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La herida de Ayotzinapa

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Alejandro Pairone

Tras 8 años de ocultamiento, la desaparición de los 43 estudiantes normalistas fue catalogada como «crimen de Estado». Crónica de un caso emblemático.

Larga lucha. Familiares de las víctimas marchan los 26 de cada mes en la ciudad de México para exigir justicia.

Foto: Cruz/AFP/Dachary

Nadie durmió en la pequeña aldea de Ayotzinapa entre la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre de 2014, cuando una fuerza integrada por militares, policías y narcos lanzó una cacería humana sobre un grupo de estudiantes en la vecina localidad de Iguala que terminó con 9 muertos, 30 heridos y 43 desaparecidos, todos oriundos de la aldea.
Hubo ocho años de impunidad, mentira y ocultamiento, pero el caso mundialmente conocido como «Los 43 de Ayotzinapa» fue al fin esclarecido, aunque solo se identificaron a tres de ellos.
El Gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador brindó en agosto pasado un informe final que reveló cómo fue la matanza y su trama de complicidades en el ocultamiento, e identificó a todos los involucrados en un enorme listado de 172 personas que incluye hasta dos generales del Ejército y el ex Procurador General de la República. La mayoría ya está en prisión a la espera del juicio. «Fue un crimen de Estado que involucró a todos los niveles del Gobierno», denunció el informe.
Aquella noche de 2014, un centenar de estudiantes de la Escuela Rural Normal Isidro Burgos de Ayotzinapa, estado de Guerrero, fueron hasta Iguala a fin de apropiarse de micros para ir a la marcha por la «Matanza de Tlatelolco», que se realiza en el Distrito Federal en recordatorio de los 400 estudiantes asesinados en la represión de una protesta el 2 de octubre de 1968. Lo hacían todos los años, pero esta vez los estaban esperando.
La policía emboscó al convoy de estudiantes en un barrio de la periferia cuando ya habían confiscado cuatro micros. Los atacó a balazos, mató a tres y capturó a la mayoría. Algunos pudieron huir. Tres chicos más fueron asesinados en la madrugada durante la cacería por las calles de Iguala, donde también balearon a una veintena de transeúntes eventuales. En una autopista dispararon por error contra un micro de futbolistas del club Avispones de Chilpancingo: mataron a un adolescente de 15 años, al chofer del micro y a la pasajera de un taxi que circulaba por allí, e hirieron a otras seis personas.
Con las primeras horas del día comenzó la búsqueda de los estudiantes que faltaban, y para la noche era un escándalo que tenía un número: había 43 desaparecidos, «Los 43 de Ayotzinapa».

Mentira y verdad
El expresidente Enrique Peña Nieto (2012-2018) advirtió prontamente que el caso se convertía en una crisis nacional imparable, y exigió a sus funcionarios una respuesta urgente. Y le cumplieron.
Apenas 40 días demoró el Gobierno en presentar lo que llamó la «Verdad Histórica». Aseguró que los estudiantes fueron a Iguala para boicotear un acto de la esposa del alcalde José Luis Abarca, quien los capturó y entregó a una banda narco que a su vez los ejecutó e incineró en el basural de la localidad de Cocula por estar vinculados a una pandilla rival. Arrestaron al alcalde, a un puñado de policías y narcos, antes de dar el caso por cerrado como un éxito de la verdad y la justicia. Nadie les creyó.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos envió en 2015 a México un grupo de investigadores que, junto al Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), cuestionó severamente el informe oficial. Poco después, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos denunció que la «Verdad Histórica» había sido armada en base a 35 declaraciones arrancadas bajo torturas. Igual, el Gobierno no retrocedió.
Apenas asumido en diciembre de 2018, López Obrador creó la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia (CoVAJ) del caso Ayotzinapa, declaró nula la «Verdad Histórica» y ordenó una nueva investigación que esclareció el caso pero no logró encontrar los cuerpos. Entre los 172 detenidos hay policías, funcionarios judiciales y sicarios, además del ex Procurador Jesús Murillo Karám, y 26 militares encabezados por los generales del Ejército, José Rodríguez Pérez y Alejandro Saavedra Hernández.
El ataque fue ejecutado por policías estaduales de Guerrero y municipales de Iguala, Cocula, Huitzuco y Tepecoacuilco, además de militares del 27 Batallón de Infantería. De los 43 estudiantes, 37 fueron secuestrados por policías, seis por los militares, y todos ejecutados entre esa madrugada y cuatro días siguientes. Entregaron los cadáveres a la banda narco Guerreros Unidos que hizo desaparecer algunos por incineración y otros diluyéndolos en ácidos.
«Fue un crimen de Estado que involucró a todos los niveles del Gobierno», dice el informe de López Obrador. Y añade: «La creación de la Verdad Histórica fue una acción organizada del aparato del poder, desde el más alto nivel del Gobierno, para ocultar la verdad de los hechos». El informe fue aceptado por las familias de las víctimas, que desde 2014 marchan por las calles de la Ciudad de México el 26 de cada mes en reclamo de justicia por una matanza cuya historia comenzó a escribirse 196 años antes.

Tradición represiva
En 1818 Ayotzinapa era el nombre de una estancia con miles de hectáreas que su atípico propietario, el magnate Sebastián de Vigurí, distribuyó ese año entre centenares de campesinos sin tierra en el Estado de Guerrero, al suroeste mexicano. Reservó el casco de la estancia y unas hectáreas circundantes para una chacra que destinara su renta a los ancianos, enfermos y huérfanos de la zona. Allí nació la aldea de Ayotzinapa, “morada de las tortugas” en lengua náhuatl.
En 1931, el México revolucionario entregó aquel casco y sus tierras al docente Isidro Burgos para fundar una escuela rural que fomentara la alfabetización y formación de indígenas y campesinos sumidos en la pobreza. En la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1940) las escuelas florecieron e incorporaron en su currícula materias como Educación Socialista, que aún rigen en la de Ayotzinapa.
Las escuelas fueron un polo de organización comunitaria para la lucha campesina, y de sus claustros surgieron líderes rurales y sindicales de trascendencia nacional. Algunos fundaron movimientos guerrilleros en la segunda mitad del siglo 20. La resistencia al neoliberalismo en el siglo 21 las ubicó en el centro del conflicto social.
Con la movilización y la ocupación del espacio público como método de lucha, los estudiantes de las escuelas rurales normales en general, y la de Ayotzinapa en particular, fueron reprimidos y encarcelados en todo el país con violencia creciente hasta que en 2012 dos estudiantes murieron, 25 resultaron heridos de bala y 100 fueron a la cárcel durante el desalojo de un piquete en una autopista de Chilpancingo.
En ese contexto, la noche del 26 al 27 de septiembre de 2014 podría haber sido la continuidad agravada de la tradición represiva contra las escuelas rurales, con un saldo ya estremecedor de 9 muertos y 30 heridos. Pero la nueva realidad añadió la desaparición forzada que había irrumpido con fuerza en México cuando el expresidente Felipe Calderón (2006-2012) militarizó su guerra contra el narcotráfico. Desde entonces, la violencia escaló imparable.
Según la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas (CNB), en México hubo 116.342 desapariciones desde 1964, casi el 1% de la población. Con la llegada de Calderón pasó de 237 desapariciones en 2006, a 2.960 en 2007, y en crecimiento exponencial. Además, con 30.000 homicidios y muertes violentas al año. Desde entonces nacieron 135 organizaciones de búsqueda de personas, mientras que la Cruz Roja brindó capacitaciones en búsqueda de desaparecidos a más de 40.000 mexicanos.
Los estudiantes de Ayotzinapa son 43 de las 17.884 personas desaparecidas durante 2014 en México. Un 604,19% más que cuando Felipe Calderón comenzó la escalada.

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