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Néstor Restivo

Si bien algunos líderes manifiestan la necesidad de reformas en el orden global, la cumbre mostró los límites para alcanzarlas. Énfasis en la desigualdad, el hambre y el cambio climático. El rol de Milei.

Foto de familia.  La declaración del encuentro reconoce que solo se alcanzó el 17% de los objetivos de desarrollo sustentable.

Foto: g20brasilorg

Desde 2008, cuando se suceden las reuniones anuales del G20, se fijan posiciones que en absoluto resultan vinculantes, más bien quedan en lo retórico. Volvió a ocurrir esta semana en Río de Janeiro, donde países como el anfitrión Brasil, China y otros apuraron cambios a, por ejemplo, el obsoleto esquema de Bretton Woods que determinó en 1944 el predominio del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial en las finanzas y el crédito al desarrollo, condicionando a sumisiones políticas ese flujo de dinero.
El G20 logró consensuar un documento donde, como es habitual, el país organizador sugiere ejes de acción. Uno fue el problema de las desigualdades, tanto dentro de los países como entre ellos. Hasta logró que una nación de presidencia estrambótica como Argentina, que desde diciembre de 2023 gusta destacar a los gritos y hasta el ridículo su disidencia contra agendas globales, se aviniera a firmar.
En los pasillos de la reunión se rumoreaba que pese a los párrafos sobre el «empoderamiento» de las mujeres y de la lucha necesaria contra el cambio climático, temas que detesta el mileísmo, el acompañamiento de Argentina, más allá de dejar constancia de disidencias para la tribuna, fue a cambio del compromiso brasileño de comprar gas de Vaca Muerta. En la misma lógica, la cita de Javier Milei con el líder chino Xi Jinping tuvo como objetivo asegurarse la continuidad del swap, básicamente. Al margen de ese detalle y del gélido gesto entre los presidentes Lula y Xi y el «libertario» argentino por sus insultos, el documento final de la cumbre abordó diversas temáticas urgentes.

La guerra en Ucrania, agravada por los recientes manotazos de ahogado de la saliente y guerrerista administración Biden, que autorizó nuevos usos de armas estadounidenses al presidente Vladimir Zelensky, la masacre en Gaza sobre la que se reclama un urgente alto el fuego (el presidente de Turquía, Recept Tayyip Erdogan, fue uno de los más enfáticos en este punto) y el conflicto en todo Oriente Medio, las disidencias en las políticas de combate al cambio climático (reciente cumbre  COP29 en Azerbaiyán) y el escenario incierto que abrirá el inminente gobierno de Donald Trump, que augura ataques al multilateralismo, pesaron en el ambiente que se respiraba en los salones. También lo hicieron las nuevas formas del capitalismo que algunos llaman de «plataformas» y otros «tecno-feudalismo». El texto del G20 advirtió que nuevas tecnologías como la inteligencia artificial (IA) propician «la desinformación” y los «discursos de odio».

La cita carioca atrajo a varios líderes. Algunos ya insignificantes, como Joseph Biden en su ocaso; otro menguante también como el canciller de la tercera economía mundial, Olaf Scholz, quien debió adelantar elecciones por la profunda crisis que atraviesa Alemania y arrastra a toda Europa; pero otros poderosos como el indio Narendra Modi, expectantes como el británico Keir Starmer, que devolvió a los laboristas al poder después de un largo invierno, o todavía con la muñeca aceitada para roscas internas y externas como el francés Emmanuel Macron, quien siguió advirtiendo tanto en Brasil como en su paso por Argentina, que Francia rechaza el acuerdo comercial europeo con el Mercosur, postura que no comparten otros socios de la UE. Un ausente importante fue el ruso Vladimir Putin, ocupado en la guerra, pero asistió uno de los veteranos más experimentados de estas lides, su canciller Sergei Lavrov.

Cambio de planes. Milei se reunió con Xi Jinping, líder al que había insultado en la campaña electoral.

Foto: NA


Contra el hambre
Dos de las ideas fuerza que el presidente Luiz Inácio Lula da Silva quiso imponer en su año de presidencia rotativa en el G20, y que figuran en el documento final, fueron un plan para atacar el hambre a escala mundial, inquietud permanente del líder del PT, y cómo capturar a través de una reforma impositiva una parte mínima de la obscena renta de los ultra millonarios del mundo.

La «Alianza Global» contra el hambre cuenta con el respaldo de 81 países, incluida Argentina, que la aceptó a regañadientes quizá por lo ya comentado, y otras tantas instituciones (multilaterales, filantrópicas). En principio, si avanza, ya se formó un comité ejecutor llamado pomposamente Consejo de Campeones, que incluye entre muchos otros funcionarios, al chino Li Xin, vicedirector del Centro Internacional de Reducción de la Pobreza de China, el país que puede mostrar mejores logros nacionales, por lejos. Y hay planes de transferencias de dinero a 500 millones de personas, así como un programa de alimentación a unos 150 millones de niños de escuelas a lo largo y ancho del mundo no desarrollado. «El hambre y la pobreza no son el resultado de la escasez o de fenómenos naturales… son el producto de decisiones políticas», dijo Lula. Afuera, en una playa de Copacabana, ONGs pusieron 733 platos vacíos en nombre de los 733 millones de personas que pasaron hambre en 2023, según cifras de las Naciones Unidas.

En cuanto al impuesto a los ultrarricos, la propuesta brasileña es un gravamen mínimo sobre la riqueza de unos 3.000 multimillonarios del mundo. Si fuera, por ejemplo, de 2%, se estima que podría recaudar hasta 250.000 millones de dólares anuales. En la declaración final de Río solo figura una mención genérica, sin números ni porcentaje.

Lejos de la Agenda 2030
Si bien varios presentes hablaron de la crisis final del neoliberalismo («la globalización neoliberal ha fracasado», dijo Lula), en el texto final aparecen algunas consideraciones que no sugieren cambios de fondo. Cuando se cita el ciclo económico actual y su débil proyección, indica sin embargo la «perspectiva de un aterrizaje suave» y con «sustentabilidad fiscal», «estabilidad de precios» y «reconstitución de reservas», dando pie a la continuidad de ajustes con una mirada neoclásica.

Y en cuanto a una mayor democratización de la «gobernanza» global, el G20 dijo que apoya ampliar el Consejo de Seguridad de la ONU e incluir a Latinoamérica, viejo anhelo brasileño, que quiere representarla (también de México, y así lo recordó en Río la nueva presidente Claudia Sheinbaum, otra figura estelar del encuentro); asimismo piden pista países de África y Asia. La idea, sostiene el documento con pedido a Naciones Unidas, es una «reforma transformadora» que gire hacia un esquema «más representativo, inclusivo, eficiente, eficaz, democrático y responsable», y que permita una «mejor distribución de responsabilidades entre todos sus miembros».

Como siempre ocurre en estas citas, varios mandatarios aprovecharon para realizar encuentros bilaterales, con protagonismos importantes como los de Lula, Xi Jinping (quizá el más buscado, notable contraste con Biden) o Modi. Los tres presiden países fundamentales del BRICS, junto a Rusia, un grupo que hoy suma más capacidad y poder que el G20, en perspectiva ahí sí de un nuevo orden, aun con sus contradicciones. En tanto, la foto de familia final, a la que faltó Milei, mostró a un grupo de líderes de un mundo que vive en acelerada transformación, donde estas instituciones viejas cumplen un ritual poco eficaz: solo para citar un ejemplo, la declaración de Río reconoce que a seis años de que se deba cumplir, la Agenda 2030 sobre Objetivos de Desarrollo Sustentable sólo alcanzó 17% de los objetivos.

La botonera de las decisiones se despliega en otros dispositivos.

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