21 de marzo de 2022
En la era de internet, los sketches circulan por canales no tradicionales y llegan a nuevas audiencias. La corrección política y el ocaso de los capocómicos.
Risas y pantallas. Los menores de 40 años suelen acceder a los contenidos generados por los humoristas a través de dispositivos portátiles.
JORGE ALOY
Hubo un tiempo en el que la televisión era como el fogón de la era de las cavernas: la familia alrededor de una luz, hechizada, escuchando una historia, una noticia, un relato. Todos eran parte de lo mismo, como hilos de una trama catódica. Natural e instantáneamente se cristalizaba una comunidad que al día siguiente comentaba en la cola del banco, en el almacén, en la oficina, la misma historia, noticia o relato. Era popular. Los intelectuales la cuestionaban: la llamaban «la caja boba».
El humor fue central en el devenir de la pantalla chica y su influjo en la vida cotidiana. De la mueca circense de Pepe Biondi al blooper de Marcelo Tinelli, de la doble intención de Alberto Olmedo a la parrafada política de Tato Bores, del absurdo de «los uruguayos» de Telecataplum a los gags delirantes de Alfredo Casero y Diego Capusotto, de la diletancia de Fidel Pintos a la expresividad de Guillermo Francella, el humor en televisión fue una de las maneras más eficaces para escudriñar el ánimo colectivo.
Pues bien: hace décadas ese mundo se desmoronó. Apenas se perciben los crujidos de viejas estructuras. Estertores del siglo XX. Hoy los capocómicos brillan por su ausencia, no hay programas de sketches y se consolidó un sector etario –años más, años menos, conformado por menores de 40– que no ve TV, como tampoco escucha radio o lee diarios en papel. La órbita del entretenimiento y la comunicación gira, para ellos, alrededor de un celular y una computadora portátil. Es un dato irrefutable: la mayoría de los jóvenes que logran independizarse de sus padres ni piensan en comprarse el aparato de tevé.
Sin embargo, con mayor o menor profesionalismo, cada vez circula más humor. No se observa un medio que ostente una preeminencia. Es un sistema de interconexión que desarrolla fenómenos sesgados a través de aplicaciones que dialogan entre sí: plataformas de streaming, Twitter, YouTube, Instagram y hasta WhatsApp. Es un torbellino de contenidos que se impone en las redes y recién desde ahí, desde ese trampolín febril, salta a la televisión.
Son básicamente comentarios de actualidad en forma de memes o de performances artísticas amateurs o con más producción. Van de un youtuber monologando a cámara al despliegue de una situación ficcional. Muchas veces se meten en política de uno u otro lado de la grieta, y la viralización es mayor. Pueden partir de un furcio de Macri, pero también de un posteo de Wanda Nara, de una foto de Neymar, de la imagen de un accidente doméstico tomado por un celular o de un policía manejando ebrio: como antes lo hacía la Polémica en el bar de Juan Carlos Altavista, ahora la realidad y sus fragmentos se procesan en las redes.
Otro rol. Barassi es un comediante devenido conductor televisivo.
«La televisión perdió el monopolio del entretenimiento audiovisual hogareño», dice Emanuel Respighi, prestigioso periodista especializado en medios. «Ya no es la mayoría absoluta, a lo sumo llega a ser la primera minoría. Antes generaba contenidos que eran reproducidos por diferentes satélites, como la radio. Ahora se transformó en un híbrido que difunde lo que pasa en las redes».
Cambio de época
Junto a Diego Capusotto, Pedro Saborido es el factótum de uno de los últimos sucesos de la tele de aire, Peter Capusotto y sus videos. Durante largo tiempo en que el ciclo no salía, se siguió viendo por YouTube. Si bien no la niega, Saborido relativiza la decadencia de la TV. «El humor está en todos lados. En la tele también. Hay programas de entretenimientos conducidos por comediantes, como Darío Barassi y Soy Rada. Tiene que ver con una descontractura generalizada en la sociedad, en el vestir, en el hablar, que se refleja en la televisión. El humor es parte de esa descontractura, e invade todo. Qué sé yo: con la apariencia de un programa político, Lanata es humorista. Sus monólogos son de stand up».
Carlos Ulanovsky, tal vez uno de los más perspicaces analistas del medio, escribió entre otros muchos libros el monumental Estamos en el aire. Una historia de la televisión en la Argentina, una notable investigación enciclopédica de autoría compartida con Silvia Itkin y Pablo Sirvén. «Es cierto, la gente se desacartonó», coincide. «El punto de partida es la década del 90. Jorge Guinzburg me decía: “Tenemos competencia por todos lados”. Y es así, los profesionales del humor perdieron la hegemonía. Fernando Iglesias, los panelistas, Horacio Pagani, todos hacen humor. Hace mucho tiempo, en un ritual, Alberto Olmedo quemó frente a cámaras las ropas de su personaje Rucucu. Es un buen símbolo del fin de una época que, entre otras cosas, derivó en la ausencia de capocómicos».
En general hay acuerdo en que la de los capocómicos es una especie en retirada. Aunque cada uno le da una dimensión diferente a esa figura del espectáculo que hacía televisión, pero también teatro y cine. Algo no se discute: su sola presencia era garantía de éxito. «Exacto, eran artistas que solo con poner la cara cortaban tickets y hacían estallar el rating», completa Respighi. «Desaparecieron porque no hay espacios para que se desarrollen, básicamente porque hacer humor a la vieja usanza es muy caro. Un programa cómico no es hacer dos chistes boludos y ya. Necesita un equipo de guionistas, escenografías, elenco, continuidad. Nada que ver con lo que yo llamo la “TV panelizada”, que se resuelve con un conductor y cuatro o cinco contratitos de tipos que hablan por arriba de cualquier cosa: de un hecho policial, de política, de fútbol».
Figuras en retirada. Olmedo, Capusotto, Gasalla y Tato Bores, exponentes de una especie en vías de extinción: la de los capocómicos.
TÉLAM, CAPTURA, NA, RAMÓN PUGA LAREO
Una de las apariciones más fuertes de la última década, Malena Pichot, se hizo popular con Cualca, una serie de sketches que en un principio se emitió como un segmento de Duro de domar, en Canal 9. Feminista, Pichot se volvió una explosiva polemista, sobre todo en las temáticas de género. Coincide con Respighi acerca de las causas por las que no existen programas con las estructuras de sketches. «Cuestión de plata, nada más. Somos un país pobre, no hay industria de entretenimientos. El sketch está vigente en todo el mundo, pero acá no. La tele argentina está hecha de reality shows, ciclos con panelistas. Ahora ¿a qué llamamos sketch? ¿a qué llamamos humorista? ¿A Chichilo Viale, al Negro Álvarez? Para mí el último programa de ese tipo fue el de Gasalla. Porque si pienso en la onda Rompeportones y toda esa verga… Cualquier youtuber es mejor que eso».
El tema Rompeportones y la tendencia sexista de muchos ciclos es una cuestión ineludible, que llega hasta el mismísimo Marcelo Tinelli, otrora rey indiscutido de los favores populares, hoy en caída libre. La consideración de un producto televisivo es extraña. Pensar solo en el caso Olmedo: de ser ignorado por la intelligentsia de los 70 pasó a ser canonizado en los 80, elogiado por sectores de la cultura y prestigiosos actores como José Sacristán; ahora su impronta es cuestionada y resulta, al menos, fuera de foco. Existe una clase de picaresca machista que hoy no puede no tener condena social. O para decirlo con un término en boga: convocaría a la cancelación.
Ayer nomás Tinelli cortaba polleritas; ya no. Todo lo que el conductor y productor expresa y simboliza –una comicidad elemental de estudiantina, de burla al prójimo, de exhibición de cuerpos– fue arrasado por los tiempos. «Yo no lo daría por muerto», apunta Respighi. «Su caída comprende muchos factores, es multicausal. Por supuesto, el principal es el cambio de paradigma que produjeron las luchas de género, que yo celebro. Creo que con el transcurso de los años va a haber un equilibro. Por eso, ojo con Tinelli: conoce el termómetro de la sociedad. Son 30 años de programas súper exitosos, con ese humor de vestuario de hombres que ya no se sostiene. Marcó una época: tuvo más influencia cultural en estas tres décadas que cualquier ministro de Cultura. Él es el primero que advirtió que el tipo de humor que representa no da para más. Otro motivo de su decadencia es que se metió en política, y quedó atrapado por otro tipo de guerra».
Saborido. «El humor está en todos lados. Hay una descontractura general.»
Ulanovsky. «Los profesionales perdieron
la hegemonía. Todos hacen humor.»
Valente. «Lo que hago con Fáchima es ridiculizar lo absurdo de la realidad.»
Pichot. «El sketch está vigente en todo
el mundo, pero en Argentina no.»
Respighi. «Los programadores siguen pensando en el minuto a minuto.»
Saborido coincide en que la gente y los tiempos cambian, pero cree que Tinelli no va a caer. «No hay que ser tan drástico: son momentos», relativiza. Y ante la pregunta de si es difícil hacer humor en tiempos de corrección política, dice que no. «Todo es una cuestión de fuerzas. Antes existía una censura oficial, no podías hablar por ejemplo de la Iglesia o de los milicos. Ahora podés, pero por correlación de fuerzas hay otros temas con lo que no se puede hacer humor. Todos hacían chistes sobre pelados, chicatos, gordos. Hasta que alguien se plantó y dijo: “Pará, ¿qué pasa con ser gordo? ¿No pueden gustar, no pueden amar, no merecen respeto?”. No le tengamos miedo a la palabra censura o cancelación. Cambia la punitividad: ahora en vez de matarte, te bardean en las redes. No es poca la diferencia. Pero objetivamente es lo mismo: correlación de fuerzas».
Pichot está en desacuerdo. Se horroriza ante la sola posibilidad de que sean comparables las luchas de género con la dictadura y se planta: «Me tienen muy cansada los comediantes hombres preocupados por si alguien se puede enojar o no. Lo que me parece incorrecto y cobarde es que estén preocupados por la corrección política. Si estás preocupado es que en el fondo sos machista, y la podés pifiar; que en el fondo sos racista, y la podés pifiar; que en el fondo sos nazi, y la podés pifiar. No jodamos».
Vínculo estrecho
Actriz formada con Nora Moseinco, una de las directoras de Magazine for Fai, Valeria Valente creó un personaje delicioso, Fáchima. Se trata de un extraño ser medio facho, con acento indescifrable, que nació en el teatro, pasó a las redes y luego llegó a la televisión. El año pasado destacó en el ciclo De mil humores, de Claudio Villarruel. «La tele y las redes tienen un vínculo estrecho, compiten y se nutren entre sí. La red maneja una inmediatez total. Pero debo decir que la tele conserva algo que tiene su importancia: es un montón de gente viendo juntos algo al mismo tiempo. Ese es su fuerte», destaca.
En esa característica del medio se construye un lazo social que no tienen las redes. Si bien es cierto que todos los grupos de WhatsApp reciben los mismos chistes o memes viralizados al mismo tiempo (una muestra del poder de penetración de internet), no hay un sentido de comunidad. «El chiste es la más social de todas las funciones anímicas encaminadas a la consecución de placer», postuló Freud en su célebre trabajo sobre la relación del chiste y el inconsciente.
Valente habla de otra de las características del humor: la de su capacidad para exorcizar el horror. Fáchima ya es un clásico de la munición gruesa contra el macrismo. La actriz dice que su creación funciona como una válvula de alivio, «para mí y para el público. Lo que hago es practicar la ridiculización de lo absurdo que es la realidad. Es decir: me burlo de lo que me parece demencial». Respecto de la censura, considera que da para hablar largo. Valente es admiradora del humorista británico Ricky Gervais que, entre otras cosas, afirma que los límites deben ser siempre los del sentido común. «Una sabe hasta dónde llegar. Y es ideológica la cosa. A mí, por ejemplo, no me gustan los que patean a los débiles o les toman el pelo a los que menos recursos tienen. Reconozco que es un tema enorme, tal vez infinito, con más preguntas que respuestas. ¿No hay que cancelar nunca a nadie? ¿Qué se hace con un mensaje nazi?».
Escenario dinámico. El stand up se cuela hasta en los programas políticos.
SHUTTERSTOCK
Todos coinciden en lo beneficioso que resulta utilizar una cuenta personal de YouTube o Instagram para proponer contenidos. Además, tienen la posibilidad de volverse productos regionales e incluso intercontinentales. Hoy los chicos argentinos consumen youtubers chilenos y españoles. Y viceversa. No existe la intermediación y el rebote es instantáneo. La pandemia potenció este fenómeno global, de repentización y escaneo de la sensibilidad de los consumidores. Éxitos como los de Migue Granados o Guille Aquino revelan reflejos casi periodísticos: a las semanas de haberse convertido en un suceso de Netflix, Aquino realizó una parodia argenta de la película No miren arriba, que continúa sumando visualizaciones (ver recuadro). «Y además es mucho más redituable», completa Respighi. «YouTube paga por visionado, y además están las PNT y los canjes».
Hoy nada aparece aislado. La comunicación es, en sí misma, una red compleja que se retroalimenta vorazmente. Los actores y actrices cruzan de vereda, van y vienen. No hay personajes excluyentes, todo es atomizado, fragmentario. Como dice Saborido, la descontractura todo lo abarca, desde un político que baila o se somete a burlas hasta una conducción a lo Jay Mammón, el entretenedor estrella de 2021. «Se rompió la idea de lo masivo», sigue Saborido. «Hay muchas cosas todo el tiempo. Cuando éramos pibes teníamos dos pares de zapatillas que duraban años, había cuatro canales. Todos sabíamos qué había pasado en Polémica en el bar, porque lo miraba el país. O sabíamos quién era Dyango. Ahora los saberes están repartidos. Hay programas que empiezan y terminan, y uno ni se entera. Hace poco Julián Weich contó que un taxista le preguntó cuándo volvía a la televisión. ¡Y hacía tres años que estaba en Canal 9!».
La tele está en peligro de extinción, pero resiste. En parte, porque los programadores siguen atornillados a sus sillones utilizando viejos criterios. «Siguen pensando en cuestiones que ya perdieron el sentido, como el minuto a minuto», dice Respighi. Por otro lado, continúa siendo un medio que homologa, que valida. Y muy popular. «Porque nadie habla de un tema clave: no todos disponen del dinero para pagar una plataforma de streaming. Ya lo dijimos, la tele se volvió un híbrido. Pero finalmente también refleja un escenario móvil. Los que ven canales de aire, veteranos mayores de 40, consumen y votan. Y todo lo que ocurre allí se desliza con velocidad. No son fenómenos estancos y muchas veces son circulares».
Esa circularidad es la que une a Petrona C. de Gandulfo con Masterchef. En ese marco, no es descabellado pensar que algún día vuelvan los programas de sketches o que surjan, «deconstruidos», nuevos capocómicos. Entre la frase «no hay nada nuevo bajo el sol» que se escucha en algunas gerencias artísticas y la revolución tecnológica, se despliega un territorio resbaladizo, de futuro incierto. Como decía una vieja canción de Charly García, «todo se destruye y se construye tan rápidamente». También en la TV.