22 de mayo de 2013
Todos los domingos, desde hace cinco años, Jorge Sholten se instala junto a su mujer, Eugenia Mamianetti, con una computadora y un equipo de audio bajo un gazebo en Avenida Belgrano y Costanera Sur. A las tres y media de la tarde, cuando todavía hay sol y el paseo es un hervidero de gente, siempre hay una pareja que rompe el hielo de la pista del «Malecón de Buenos Aires». Quizás no se conocen, pero bailan muy juntos, mirándose a los ojos: la bachata colombiana parece hacerlos entrar en trance. Es un domingo cualquiera al sur de la ciudad de Buenos Aires, bajo la sombra de los monstruosos rascacielos de Puerto Madero y con la Reserva Ecológica como fondo, en el mismo lugar donde en 1918 se inauguraba el Balneario Municipal porteño. Primero una pareja, después otra, y al rato esa porción de la Costanera es un salsódromo a cielo abierto.
En verano, la música y el baile pueden seguir hasta el amanecer del día siguiente. En invierno, se corta poco después de medianoche. Hay parejas muy jóvenes y otras no tanto, chicas y chicos sueltos que se sacan a bailar y se separan cuando termina el tema, desconocidos de todas las edades que se refriegan al son de una bachata aunque nunca antes se hayan visto. La hora cumbre es las 7 de la tarde, cuando afloja el sol y la música entra en alquimia perfecta con el olor de la carne que se asa en las parrillas de los carritos. Para Fabiana, una kinesióloga que baila hace más de diez años, no hay un lugar más perfecto para sacarle el cuerpo a la angustia del domingo y ponérselo a la salsa: «Cuando uno baila realmente, lo disfruta tanto que es como si volara», asegura.
Durante dos años, Jorge y Eugenia hicieron pie en la fuente de Lola Mora, en Puerto Madero, contratados por el Gobierno de la Ciudad, pero el contrato terminó y quedaron a la deriva. Anduvieron por diferentes plazas y paseos de la ciudad, hasta que llegaron a la Costanera. La solidaridad de uno de los puesteros de choripán y bondiola, que les ofreció compartir su generador, fue definitoria para elegir el punto exacto. «El objetivo siempre fue encontrar un lugar donde se pudiera bailar sin pagar entrada, sin humo, y donde pudieran ir los que tienen dificultades para salir de noche porque, por ejemplo, no tienen con quién dejar a sus hijos», explica Jorge. Todo se financia gracias a lo que juntan en «la colorada», como llaman a la bolsa de terciopelo rojo que hacen circular para que cada uno colabore con lo que quiera y lo que pueda. En verano, aseguran, llegan a recibir 2.500 personas por fin de semana.
«A bailar salsa no se aprende», provoca Carlos, quien vive en Argentina desde hace diez años, tiene 40 y es peruano. Lo espera una hija en La Habana tras muchos kilómetros recorridos como mozo en España y Cuba. «Los salseros viven la música, nacen, crecen y mueren con eso. Una persona que no sabe bailar tiene que aprender y transmitirle a su cuerpo que está bailando. Pero la salsa se lleva adentro, porque tiene un tumbao, un son, un swing», jura Carlos, que todos los domingos se acerca al Malecón, uno de los lugares obligados del circuito de salsa de la ciudad, porque para él bailar es un antídoto: «La verdad es que extraño a mi país, a mi hija, a mi nieto, mi madre, mi padre, mis raíces y esto es una manera de estar cerca».
—Emilia Erbetta
Fotos: Horacio Paone