Informe especial

Vulnerables

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Atravesar una pandemia con medidas de aislamiento social obligatorio no significa lo mismo para cada casa. Las desigualdades de clase y género se presentan con crudeza. Quedarse «en casa» implica contar con un espacio físico, una adecuada provisión de servicios y resolver la subsistencia cotidiana.
Así, están quienes pueden sostener el aislamiento sin que peligre su medio de vida y quiénes no tienen más opción que exponerse. Con la incertidumbre a la orden del día, todos los esquemas de resolución privada y pública del cuidado quedaron suspendidos. La vida, no. Los hogares cargan con su peso.
Los feminismos denuncian hace tiempo que las tareas que implica el cuidado no están distribuidas de modo igualitario. El trabajo doméstico y de cuidados no remunerado, hoy intensificado, recae primordialmente en las mujeres.
La pandemia tensa una domesticidad ya saturada de exigencias, con nuevas: la atención redoblada para cumplir instrucciones de higiene y medidas de circulación, la rutina escolar domiciliaria, dificultades para circular y abastecerse de agua o alimentos, la convivencia permanente, el trabajo a distancia.
Son las mujeres quienes resuelven el día a día de adultos dependientes y lidian con niñeces encerradas. Quienes ocupan posiciones precarias en el mercado de trabajo doméstico y de servicios, cuyos medios de vida penden de un hilo. Quienes se ven expuestas a la violencia redoblada por el encierro, o han extendido su jornada laboral hasta límites insospechados.
Lo que pone en evidencia esta coyuntura es la interdependencia y la vulnerabilidad humanas. La precariedad de la organización social del cuidado cuando se desmontan los endebles acuerdos que permiten sostenerla –a duras penas– en las circunstancias usuales. ¿Qué vida en común lograremos construir?