12 de febrero de 2014
Entre Paraná y Diamante, al oeste de Entre Ríos, la ruta provincial 11 corta una comarca de lomadas y cultivos. A la vera del asfalto pueden observarse trabajadores muy rubios al mando de tractores y cosechadoras. También vehículos dignos de la familia Ingalls, que los lugareños llaman carros rusos. Y, de trecho en trecho, pueblitos bajos con iglesias de imponencia neogótica. En todos se toma mate con kreppel (versión teutona de la torta frita), se habla un dialecto alemán del siglo XVIII –algo contaminado por palabras rusas– y, cuando hay fiesta, el acordeón desgrana mazurcas, polcas y schotis también añejos.
La explicación se encuentra en la cautivante historia de los alemanes del Volga. Comienza el 22 de julio de 1763, cuando Catalina II de Rusia –zarina de origen prusiano– llamó a colonizar el Bajo Volga. 30.000 alemanes aceptaron el convite. Un siglo más tarde, pese al azote de los kirguises y las duras condiciones reinantes, sus trigales cubrían un área superior a Suiza y, entre las espigas, se alzaban más de un centenar de aldeas. El problema se presentó cuando las autoridades pretendieron «rusificar» la colonia, aboliendo poco a poco la autonomía concedida por Catalina. El éxodo de colonos comenzó en 1872. Algunos se dirigieron hacia Estados Unidos. Otros, hacia el Imperio del Brasil. Entre ellos estaban 800 católicos, provenientes en su mayoría de Marienthal, una aldea del Volga, y 200 protestantes. Un engaño providencial los condujo hasta la Colonia General Alvear, en el departamento entrerriano de Diamante. Ya instalados, los volguenses no se contentaron con transformar 20.000 hectáreas de monte en la principal colonización triguera del país. También reprodujeron las aldeas que habían dejado atrás, con una empinada iglesia en el corazón y casas a modo de baluarte (sin puertas al frente). Así nacieron las aldeas madre: Valle María, Spazenkutter (jolgorio de gorriones), Santa Cruz (actual Salto), San Francisco y Protestante, que concentró al minoritario grupo de confesión evangélica. En 1880, otra corriente «escapada» de Brasil fundó Aldea Brasilera, a orillas del arroyo Salto. Mientras tanto, superado el recelo inicial, alemanes y criollos entablaron un enriquecedor intercambio. Los colonos se vistieron de bombacha y alpargatas, reemplazaron el hábito ruso del té por el vernáculo del mate e incorporaron el asado a su gastronomía, el valseado a sus celebraciones y el truco a su ocio. Y los locales adoptaron el carro ruso, la polca y el kreppel, y cambiaron la dura galleta porteña por el esponjoso pan casero de la colonia.
Esta fusión cultural anima hoy el circuito turístico Aldeas de los alemanes del Volga. Se puede pasear en carro ruso; echar un vistazo a las casas pioneras (algunas con techo a dos aguas para afrontar nevadas aquí inexistentes); comer carne de cerdo con filzer (budín de pan); beber cerveza artesanal y bailar al ritmo de la acordeona, como se estila en los casamientos tradicionales; comprar dulces caseros, alfajores y artesanías; admirar la estampa neogótica y la ingenua imaginería de las iglesias aldeanas; o visitar, entre trigales, el fascinante cementerio de San Francisco. Sus tumbas recrean a escala de juguete capillas que, hace más de dos siglos, levantó el «pueblo de la cruz y el arado» sobre la desolada estepa rusa.
—Texto y fotos: Roberto Rainer Cinti