Mundo | NUEVA ETAPA POLÍTICA

Brasil es otro Brasil

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Gustavo Veiga (desde San Pablo)

Líder resiliente, Lula regresa al poder con el desafío de dar respuesta a la crisis social y a los embates del bolsonarismo. Clima de esperanza en la región.

Vencedor. Puño en alto, Lula ofrece un discurso en San Pablo, tras confirmarse su victoria en una reñida segunda vuelta, este 30 de octubre.

FOTO: AFP/DACHARY

Brasil es otro Brasil desde el domingo a la noche. La proverbial alegría de su pueblo había vuelto a la calle. Para que una mitad festejara la victoria de Lula en las urnas y la otra mitad se llamara a silencio. De definición apretada y tensa, la elección desató movilizaciones de un color dominante –el rojo del Partido de los Trabajadores (PT)– que tuvieron como epicentro San Pablo, la más populosa y cosmopolita del gigante latinoamericano. Bolsonaro, el presidente derrotado y con su sueño marchito de reelección, ya era pasado. Antes de fin de año deberá irse a su casa, aunque no la fuerza política que lo llevó en 2018 al Gobierno. El histórico dirigente surgido del sindicalismo combativo contra la dictadura, inaugurará su tercer mandato constitucional el 1° de enero de 2023. Nunca antes lo había logrado un candidato en la historia de este país, tan desigual como la región en que está inmerso.
Lula hizo la diferencia en la segunda vuelta con el aluvión de votos que cosechó en su bastión del nordeste. De ahí procede el líder del PT –el estado de Pernambuco– y de ahí llegaron los casi 12,5 millones de votos que le sacó de ventaja a su rival ultraderechista en esa región del país. Casi 40 puntos en el porcentual. Unos 9 millones de sufragios más que los cosechados en el primer turno electoral.
Semejante paliza (22,2 millones a 9,8) neutralizaron el sprint final que había tenido Bolsonaro en los días previos al 30 de octubre. 
El ganador, un resiliente de 77 años recién cumplidos, viudo de dos esposas, perseguido en dictadura y encarcelado 580 días en tiempos de lawfare, batió un récord de oratoria en el que solo podrían haberlo superado Fidel Castro o Hugo Chávez. Primero leyó un discurso desde el hotel Intercontinental, a una cuadra de la céntrica avenida Paulista. Lucía lentes y bromeó con su aspecto circunstancial de intelectual. Después se dirigió a un palco levantado al aire libre donde lo esperaba una multitud. Se vio entonces a Lula en su verdadera dimensión. Improvisó sin papeles y le llegó a la gente con sus frases repletas de emoción y algunas promesas impensadas en tiempos de Bolsonaro, como un ministerio para los pueblos originarios.
Un Lula pensante y medido, que había hablado primero donde estaban los observadores internacionales, dio paso unos minutos después al animal político que es, cuando se siente arropado por la militancia a la intemperie. De la frase «el pueblo votó más democracia y no menos democracia» al lenguaje de barricada con que les habló a sus aliados de izquierda, hubo una buena dosis de pragmatismo postelectoral. 

Significados de una elección
El estadista que gobernará un Brasil casi partido al medio, con más de 30 millones de personas mal alimentadas y un Estado que empezaba a ser entregado al mercado por el ministro de Economía Paulo Guedes, dio señales de previsibilidad en su primera intervención: «Quiero agradecerle al pueblo brasileño, al que me votó y no me votó. Estoy aquí para gobernar esta nación que se encuentra en una situación muy difícil. Había dos proyectos de país, pero el único vencedor es el pueblo brasileño».
Lula sabe que no la tendrá fácil en su gestión. Prometió que será la última y luego vendrá el retiro. Si en algo buscó distinguirse de su rival fue en la cultura armamentística que impulsó Bolsonaro en sus cuatro años de gobierno. «A nadie le interesa vivir en un país en clima de guerra, es hora de bajar las armas», señaló.
«El pueblo quiere libros en lugar de armas» siguió. Brasil se encaminaba con el todavía presidente en ejercicio hacia una versión aggiornada del Estados Unidos de Donald Trump. Su socio político, que lamentó la caída del exmilitar ante el carisma de Lula. No terminó todo como en la toma del Capitolio en Washington. Pero Bolsonaro hizo silienzo stampa. Solo habría reconocido su derrota en privado ante el juez del Tribunal Supremo Electoral (TSE), Alexandre de Moraes.
El significado de la caída de un símbolo del neofascismo es muy fuerte por lo que proyecta. Clausura una etapa de estados alterados en la convivencia democrática. Mensajes discriminatorios y burlones del presidente dirigidos hacia las minorías, mujeres y víctimas de la pandemia. Militares puestos a administrar el Estado y custodiar las urnas como pensaba el exmilitar cuando les otorgó el papel de jueces en estas elecciones que a menudo tildó de fraudulentas. Unos comicios que, bajo el mismo sistema, lo habían llevado a la presidencia en 2018.
Con Bolsonaro fuera del Gobierno, se pone un freno al revitalizado movimiento de la ultraderecha que crece a nivel mundial y podía haber festejado un logro más en esta región, la más inequitativa del planeta. El Brasil más desfavorecido tuvo mucho que ver con su salida. Los números del nordeste en su trazo fino fueron elocuentes.
En Bahía, Lula obtuvo el 72,12%; en Ceará –el territorio de Ciro Gomes– el 69,97% y en Piauí, donde sacó la diferencia más abultada, el 76,86% contra apenas el 23,14% de Bolsonaro. Un margen indescontable en el total nacional. Si el presidente todavía en ejercicio, con su capacidad de daño ahora menguada, sabía apelar a símbolos de identidad nacional para aglutinar a su tropa, Lula no le va en saga. «No existen dos Brasil, somos un único país, un único pueblo, una gran nación», dijo en su primer discurso, cuando le habló a la ciudadanía, pero también al establishment y a los mercados que lo acompañaron a prudente distancia.
Ahora tendrá por delante gobernar en un entorno hostil. Con el Congreso dominado por el llamado Centrao –una entente de fuerzas testimoniales de derecha, pero que unidas tienen capacidad de lobby– y la mayoría de los gobernadores de signo opuesto, bien dispuestos a formar la grey en retirada del excapitán que no saludó a su adversario ni reconoció su derrota en público. Parece que hubiera analizado otra nueva jugarreta para embarrar la cancha de nuevo. Aunque sin suficiente respaldo de los grupos de poder, ni de la comunidad internacional. Con Estados Unidos en un papel determinante y tan distinto al que había jugado en el pasado alentando dictaduras. 

Un momento histórico
La noche del domingo el corazón financiero de San Pablo –su avenida paulista y alrededores– se vio invadido por una marea de camisetas rojas, esa odiada construcción del otro que no tenía cabida en el Brasil de Bolsonaro. Hubo festejos hasta la madrugada que bastoneó la cantante Daniela Mercury. Compartió uno de sus temas junto a Lula y quien será la primera dama, Janja. También alentó a la multitud a entonar las estrofas del himno nacional con la energía que solo haría posible una alegría desbordante, esa que se siente cuando se toma conciencia de un momento histórico, irrepetible.
Brasil es hoy otro Brasil de la cabeza y el corazón. Pero sus principales problemas económicos y sociales persisten, la violencia de su aparato represivo goza de buena salud y el consumo de armas aumentó al compás belicista de un presidente que fue repudiado en las urnas. Si Bolsonaro mira el vaso medio lleno dirá que sacó 58 millones de votos y poco más, o que aumentó su caudal de electores en la segunda vuelta. Pero no podrá decir que ganó ni que hubo fraude. Esa trampa dialéctica con la que mantuvo en vilo al pueblo más numeroso de América Latina y que recuperó la ilusión de creer en una sociedad mejor. Con inclusión y mayor calidad democrática.
«Tá na hora do Jair, Já ir embora» (Llegó la hora de Jair, la hora de irse…) fue el hit más escuchado en un país que le dio a Lula la tercera chance de transformarlo. Será sin dudas la más complicada. Pero ese hombre de una vitalidad asombrosa que derrotó a la ultraderecha en franco ascenso, dijo que hará, incluso, mucho más de lo que estaría en condiciones de hacer.