13 de abril de 2015
El reciente acuerdo entre Estados Unidos y la República Islámica de Irán destraba uno de los enfrentamientos internacionales más importantes de las últimas décadas y por esta razón se lo puede calificar de «histórico». Desde ya que existe una notable paradoja en el hecho de que la primera potencia mundial –que ha arrojado bombas atómicas e invadido numerosos países en casi todo el planeta– le imponga condiciones para evitar que desarrolle armamento nuclear a un país que nunca lo utilizó y que ni siquiera invadió a sus vecinos más cercanos.
En 1979, cuando fue derrocado el Sha de Irán, Estados Unidos perdió a uno de sus principales aliados con influencia sobre el mundo árabe e islámico. Desde entonces, el objetivo de la Casa Blanca fue destruir a los sucesivos gobiernos islámicos, sin éxito. Ahora necesita al gobierno de Teherán en las guerras que se desarrollan en Irak, Siria, Yemen y Libia para combatir –principalmente– al denominado «Estado Islámico», un enemigo común, aunque esto implique un enfrentamiento con su principal aliado, el Estado de Israel. A pesar de las asimetrías del acuerdo, el gobierno iraní ha aceptado las imposiciones de la Casa Blanca porque necesita de manera imperiosa que se levanten las sanciones y bloqueos impuestos por organismos internacionales y diferentes países a instancias de la presión ejercida desde Washington. Las sanciones afectan a Irán, que tiene millones de barriles sin vender, serias dificultades para acceder a tecnología de punta, activos congelados en bancos de varios países e impedimentos para capacitar a sus académicos y técnicos en el extranjero. Irán no es un pequeño y pobre país del Tercer Mundo, sino todo lo contrario; por eso necesita una mayor vinculación con los países más desarrollados, los mismos que ahora podrían contribuir con su crecimiento. Barack Obama dijo que con el acuerdo ambas partes se benefician. Los republicanos se oponen y ya manifestaron públicamente que pondrán cuanta piedra encuentren en el camino.