioro de las condiciones de vida, el deterioro del presupuesto educativo, ausencia de equipos de salud mental. La madre de todas las batallas tiene que ver con los problemas de cuidados de los chicos, que tienen que hacerse cargo de tareas que no deberían.

‒Sobre el rol de las personas adultas en lo que hace al uso de la tecnología de los menores, sostiene que «no hay presencia ni buena compañía que pueda contrarrestar el daño que causan redes y plataformas en las neuronas». ¿Qué actitud se debería tomar?
‒Es muy ilusorio pensar que todos esos efectos se puedan contrarrestar charlando o dialogando con ellos, justamente por la potencialidad que tienen estas plataformas de generar dependencia. Hay cosas que me parece que son más del orden del hacer que del decir. Los adultos no tenemos claro qué tenemos que hacer; también nosotros estamos perdidos y tenemos relaciones difíciles con las tecnologías. Si pensamos en el revuelo que se armó con Adolescencia, no es solo el temor o el peligro de que un adolescente actúe como el chico de la serie; es todo lo que anuda esta cuestión de las tecnologías. 

‒¿Por los contenidos, los efectos, o una combinación de ambos?
‒No solo porque pueden dar con contenidos que pueden ser misóginos o violentos o, en el caso de los más pequeños, los desafíos de TikTok, sino por todos los daños que el uso mismo de las plataformas produce en el desarrollo del cerebro en determinada edad, y lo que esos estímulos generan en procesos cognitivos, biológicos y de conducta. Obviamente, uno tiene que acompañar a sus hijos, pero no sé si es necesario «entender» el uso de los emojis o decodificar los códigos culturales de los adolescentes todo el tiempo para ayudarlos o acompañarlos. No es necesario convertirse en un antropólogo cultural para estar cerca, posiblemente el rol sea otro. Sí es cierto que estamos frente a una situación bisagra.

‒¿A qué se refiere, puntualmente?
‒Estamos atravesando la explosión que implican hoy las plataformas y las redes. De pronto tenemos chicos que pueden ver porno ilimitadamente, contenidos gore, que pueden apostarse el sueldo de los padres, que pueden ver cualquier cosa todo el tiempo. Ver qué se hace con eso es lo complicado. No encuentro muchas más soluciones que sacar a los chicos de ahí. Es complicado exponer a una subjetividad que está en formación a determinadas informaciones y herramientas que son muy adictivas ‒tanto en contenido como en formato‒, algunas de ellas, imposibles de tramitar en determinadas etapas de la vida. No pasa por «estar cerca» como solución a eso. Hay que estar cerca siempre para criar, pero pensar que toda esta bomba de estímulos y contenidos se va a solucionar porque estemos cerca y dispuestos a acompañar «en abstracto» es una ilusión.

Foto: Rolando Andrade Stracuzzi

‒¿Cuánto influye el uso que las personas adultas hacen de la tecnología en el uso que hacen niños y adolescentes?
‒Puede ser que los padres los hayamos dejado un poco solos; que los hayamos sacado de los peligros de la calle y los hayamos encerrado en los peligros de la calle online ‒este espacio que también transitamos los adultos‒, mientras ellos hacen sus cosas con su celular y nosotros con el nuestro. La verdad es esa. Lo cierto es que hay que sacar a niños y adolescentes de ahí, al menos, sacarlos del modo concreto en que están y que lo están habitando.

‒Hace un instante mencionó Adolescencia. ¿Por qué cree que la serie impactó del modo en que lo hizo?
‒Por un lado, la serie muestra los mensajes violentos a los que están expuestos los varones jóvenes en distintas latitudes hace tiempo. Por otro, me parece interesante notar cuánto más movilizan las muertes juveniles cuando las vemos como algo que aparece en una serie que aparenta estar más cerca de las clases medias o de las clases altas. Nada es tan equiparable ni tan generalizable, ni tiene traducciones automáticas, pero sí es cierto que hay muchas de las cuestiones que uno estudia, lee o escucha sobre pandillas juveniles o sobre los jóvenes que entran al narcotráfico –jóvenes casi niños me refiero–, cuya construcción de la masculinidad se juega también en la mirada de los otros, el reconocimiento, la construcción de la identidad masculina a través de la violencia y la posesión del cuerpo de las mujeres.

‒¿Por qué habla de «varones rotos»?
‒No lo uso para nada en términos conceptuales ni académicos, si no de modo coloquial en un marco más de divulgación. La palabra roto es una palabra muy fuerte que circula mucho en redes o en el habla cotidiana y que es bastante polisémica. Se trata de una categoría nativa. Lo correcto es hablar de masculinidades en crisis. En este sentido, la serie muestra «varones rotos», o sea, incelismo: comunidades de varones que se narran como si no valieran nada y que se autorreconocen abiertamente como resentidos. Hay algo de la producción de la masculinidad en sí que está en crisis. 

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