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La fiebre del estudio

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Cada noche, en el barrio Daechi-dong de Seúl, una patrulla de inspectores controla que no se infrinja la ley que prohíbe estudiar después de las 22 horas en los hagwones, institutos privados de apoyo escolar. La misión no es sencilla, porque los institutos tapan sus ventanas con cartones para que no se vean luces prendidas mientras los cerebros de los jóvenes, a duras penas, siguen funcionando. Los inspectores cuentan que descubrieron grupos de chicos en la terraza de esos edificios recibiendo clase a escondidas. Incluso hay recompensas para quien los delate. Los dueños de los hagwones –que no son pedagogos, sino comerciantes–, en alianza con las madres de los alumnos, lucharon contra esta limitación por considerar injusta la única ley en el mundo que obliga a estudiar menos.
La industria de los hagwones comenzó a fines de los 70, pero fue prohibida en 1980. Sin embargo, en el 2000, la Suprema Corte declaró inconstitucional la ley. En la actualidad funcionan 70.000 hagwones y 40.000 tutores privados, mientras que el barrio Daechi-dong tiene la mayor concentración de institutos en Seúl.
Cuando se busca algún tipo de explicación al origen de esta fiebre educativa, los especialistas remiten a tradiciones milenarias, que llegan hasta Confucio, quien pensó una sociedad estratificada donde la cima de la élite la ocuparan las personas con educación.
Además de tener clase regular los sábados hasta el mediodía, los chicos suelen ir al hagwon durante todo el fin de semana. Ya en 2003, el Comité por los Derechos de los Niños de la ONU declaró que el sistema educativo surcoreano viola el derecho a jugar. Los alumnos secundarios duermen un promedio de 5,5 horas. Por esto, es común ver en los colegios a los chicos dormir en clase con el torso derrumbado sobre sus brazos. Usan incluso una almohadita que se apoya en el antebrazo. En 2012, los alumnos surcoreanos quedaron en quinto lugar en el examen del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (PISA). Sobresalen en matemáticas y ciencias exactas, pero según Kim Myong, profesor universitario, el dato es relativo: «Producimos hombres-máquina capaces de memorizar pero con baja capacidad de abstracción y creatividad. Una mezcla entre deportistas del estudio con robots formados en un sistema hipercompetitivo con ribetes de psicosis social. A esto se le suma un alto costo: a muchos el estudio les cuesta la vida». La tasa de suicidios entre los niños y adolescentes coreanos es más alta que la de los países desarrollados: en 2009, 2.000 alumnos de los tres niveles se suicidaron y se estima que en su mayoría el motivo fue el estudio.
Para Anne Kwak, profesora de arte, muchos padres son conscientes de la locura en que están metidos, pero ninguno quiere ser el primero en aflojar. «Nuestros jóvenes no son felices, les cuesta hablar, son sumisos, no reaccionan, están cansados de estudiar y resignados a una vida sin diversión. Muchos son empujados al suicidio, y si esto sigue así, los alumnos comenzarán a matarse unos a otros. ¿Cómo podríamos terminar? Como la película Battle Royale, de Kitano, donde unos estudiantes son trasladados a una isla y les dan armas para que se traicionen y maten unos a otros, hasta que quede uno solo: el más apto».

—Texto y fotos: Julián Varsavsky

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