18 de octubre de 2025
El partido ultra de Portugal logró consolidarse como una opción de poder frente a la fragilidad del Gobierno y el retroceso del socialismo. Radiografía de una fuerza xenófoba, integrada a la ola reaccionaria mundial.

Oporto. Andre Ventura, presidente del partido, en un acto junto a seguidores.
Foto: Getty Images
Hasta hace poco, Portugal era considerado una de las excepciones del mapa político europeo: mientras la ultraderecha avanzaba en Francia, Italia o Alemania, o incluso en su vecina España, en el país luso apenas se sentía el impacto de ese fenómeno. La Revolución de los Claveles de 1974, que puso fin a más de cuarenta años de dictadura de António de Oliveira Salazar y su Estado Novo, dejó paso a una era democrática basada en un sistema bipartidista en el que el Partido Socialista (PS), de centroizquierda, y el Partido Social Demócrata (PSD), de centroderecha, se alternaron en el poder, con la extrema derecha ubicada en una posición marginal, alejada de toda influencia en la agenda pública o en la toma de decisiones. Sin embargo, esta excepcionalidad se terminó de romper con las elecciones legislativas del 18 de mayo pasado, cuando Chega, partido fundado hace apenas seis años por André Ventura, irrumpió como la segunda fuerza política del país.
El resultado electoral mostró así un ostensible corrimiento a la derecha en el escenario político portugués. La coalición conservadora Alianza Democrática (AD), liderada por Luís Montenegro del PSD, ganó las elecciones con 91 escaños, aunque lejos de la mayoría absoluta, mientras que el PS sufrió una derrota histórica, relegado al tercer lugar con 58 diputados. Y Chega, que obtuvo 60 bancas, se convirtió en la gran sorpresa. Algo que hasta hace poco tiempo parecía impensado –una ultraderecha competitiva electoralmente en Portugal– ya es una realidad y supone todo un cimbronazo para el sistema democrático lusitano. Aún resta saber si el batacazo electoral de Chega será apenas un episodio circunstancial en el marco de la prolongada inestabilidad que afecta al país o significará un punto de inflexión que abrirá un nuevo (e inquietante) tiempo político.
Marchas y contramarchas
Por su parte, el oficialismo salió airoso de unos comicios que se presentaban por demás desafiantes, dada la incómoda situación en la que se encontraba el propio Montenegro en la previa. El líder conservador se vio envuelto en un posible caso de conflicto de intereses, sospechado de favorecer a una empresa ligada a su familia. Por este episodio, en marzo pasado, Montenegro perdió un voto de confianza parlamentario que implicó la disolución de su Gobierno, a menos de un año de transcurrido, y obligó a que el presidente Marcelo Rebelo de Sousa convocara a una elección anticipada (la tercera en 3 años) que, paradójicamente, terminó siendo ganada por la AD de Montenegro, quien pasó de primer ministro saliente a ser repuesto en su cargo. Un reflejo de las marchas y contramarchas que atraviesan a una coyuntura política enmarañada.
El Partido Socialista (PS), en tanto, agudizó su mal momento: perdió 20 bancas entre los comicios de 2024 y los de este año. Y su líder partidario, Pedro Nuno Santos, se vio obligado a renunciar como consecuencia de esa magra cosecha. El socialismo, que gobernó ininterrumpidamente entre 2015 y 2024 con António Costa como primer ministro –en ese período, sobre todo en los primeros años, el país logró un importante crecimiento económico acompañado de mejoras sociales– se ve obligado ahora a llevar adelante un inevitable proceso de renovación con el objetivo de reconectar con la ciudadanía. Su debilitamiento es inversamente proporcional al crecimiento de la extrema derecha.
El resultado de mayo pasado intensificó el viraje conservador iniciado en las elecciones de marzo de 2024, cuando la centroderecha de Montenegro prevaleció ajustadamente sobre el socialismo y Chega quedó tercero en una posición expectante. Aquellas elecciones también se realizaron de forma anticipada, como consecuencia de un presunto escándalo de corrupción que nunca se probó y por el que tuvo que dimitir Costa, desgastado después de casi una década en el Palacio São Bento.
Desde ese momento, parecen haberse dado una serie de condiciones propicias para la merma de las fuerzas progresistas y la cristalización de un giro reaccionario. La crisis de vivienda, la inflación –que se disparó en 2022 como consecuencia de la guerra en Ucrania–, los bajos salarios, la crisis de representación que se desató en el campo progresista (desde la abrupta salida de Costa) y la problemática migratoria conformaron un remolino de descontento que Chega supo capitalizar en la última elección.
En la propuesta de Ventura –un ex comentarista deportivo que se presenta como un outsider, pero que proviene de las filas de la centroderecha del PSD– se entremezclan el punitivismo extremo, un conservadurismo recalcitrante en materia de derechos y un ultraliberalismo desregulador en su programa económico. Con esos rasgos, más cierta capacidad (que algunos pueden confundir con pragmatismo) de acomodar su discurso a los vaivenes de la opinión pública, Ventura logró hacer mella en una parte relevante del desencantado electorado portugués. A esto se suma su conexión con la constelación internacional de la ultraderecha: de Donald Trump a Viktor Orbán (Hungría), pasando por Santiago Abascal (España) y Marine Le Pen (Francia). De esta manera, Portugal, que se mantenía ajeno a esa ola, hoy aparece integrado de lleno.

Luis Montenegro. Actual primer ministro conservador, responde preguntas en el Parlamento, en Lisboa.
Foto: Getty Images
Un relato de manual
El nuevo Gobierno de la AD asumió en minoría, obligado a negociar cada proyecto. En ese marco, el primer ministro Montenegro decidió adoptar parte de la agenda de la extrema derecha, especialmente en materia migratoria. Algo de esto ya había insinuado durante su primer año al frente del Poder Ejecutivo, en 2024, cuando eliminó un mecanismo para la incorporación de ciudadanos extranjeros, denominado «manifestación de interés», que les permitía solicitar la residencia permanente a quienes llegaban al país para estudiar o buscar trabajo.
En julio pasado, redobló la apuesta y aprobó un paquete de reformas migratorias con el que buscó endurecer el acceso a la ciudadanía y extremar los requisitos de nacionalización. Para esto contó con el apoyo decisivo de Chega, consolidando de hecho una alianza incipiente que traslada la influencia ultraderechista a políticas concretas. Sin embargo, a comienzos de agosto, el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional la reforma migratoria. Acto seguido, Montenegro y Ventura respondieron, al unísono, que continuarán insistiendo con su agenda común.
En Portuga,l actualmente viven 1,5 millones de extranjeros, el triple que hace una década. Representan aproximadamente el 14% de la población total, consecuencia en buena medida del régimen abierto de inmigración que primó en tiempos del Gobierno socialista de Costa. En abierto rechazo a esa política, la extrema derecha –con el acompañamiento desde hace un tiempo desembozado del conservadurismo tradicional– instaló un relato agresivo con el que culpa a los inmigrantes de gran parte de los males que afectan actualmente al país. Con su identificación con el trumpismo como mascarón de proa, Chega ha hecho uso del manual de la extrema derecha contemporánea y ha conseguido canalizar (y desviar) parte del malestar popular dirigiéndolo hacia un «otro» (el inmigrante en este caso) que, según el peculiar posicionamiento de Ventura y compañía, contaría con el aval de una élite «wokista y globalista» olvidada de los interés del portugués «nativo». Pero tal como se vio por otros países en los que incide de modo central la ultraderecha, el objetivo ulterior del campo reaccionario en Portugal es, bajo el barniz de un discurso desinhibido y transgresor, legitimar e intensificar la desigualdad social y la concentración económica. Ahí radica la verdadera cuestión de fondo.