22 de julio de 2015
Cerca del 80% de los talleres textiles que fabrican la ropa que se usa en el país son ilegales, según investigaciones de la Fundación La Alameda. Se concentran en algunos barrios de la ciudad como Caballito y Flores o en algunas localidades próximas a los polos de distribución, como Ingeniero Budge o Villa Celina. Pero pueden estar también escondidos detrás de una puerta tapiada o una ventana clausurada, en cualquier casa o edificio de la ciudad.
El negocio de la ropa enmascara una trama de diversos intereses que estiran al máximo el tapiz. Cada sector tiene un rol bien definido e intenta hacer rendir su participación en la cadena de valor en una conjunción de fuerzas que saben bien cuándo tirar y cuándo aflojar para que el tejido aguante y quepan todos. Cada oficio tiene sus niveles de complejidad y también sus zonas de conflicto con la ley.
La venta de indumentaria, el más claro para los consumidores, incluye desde los negocios de las grandes marcas en los shoppings hasta los puestos «gallineros» en las cuatro inmensas ferias que se disputan el codiciado territorio de La Salada. Al «emblema mundial del comercio y la producción de bienes ilegales», como la definió la Unión Europea, le disputan la clientela las miles de «Saladitas» que se abren en la ciudad, los negocios del barrio de Once y los locales y «manteros» de la avenida Avellaneda.
Están luego los fabricantes –las grandes marcas poseen una alta participación– que compran la tela, la almacenan y diseñan los modelos. Les siguen los talleristas, que reciben los pedidos y gestionan la confección de la indumentaria. Este sector compuesto por pequeños empresarios es el que negocia con el sector inmobiliario que, de alguna manera, también participa en la existencia y florecimiento de esta industria «sumergida». Cierran el circuito los costureros: trabajadores muchas veces precarizados y explotados, pero también invisibilizados bajo el apelativo de «esclavos».
«El hilo se corta por lo más delgado» reconoce, con algo de culpa e impotencia, el dicho popular. Este refrán se hizo evidente el 27 de abril pasado en el sótano de un taller textil en la esquina de Páez y Terrada, del barrio de Flores. Una vela encendida para paliar la falta de suministro eléctrico que una empresa no quiso atender, propagó un incendio y mató a dos niños de 7 y 10 años. Una década atrás, en el taller textil de Luis Viale 1269, en Caballito, el fuego había consumido otras 6 víctimas.
Distintas organizaciones luchan contra esta precariedad: la Fundación La Alameda, por un lado, aboga por la clausura de los talleres «clandestinos» y denuncia penalmente a las marcas que utilizan trabajo «esclavo». Otras, que nuclean poblaciones migrantes como Simbiosis Cultural y grupos del barrio de Flores organizados en asambleas en la Casona de Flores, tratan de llevar el debate por otro camino: plantean «sacar del gueto a la economía migrante» y no alimentar discursos victimizantes que refuerzan clichés y estereotipos que mantienen a los costureros en la sombra. Esa voz, silenciada en los sindicatos de oficios y las reuniones ministeriales, es quizás la que podría traer una solución para armonizar este sector responsable de lo que llevamos puesto cada día.
—Texto y fotos: Subcoop