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Boios, ceviche y plata en los bolsillos

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Muy distintos entre sí, todos ellos conviven en el barrio de Once, históricamente identificado con la colectividad judeo-argentina. Coreanos, peruanos, bolivianos y africanos de varias naciones dan forma a esa torre de Babel enclavada en la ciudad de Buenos Aires con diferentes idiomas y culturas, de lunes a sábados, desde la cinco de la mañana, con un solo objetivo: trabajar, vender y hacerse de unos pesos para vivir. «El Once» es hoy un gran mercado a cielo abierto donde conviven vendedores ambulantes con negocios establecidos.
En la esquina de Sarmiento y Pueyrredón peruanos y bolivianos venden ceviche, ají de gallina bien picante, anticucho (corazón de res), pollo con arroz, tamales, arroz con leche y mazamorra. Con 30 pesos, connacionales y apurados transeúntes comen al paso un menú que incluye plato principal –y único– y postre. Los africanos de Ghana, Cabo Verde y Senegal ocupan las veredas con sus valijas llenas de anillos, pulseras, relojes y bijouterie. Viven en pensiones del barrio y cumplen largas jornadas de trabajo a la espera de concretar sus ventas.
Eva es óptica, tiene su negocio en la zona y hace la pintura del barrio. «Existen casas tomadas, africanos vendiendo a cargo de peruanos, arreglos non sanctos entre la policía y autoridades municipales…», resume críticamente. Lalo, descendiente de judíos sefaradíes sirios, está en el negocio familiar gastronómico desde 1939. Vende en su local comida casher (la que respeta los preceptos religiosos judíos) aunque su clientela no se restringe sólo a la colectividad. Muchos jóvenes –de distintas culturas y religiones– le encargan rosquitas, boios, lajmashin y tajine. La colectividad coreana, que años atrás insinuó quitarle la supremacía comercial a los tradicionales textileros judíos, emigró hacia la avenida Avellaneda del barrio de Flores. Hoy, se concentran en algunos pocos negocios dedicados a la venta de juguetes importados a lo largo de la calle Pasteur.
El tradicional barrio funciona desde siempre como un gran termómetro nacional: cuando el menemismo, de la mano de Domingo Cavallo, abrió indiscriminadamente la importación terminó fundiendo a los que fabricaban y comercializaban productos nacionales. Debieron pasar varios años para que la zona –no sin altibajos– se recuperara de la mano de la economía nacional.
En este contexto de gran movimiento comercial, en el Once actual conviven caras distintas junto con los olores y lenguajes diferentes de todos aquellos que se ganan la vida en el barrio. Conviven pero además mantienen sus tradiciones. Claro que todo no es color de rosa: la mayoría de los consultados denunciaron el ruido creciente y la suciedad en calles y veredas que se acumula hasta formar grandes montículos en las esquinas.
Sin embargo, cuando los locales bajan las persianas y los vendedores callejeros retornan a sus hogares, la zona se transforma. Es otro barrio. El silencio, la basura y la oscuridad, dan marco a la desolación. En ese momento toman la zona «los dueños nocturnos» del Once. Los cartoneros, que al igual que los que trabajan durante el día, sólo buscan sobrevivir en la gran metrópoli porteña.

Texto: Gerardo Yomal
Fotos: Manuel Yomal

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